Tiene muchos amigos. Más de los que muchos piensan. No estamos hablando de Rusia, donde quienes son sus amigos están colocados en la cima del poder económico y político, aunque sea difícil dilucidar si son poderosos porque son sus amigos o si son sus amigos porque son poderosos. No suele haber excepción: quien deja de ser amigo, también deja de ser poderoso, y puede incluso que sea detenido por la policía, juzgado y encerrado en una mazmorra. O peor, envenenado.
Hablamos del mundo, donde también tiene muchos amigos entre los poderosos. De los cinco presidentes de Estados Unidos con los que ha tenido tratos en sus 22 años en el poder, solo de dos, Barack Obama y Joe Biden, no ha obtenido gestos de amistad. Bill Clinton, al que conoció solo al convertirse en presidente interino tras la dimisión de Borís Yeltsin, se congratuló de la elección de “un sucesor con la preparación y la capacidad para dirigir la turbulenta vida política y económica de Rusia mejor que lo podía hacer un Yeltsin enfermo”. George W. Bush le miró a los ojos “y pudo captar algo de su alma”, de forma que le consideró “directo y confiable”.
Nadie llegaría tan lejos como Donald Trump, un auténtico amigo, que tenía mayor consideración para su palabra que para la de sus propios subordinados, hasta el punto de pedir un poco de indulgencia con sus actividades criminales. “Hay muchos asesinos. ¿Piensa usted que nuestro país es inocente?”, le respondió al periodista que inquirió si Putin era uno de ellos. No fue el caso de Obama, que le calificó de mafioso de barrio en el primer volumen de sus memorias, y menos todavía de Joe Biden, que quiso desmentir tanto a Bush como a Trump, cuando le dijo directamente que no tenía alma y confirmó en una declaración pública que le considera un asesino.
Según Gerhard Schröder, el excanciller alemán, en cambio, es un “demócrata impecable”. Además de la amistad declarada, no puede esconder que le mueve el interés. Está en los consejos de Gazprom y de Rosneft y ha sido el gran patrono alemán del gaseoducto Nord Stream 2 desde que dejó la Cancillería. Nadie le supera, ni en su Partido Socialdemócrata, tan propenso a entenderse con Moscú, como en el conjunto de Alemania, donde el lobby es poderoso en el mundo empresarial y en el político, a derecha e izquierda.
Francia no se queda corta. La extrema derecha entera, Marine Le Pen y Éric Zemmour, es putinista, como sucede en Alemania. Pero también un ex primer ministro, el conservador François Fillon, que aspiró a presidente de la República y fue descabalgado por un escándalo, es su amigo personal y además miembro del consejo de Subir, la gran petroquímica rusa. Es ya cosa del pasado la estrecha sintonía entre Putin y Silvio Berlusconi, aunque sigue su estela la clase empresarial italiana, reunida con el presidente ruso en videoconferencia en el punto más álgido de la crisis de Ucrania.
Hay numerosas puertas giratorias europeas, y especialmente alemanas, que dan directamente al Kremlin. Quizás son el arma más poderosa en manos de Putin.
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