Las estadísticas informan de que Pep Guardiola ha tardado menos que nadie en alcanzar la meta de los 500 puntos en la Premier League, competición que cumple 30 años esta temporada y se ha convertido en el metro patrón del fútbol mundial. Lo ha conseguido al frente del Manchester City, en 213 partidos, después de su empate con el Southampton, con un promedio de 2,34 puntos por encuentro. La dificultad del récord se acentúa por el grado de exigencia en una Liga que reúne a la mayoría de los clubes más ricos del planeta. En la tierra prometida de los técnicos más prestigiosos y de las estrellas más rutilantes, Guardiola ha obtenido tres títulos de campeón en cinco temporadas.
Las cifras certifican su éxito en la Liga inglesa, precedido por los que obtuvo en España con el Barça —tres veces campeón en cuatro temporadas— y en Alemania, donde el Bayern se coronó en los tres años que Guardiola dirigió al equipo. Nueve títulos en 12 años de trayectoria explican el peso de un recorrido que en términos absolutos comenzó en la temporada 2007-08, cuando se hizo cargo del Barça B, que había descendido a la Tercera División. También le salieron las cuentas con aquel joven equipo en el áspero escenario de la competición regional. El filial del Barça ganó el campeonato y la fase de ascenso a Segunda B, con 28 victorias, nueve empates y cinco derrotas.
A nadie se le escapa que Guardiola pilota los grandes portaviones del mundo porque las estadísticas son apabullantes. Funciona como un cheque al portador. Sin embargo, su carrera está presidida por otro aspecto, menos relacionado con los números que con la influencia. Aunque en el fútbol convergen toda clase de estilos y sistemas, el juego operó un cambio radical con el Barça de Guardiola. Su matemático éxito ayudó a sostener un ideario que no se atribuía a la figura del ganador.
Todavía hoy, después de completar una hoja de servicios trufada de títulos y récords, Guardiola no se ha despegado de la condición de lírico romántico que le adjudicaron sus críticos, partidarios del fútbol ferroso y atrincherado. De la eficacia, vamos. Guardiola ha volteado radicalmente ese discurso. Ha jubilado a una generación de técnicos adscritos por el periodismo a la categoría de ganadores. Más difícil resultará que el periodismo elimine esta clase de tópicos y etiquetas.
A diferencia de entrenadores como Mourinho o Simeone, que han construido su brillante trayectoria sobre la única premisa del resultado, Pep Guardiola ingresó en el mundillo con otra perspectiva. Le absorbía el modelo de juego, que en su caso consistía en dar la última vuelta de tuerca al ideario de Johan Cruyff. Su deuda con el maestro le empujó a un inagotable afán de perfeccionismo. Cruyff abrió un libro que Guardiola se mata por completar. Cada temporada, en cada equipo que ha dirigido, ha buscado soluciones a los huecos que encontraba en el recetario cruyffista. Esta obsesión permanece. No ha perdido la fiebre por afinar un modelo que ya parecía suficientemente afinado cuando abandonó el Barça en 2013. Aquel equipo alcanzó una trascendencia fundamental en la manera de interpretar el juego. Su influencia llegó hasta el reglamento, que modificó la norma para el saque con el pie de los porteros. En Inglaterra, Alemania y España, el fútbol está impregnado de conceptos implantados por Guardiola.
No hay manera de discutir su tremenda influencia en el fútbol actual. Todos le estudian, pero Guardiola mantiene su distintiva identidad. No ha perdido su febril obsesión, que hasta se podría considerar neurótica. Cuando piensa en el fútbol, juega menos contra el rival que contra los aspectos no resueltos en su propio ideario. En definitiva, Guardiola juega contra Guardiola. Y por lo visto, también gana.
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