Existen diferentes intereses, tanto políticos como financieros, que están volviendo a abrir iniciativas que se habían cerrado en la transición energética. Observamos, con perplejidad, cómo la propuesta de la taxonomía verde europea, que sirve de regla para medir la idoneidad o no de las necesarias inversiones millonarias, está cediendo ante el empuje de lobbies ligados a tecnologías que poco pueden aportar, solo zancadillear, a un futuro descarbonizado y renovable. Estamos hablando del gas fósil y de la energía nuclear.
Habiendo sido aprobada la propuesta por parte de la Comisión Europea, a partir de la interpretación del laxo Reglamento (UE) 2020/852 sobre la taxonomía de inversiones sostenibles, estamos incurriendo en un error tan grave como histórico al catalogar a ambas tecnologías como verdes y sostenibles. Todavía tenemos cuatro meses, durante la votación del Parlamento Europeo, para ser coherentes con la Europa que necesitamos. El objetivo del Reglamento es el de guiar a los bancos, los grupos de inversores y las compañías de seguros en la identificación de actividades y tecnologías respetuosas con el clima y el medio ambiente de acuerdo con el cumplimiento del Acuerdo de París. Por tanto, la flexibilización y la desvirtuación de su aplicación, nos llevará a inversiones millonarias en nuevos activos que quedarán varados antes de finalizar su vida útil, retrasando el despliegue imprescindible de las energías renovables y sus tecnologías complementarias (eficiencia, almacenamiento y gestión de la demanda). Sabemos que, indudablemente, el futuro, sin hipotecarlo, es renovable y con la ciudadanía en el centro, pero si la taxonomía se convierte en una licencia para el greenwashing de tecnologías como el gas fósil y la nuclear lastrará, o incluso impedirá, conseguir la meta en beneficio de toda la sociedad.
Es un hecho demostrable que ningún inversor privado tiene en sus planes estratégicos la proyección de desarrollar una central nuclear que no esté amparada en un precio fijo de largo plazo y en la exención de responsabilidades, tanto económicas como jurídicas, respecto a los residuos y al desmantelamiento. Razones no les faltan; solo hay que ver los intentos fallidos de los últimos años. El reactor nuclear de Flamanville III, en Francia, que se empezó a construir en 2007, tiene ya un coste de 19.100 millones de euros, cuando el presupuesto inicial era de 3.400 millones de euros, o, lo que es lo mismo, 5,6 veces mayor. Y no es el único ejemplo: la central Hinkley Point C, en el Reino Unido, iniciada en 2010 y todavía en construcción, multiplica ya por dos la inversión inicialmente prevista, para la que se exigía en el proyecto un precio garantizado de 106 euros por MWh generado.
Los números más optimistas establecen un precio objetivo que nunca bajaría de los 100 euros por MWh, extremadamente alto si se compara con los resultados de las subastas de energía renovable en España, de 31,65 euros por MWh para la tecnología fotovoltaica y de 30,18 euros para la eólica.
La construcción de una nueva central nuclear, que requiere de media de 10 a 15 años, con una vida útil proyectada de 50 años, supondría operar un reactor hasta 2090, lo que implicaría tener que gestionar los nuevos residuos de alta actividad que se generarían más allá del año 2100. Adicionalmente, desde 2021 el coste de los residuos de las centrales, en el caso de España, según el sexto Plan General de Residuos Radioactivos y el informe anual de 2020 de Enresa, alcanzará los 15.195 millones de euros, muy por encima de lo recaudable. Además, hay que tener en cuenta el riesgo de seguridad durante su operación, el poder ser objetivo de ciberataques o ataques terroristas o militares que podrían poner en riesgo la vida de millones de personas, en un entorno de máxima opacidad respecto a la información disponible.
La Comisión Europea quiere mirar para otro lado y no reconocer ahora el freno que supone en los planes de descarbonización el gas fósil como foco de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). La labor del lobby gasista está generando una capa envolvente de greenwashing para todo lo que se relacione con el gas y crear así una confusión en torno a las prioridades. Por ejemplo, comprobamos cómo nos venden como refugio ideal la generación de hidrógeno con gas (hidrógeno gris), poniendo la etiqueta de sostenible, cuando el único hidrógeno realmente sostenible (el verde) es aquel que se genera a través de electrólisis con electricidad procedente de energías renovables. Y esto pese a que estamos hablando de que el metano (CH4) es un combustible fósil, causante del cambio climático que necesitamos eliminar al ser un gas con un potencial de calentamiento global 87 veces mayor que el dióxido de carbono (CO₂).
El gas es un heredero del sistema energético que tenemos que cambiar con urgencia. En España, en 2021 se consumieron 378 TWh de gas fósil, un 5% más que en 2020 y su aprovisionamiento tiene un nivel de dependencia geoestratégica elevado, potenciando nuestra vulnerabilidad ante fluctuaciones de la oferta en terceros países. Según Enagas, importamos el 99% del gas que consumimos con un origen mayoritario en países con prácticas comerciales y democráticas no aceptables.
Reducir nuestra dependencia energética es uno de los principales retos de cara a la próxima década. De hecho, es el principal causante del encarecimiento de los precios de la electricidad, como señaló el Banco de España, con el lastre económico que eso supone para toda la ciudadanía y las familias más vulnerables, siendo además un freno a la electrificación de la demanda. El precio del Mercado Ibérico del Gas (Mibgas) rondó los 90 euros por MWh, alcanzando algunas semanas del segundo semestre de 2021 los 100 euros, disparando los precios de la electricidad hasta más allá de los 250 euros por MWh, junto con los costes del CO₂.
Teniendo en consideración estos argumentos, ya de sobra conocidos y ocultados a propósito para revivir energías que a lo que aspiran es a servir de respaldo transitorio a la expansión de las renovables, es incomprensible que la Comisión Europea proponga incluir a la nuclear y al gas como nuevas inversiones sostenibles. Sin serlo, además tienen un fuerte componente de concentración empresarial, lo que se desliga de la búsqueda imprescindible de una democratización de la energía, en la que las renovables y la eficiencia energética tienen mucho que decir.
Las renovables, la eficiencia y el ahorro son los pilares del modelo energético futuro, modelo que debe ser socialmente inclusivo, fomentando prácticas como el autoconsumo, en todas sus configuraciones y grados de libertad, y la generación distribuida. Necesitamos eliminar las restricciones y ampliar los objetivos. El carácter modular es fundamental para hacer partícipe a la ciudadanía de la transición energética.
Tenemos la obligación, por respeto al medio ambiente y a las generaciones futuras, de trabajar para mantener los objetivos de descarbonización y de evitar generar residuos radiactivos. La propuesta de la Comisión Europea, motivada exclusivamente por intereses económicos empresariales, conlleva romper con la senda del progreso tecnológico y de democratización energética que habíamos iniciado.
Si tenemos en cuenta las diferentes tecnologías, el fomento de su instalación con las mínimas restricciones, los costes, las potenciales coberturas de la demanda y los errores aprendidos del pasado, no cabe ninguna duda de que la taxonomía verde debe apostar todo a las renovables, el ahorro y la eficiencia energética. Gana el planeta, ganamos las personas.
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