El escritor y periodista Wenceslao Fernández Flórez posa en su despacho en Madrid en julio de 1958.Archivo Europa Press / Europa Press / ContactoPhoto (Archivo Europa Press / Europa Press / ContactoPhoto)
“Unos traqueteaban la desnudez de la noche, otros golpeaban lenta y solemnemente; unos parecían tener prisa, otros calma; unos decían claramente ‘tic-tic’, otros casi tosían ‘toc-toc’, con una lentitud asmática. O corrían con pasos de ratoncito por el hilo de las horas o arrastraban su insomnio como pisadas de viejo, por el desván del tiempo, sobre mi cabeza (…) Mi sueño apenas ocupaba el breve intervalo que mediaba entre las descargas musicales, que fusilaban, cada quince minutos, un reposo no muy profundo ni muy tranquilo”.
Las horas pasan lentas y violentas para el escritor y periodista Wenceslao Fernández Flórez, que escucha durante las noches eternas la media docena de relojes de la residencia del encargado de negocios de Portugal. Lleva así ya unos días, y luego serán muchos más, casi un año, como el hablar quedamente para que las voces no lleguen a la calle y le delaten. También olvidará el sabor de la carne, vida amarga apenas sin azúcar, agotada incluso la sacarina en las farmacias, mientras a cada cucharada hay que discernir bichos de lentejas; el pan, “ceniciento”, llega, si se da el caso, una vez al día. Tampoco se podrá en breve fumar y se hacen cigarros “con cacao, hojas de malva, anís, manzana o cualquier otra hierba seca… y, a pesar de eso, se venden carísimos”.
Si se atreve a asomarse a algún ventanal, constata por la desaparición de los tablones de los bancos que el combustible escasea; en breve empezarán a cortarse árboles de parques y calles. Por ellas resuenan el chirrido de las ruedas de los coches que conducen los milicianos, “su principal obsesión, su máxima ambición. Se habían apoderado de todos y se los robaban unos a otros (…) A la puerta del bar Chicote se agolpaban aún más que antes, los automóviles”. Entre otras razones, porque “se comía y se bebía gratuitamente en los hoteles y en los cafés de Madrid, sin más necesidad que alegar la condición de miliciano, y, más frecuentemente, sin dar explicación alguna, puesto que bastaba el tono decidió y el arma en el cinto, o en la mano. Con los comercios se seguía un régimen idéntico (…) en las relojerías y las tiendas de artículos de viaje, escogido el objeto se firmaba un vale —tan inútil como una bocanada de humo— o entonces el cliente se iba sin más, tras levantar el puño y pronunciar el acostumbrado UHP: Unidos Hermanos Proletarios”.
Los porteros eran “potencias infernales” y las criadas “tenían en sus manos la felicidad y hasta la vida de las familias” por su facultad de delatar, lo que explicaba que “los apresamientos en las oficinas se repetían a menudo, así como en los cafés, los cines y hasta en la propia calle”. En las empresas, dice, “se sustituyen a los directivos por los más humildes camaradas” en “una concepción —no infantil sino idiota— de los negocios”. Es exactamente la misma situación que denunciará la cáustica escritora rusa Nadejda Aleksandrovna Lókhvistkaia, literariamente Teffi, sobre el Moscú de la revolución rusa (Cinc cèntims sobre Lenin).
Pero no es Moscú sino el Madrid de la retaguardia de la Guerra Civil española, donde Fernández Flórez (La Coruña, 1885-Madrid, 1964) vive un muy particular via crucis: sus duras crónicas parlamentarias para el diario ABC entre 1914 y 1936 (Acotaciones de un oyente) le han granjeado enemigos entre la izquierda, aunque quizá muchos más unas afirmaciones suyas en plena República, en 1933, acusando a Falange de “franciscanismo” por no ser lo suficientemente violenta.
Perseguido (un grupo de milicianos le salva de otro que había ido a buscarlo a su casa por el mero hecho de que el jefe del segundo grupo, lector suyo, le reconoce) y mientras sus hermanos queman toda su correspondencia y su archivo, él buscará cobijo (“los diez o doce días que dure todo esto”, dice al inicio, ingenuo) en casas o embajadas a la espera de poder salir del país y luego pasar a “la España blanca”; al final, largo paso previo a una accidentada huida en coche por carreteras catalanas hasta el Rosellón francés, serán seis refugios (entre ellos, sedes diplomáticas de Portugal, Argentina, Holanda…), sintiéndose como “un animal sobresaltado cambiando de cuevas”. Cada ruido, un vuelco; empieza un ciclo en el que todo se resume con “tres motivos de terror: el automóvil que paraba enfrente de casa; el ascensor que subía, la campanilla de la puerta (…) El automóvil se aproximaba. ¿Pararía allí? Se calculaba el destino por la velocidad que traía”. Imposible pensar en escribir nada: “Estaba nuestro cuerpo y nuestro miedo. Pero nada más había de esa intensidad que es cada hombre… Era inútil que el novelista intentase tejer el enredo de su futura obra. ¿Para qué si tal vez mañana no estarás vivo?”.
Lo condensará mejor al irse acumulando el miedo en el cuerpo: “Conchas de hombre, es lo que nosotros éramos”, escribe en El terror rojo (1938), su único texto en primera persona para plasmar una vivencia que después recrearía en la novela Una isla en el mar rojo (1939), en un tríptico sobre el conflicto que completaría La novela número 13. Escrito y publicado en portugués, de cuando su estancia en Lisboa, El terror rojo ha permanecido inédito hasta su rescate ahora por Ediciones 98, que viene recuperando desde hace una década su obra: Tragedias de la vida vulgar, El bosque animado… “Su experiencia fue tan traumática que no deseaba revivirla por el pudor que le caracterizaba”, justifica el editor Jesús Blázquez que nunca el autor la publicara en vida.
“Fernández Flórez ha caído en un injusto olvido porque algunos críticos le adjudicaron un marbete político equivocado, que no se colige con la lectura de su obra, basado en que ejercía en un periódico conservador”, considera el editor. Pero el escritor tiene unos orígenes y unas creencias, bien manifiestas en El terror rojo: los refugios diplomáticos, a medida que se llenan, pasan de desprender un ambiente “confortable y distinguido” a ser “un hospital de miserables”; o lamenta que los trabajos domésticos se deban distribuir entre todos y que cada uno deba almidonarse la ropa en tanto “no había criados por el miedo a que fueran confidentes de las milicias”.
Un grupo de milicianos le salva de otro que había ido a buscarlo a su casa por el mero hecho de que el jefe del segundo grupo, lector suyo, le reconoce
El tono contra la República que pespuntea la inédita y bien escrita postal de la retaguardia de la capital en el primer año de guerra es muy agrio. Así, Azaña, que “manda en nombre de Stalin”, es un “gordo, fofo y amarillo de pus”; Largo Caballero, “un enfermo mental”; Margarita Nelken, una “judía alemana” protagonista de “las más feroces invitaciones al crimen”, en el contexto de un Parlamento cargado de “ladrones, analfabetos y energúmenos” y de “abogadotes y visionarios enfatuados”; el himno de Riego, “abominable, con su aire de polca” resuena en una Madrid republicana con el “populacho típico” de toda revolución, con “infrahombres sucios, mujeres-hiena y gentuza que sufre fealdad física”, describe con el pavor y desprecio a las masas tan de unas determinadas clases e intelectuales de la época. Los “rojos que huyen con joyas” de España asoman a menudo, en un supuesto ambiente de lujo cuyo retrato contrasta, por ejemplo, con la mísera situación de Antonio Machado camino del exilio y que refleja el reciente Antonio Machado a Barcelona (1938-1939), editado por el Consistorio de la capital catalana.
Describe con toda esa amargura la retaguardia quien denuncia la supuesta existencia de un índice de libros prohibidos de la República en el que estarían los suyos y el que constata cómo diversas veces se da ya la noticia de su muerte, tanto el militar Queipo de Llano en una de sus alocuciones radiofónicas como su propio diario, ABC. “Fueron a buscarlo a su casa para llevarlo a una checa y luego darle el paseo, como hicieron con casi 80 colaboradores y periodistas de ABC… Si alguien piensa que hay sal gorda en esas críticas debería tener en cuenta que a él le pretendían hervir en su propia sangre por haber criticado a esa gente en el ejercicio de la libertad de expresión como cronista parlamentario independiente”, defiende Blázquez.
Ciudadano de honor de la República, junto a su amigo Miguel de Unamuno, y elegido en ese mismo periodo Académico de la Lengua, el que en su momento fuera premio Nacional de Literatura (Las siete columnas, 1926) y uno de los autores más populares por unas novelas marcadas por un humor irónico cuando no satírico, siempre regadas por preocupaciones morales y algo de pesimismo, vuelve a estar hoy en las librerías. “Es nuestra contribución al actual debate social sobre la Memoria Democrática; Fernández Flórez puede aportar importantes matices”, piensa Blázquez, que publicará en breve un volumen inédito con otras crónicas del autor sobre el mismo periodo. Para que, juicios aparte, deje de ser sólo una concha de hombre.
Autor: Wenceslao Fernández Flórez.
Traducción: Jesús Blázquez.
Editorial: Ediciones 98, 2021.
Formato: tapa blanda (192 páginas, 18,95 euros).
Otras lecturas
‘Volvoreta’, ‘El secreto de Barba Azul’, ‘Las siete columnas’ y ‘El bosque animado’.
Wenceslao Fernández Flórez.
Edición de Miguel González Somovilla.
Editorial Fundación José Antonio de Castro, 2022.
852 páginas. 50 euros.
Wenceslao Fernández Flórez.
Prólogo de Andrés Amorós.
Ediciones 98, 2021
368 páginas. 22,95 euros.
Wenceslao Fernández Flórez.
Prólogo de Andrés Amorós.
Ediciones 98, 2021.
256 páginas. 19,95 euros.
Tragedias de la vida vulgar. Cuentos tristes
Wenceslao Fernández Flórez.
Prólogo de Fernando Iwasaki.
Ediciones 98, 2021.
240 páginas. 19,95 euros.
Wenceslao Fernández Flórez.
Ediciones 98. A la venta a partir del 10 de febrero de 2022.
288 páginas. 21 euros.
Wenceslao Fernández Flórez.
Prólogo de Jesús Blázquez.
Ediciones 98. Publicación en 2022.
256 páginas. 21 euros.
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