La nueva subida del salario mínimo (SMI), hasta los 1.000 euros en 14 pagas, beneficiará a 1,8 millones de trabajadores. Son múltiples las razones sociales, políticas y económicas que avalan esta decisión, pero la primera de todas es aplastante: son los peor pagados. El aumento es socialmente equitativo cuando ya se ha recompuesto el grueso de los márgenes empresariales, los sueldos de los altos ejecutivos no dejan de crecer, los convenios consagran alzas consistentes aunque moderadas y se han disparado otras rentas, como los dividendos bancarios. También es coherente con la estrategia de equilibrar la situación de los peor retribuidos, en el intento de cerrar la brecha social abierta tras las dos grandes crisis económicas del siglo. Por primera vez en muchos años, el objetivo de lograr que recuperación económica y recuperación social vayan de la mano no es una quimera.
Con la vista puesta en el largo plazo destaca una doble ventaja. Por un lado, modula un nuevo y deseable modelo socioeconómico que supere el esquema basado en salarios bajos, precarios e inestables, para acercarse al sistema de la Europa nórdica, con sueldos dignos, alta profesionalización y crecimiento exponencial de la productividad. Por otra parte, la evidencia científica indica que la mayor capacidad adquisitiva de las rentas inferiores incrementa el consumo de forma más acusada que la de las superiores porque se concentra en adquirir bienes básicos y favorece, por tanto, el crecimiento de la demanda y del PIB. Era, en cualquier caso, uno de los grandes compromisos del Gobierno y su ejecución no pilla desprevenido a nadie, pues estaba secuencialmente pautado, y ayuda a recolocar a España en el lugar que le corresponde en el ranking de países de la UE (todavía, en la actualidad, el séptimo).
El alza de 35 euros mensuales sobre los actuales 965 supone un 3,6%, cifra ligeramente superior a la inflación media de 2021 (3,1%) y a muchos de los convenios en renovación, e inferior a la inflación interanual, del 6,5%, que también se está implantando en algunas empresas. La prudencia del alza no genera temores por su impacto macroeconómico ni desata una espiral que pudiera conducir a que los precios esterilicen el alza de los ingresos, neutralizando el propósito de mejorar la capacidad adquisitiva de los más débiles.
Entre los efectos negativos que pudiera tener la subida del SMI está el impacto en el decrecimiento del empleo en algún sector productivo. Al encarecer los costes laborales puede provocar despidos o desincentivar nuevas contrataciones, aunque ese riesgo no llega a casar con los desorbitados lamentos de alguna patronal. Globalmente, en un contexto de fortísimo aumento de empleo —previsiblemente sostenido en los dos próximos años—, parece descartable cualquier perjuicio mayor. En cambio, es probable algún impacto en sectores muy concretos, como la agricultura o algunos servicios. Conviene compensarlo con acciones públicas formativas y de mejora de la competitividad para rebajar la posible inquietud. La aplicación de experiencias piloto en espacios acotados y verificables, como el de una provincia o una comunidad autónoma pequeña, podrían ser útiles antes de proceder a ningún nuevo aumento, a la vez que se regulan medidas compensatorias en los sectores más sensibles a un potencial efecto negativo del aumento.
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