Jesús Sánchez (Azagra, Navarra, 1964) es el último español en haber accedido al firmamento de las tres estrellas Michelin. Lo logró en 2019 desde El Cenador de Amos, un restaurante ubicado en una casona del siglo XVII en Villaverde de Pontones (Cantabria). Esa localidad de apenas 300 habitantes es hoy parte de la ruta gourmet a nivel mundial con una cocina que Sánchez califica de esencia y memoria. Es decir, que aunque aplica vanguardia al sabor de una tierra con buenos huertos, buena ganadería y surtida a capricho por el mar, lo que hace, asegura, “le gustaría a mi madre y a mis tías”. Acaba de abrir en el Hotel Villamagna de Madrid su rincón en la capital.
Pregunta. A los cocineros tres estrellas, cuando se les pregunta cuál es su cocina favorita suelen responder que la de sus madres. ¿Usted también?
Respuesta. Mi madre no era una muy buena cocinera. Hacía cuatro cositas, pero muy bien. Aun así, en el entorno, con mis tías, mi abuela, sí se cocinaba bien. Todo eso queda en tu memoria gustativa.
P. ¿Cree que ellas entenderían lo que hace usted ahora con sus propuestas vanguardistas?
R. Yo creo que sí, en nuestra cocina indagamos en la memoria, en aquellos sabores que de alguna forma nos han marcado. La entenderían, sí que la entenderían. Mi cocina se comprende bien. Hay técnica y bebe de la vanguardia, pero se entiende.
P. Habla de memoria y sabores. ¿Cuáles de estos últimos nos definen?
R. En mi caso, mucho, la huerta, el aceite. Cada país tiene una idiosincrasia culinaria que lo define: aparte de eso, el embutido, la patata, la cebolla, el ajo. Esa es la base de nuestra identidad.
P. ¿A cada país le explica su propio sofrito?
R. Desde luego, si vas a Corea, ese sofrito lleva chiles fermentados, si vas a Japón, soja. Y luego, nuestro propio sofrito evoluciona con el tiempo, cambia de generación a generación.
P. ¿Nuestro sofrito español se ha transformado en los últimos 20 años más que en 2000?
R. Antes, con el descubrimiento de América, incorporamos el tomate. Y seguimos sumando. Con el tiempo, los ingredientes son identitarios y mestizos. Esto es como el diccionario de la RAE, va incorporando términos a medida que se usan en el día a día.
P. Pero, insisto, ¿ha mutado la cocina en 20 años más que nunca?
R. Sí, probablemente. Hemos incorporado pescados crudos con mucha naturalidad, por ejemplo. Fermentados, también. La curiosidad natural de los cocineros se ha multiplicado en los últimos 20 años. Además hemos empezado a viajar más. En mi generación, al principio, el viaje se realizaba a Francia. Hoy hemos amplías los destinos: Asia, América Latina, en mi caso, sobre todo. Y no digamos los cocineros que vienen de todas partes del mundo a ver qué hacemos nosotros.
P. ¿Usted cocina con el cerebro o con el estómago?
R. Con ambos. Si te refieres a cuando cocino sin cocinar, creo que primero interviene el cerebro pero muy pronto en el proceso se cuela el estómago. Es raro, curioso. De alguna forma saboreas lo que imaginas. Pero el destino final del plato es el estómago, el camino del gusto, la sensación, marca la meta. Aunque es cierto que a veces pruebo platos de algunos en los que siento que han sido cocinados sólo con el cerebro, como si no hubieran tenido la curiosidad de probarlos.
P. En un plato de alta cocina, hoy, ¿qué prima más? ¿El discurso científico o el artístico?
R. Si me tuviese que decantar por uno, diría el artístico. Aunque debes conocer la ciencia, la técnica, para alcanzar ese grado. Pero, a mí, equiparar la cocina con el arte, me da apuro. Tengo mis reticencias.
P. ¿Por qué? ¿No es creación?
R. Por respeto a compositores, pintores, escritores… Entiendo que existen inquietudes artísticas para elaborar un plato. Pero prefiero considerar lo nuestro un oficio, una artesanía. Aunque sí, también la cocina es un modo de expresión.
P. Y usted, ¿qué expresa?
R. Esencia y memoria. La esencia de mi entorno, hoy Cantabria, con sus influencias vascas, francesas, navarras, en mí caso, por origen. Y el resorte de la memoria, que la cocina recuerde algo colectivo e íntimo y eso produzca emoción.
P. Usted empezó en El Molino, que creó Víctor Merino en Puente Arce (Cantabria). ¿Cuánto le debe la cocina de vanguardia a ese gran restaurador de los años setenta en nuestro país muero en accidente de tráfico?
R. Yo creo que muchísimo. Era inquieto, culto, sofisticado, arriesgado. Fue una pérdida demasiado prematura y en mitad de su expansión. Él nos mostró que podía llegar a existir una cocina cántabra moderna y distinta, que la podíamos crear, inventar.
P. ¿Cuándo cogió usted por primera vez una sartén y para quién?
R. Para mi padre, a raíz de una enfermedad de mi madre. Estábamos solos en casa y me salió una tortilla a la que metí guindillas o algo así. Ya más adelante me sedujo la repostería, por una pastelería a la que íbamos en Calahorra. Entraba en el obrador y me alucinaba como emborrachaban los bizcochos. Cuando en casa se quedaba algo seco, yo lo emborrachaba, hacía mis pinitos y luego lo vendía.
P. Una tercera estrella Michelin, ¿te hace plenamente feliz o comienza ahí el miedo a no perderla?
R. Recuerdo la alegría de la primera, más inconsciente. Nunca nos habíamos marcado el objetivo de las tres. Pero cuando la consigues, es algo mucho más reflexivo. Lo que se te hace más duro es satisfacer las expectativas de quien acude a tu restaurante. Estar a la altura. Eso es una presión importante, no cometer ni un fallo.
P. Le voy a hacer una pregunta muy populista. Entre el precio de los ingredientes que cuesta lo que me pone en el plato y los 300 euros que puedes acabar pagando en un restaurante de alta gama, ¿dónde está el valor que justifica la diferencia?
R. ¿Cuánto es el coste básico de un teléfono inteligente? ¿10 euros? Pues, lo mismo. Parto de la base que los restaurantes son baratos para el servicio que recibes. ¿Qué pagas? El equipo, la inversión que requiere año tras año el lugar, la creatividad y ese sentido de recibir algo único o exclusivo que te proporciona también un objeto como un teléfono de alta gama, por ejemplo. Insisto, por todo lo que recibes a cambio, es barato.
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