En apenas dos meses desde que comenzara el año, el ciudadano medio, lo que viene en llamarse la gente de la calle, ha podido comprobar que la política no es en realidad sino una rama de la psiquiatría. En las relaciones internacionales como en las disputas internas de muchos países, hemos asistido a tal cúmulo de comportamientos psicóticos, que hay que convenir en que el deterioro de la salud mental es cada vez más visible entre las clases dirigentes. Algunos expertos aseguran que las decisiones tomadas por Vladímir Putin en la crisis de Ucrania son consecuencia del prolongado aislamiento en el que estuvo durante la covid. Al parecer permaneció encerrado durante meses, despachando exclusivamente de manera virtual, un método de socialización obviamente no satisfactorio. Ignoro, en cambio, cuáles sean las causas del acaloramiento de Joe Biden y su Administración, que nos vienen anunciando y preparando la próxima guerra mundial, ante la palpable indiferencia de las poblaciones que habríamos de sufrirla.
No cabe duda de que la pandemia ha afectado al equilibrio emocional de muchos próceres. Respecto a los brotes espasmódicos en el Parlamento español, desde el atribulado voto del señor Casero hasta las luchas fratricidas en la derecha, no sé si inscribirlos en la lista de espera de los manicomios o en el minutado de la televisión basura. En cambio, el caso del Gobierno presenta síntomas distintos aunque la patología sea similar. En La Moncloa reina la afasia comunicativa, repleta de generalidades insulsas y abusos del lenguaje políticamente correcto. Ignoro si eso denota un cuadro de algún tipo de disfunción intelectual.
El deterioro cognitivo y procedimental afecta a todos los sectores, pero es especialmente llamativo y dañoso para la política exterior. Junto a la crisis de Ucrania, en donde el ninguneo de la Casa Blanca ha vuelto a evidenciarse, las relaciones con México y Marruecos, países icónicos de nuestra historia común, lejos de regularizarse empeoran. Desciende en su conjunto nuestra influencia en América Latina, donde las derivas electorales amenazan la estabilidad política y los intereses de miles de empresas españolas. De modo que de los tres puntos esenciales para la cancillería, Unión Europea, América Latina y el Magreb, solo es coherente con nuestros empeños y obligaciones la atención al primero de ellos, por más que la propia UE no viva sus mejores momentos.
La presencia en Latinoamérica se vio reforzada y amparada durante los años de la Transición. España potenció la unidad cultural iberoamericana, basada en el idioma castellano; cooperó activamente para poner fin a las dictaduras militares de la región; contribuyó a la modernización política y al desarrollo económico. Hoy es así el segundo inversor extranjero directo en Latinoamérica, con cientos de miles de millones de euros, y solo superado por Estados Unidos. También Latinoamérica es el área de donde proceden las mayores inversiones directas en España después de la Unión Europea. Este ha sido un esfuerzo protagonizado por la sociedad civil y amparado desde los gobiernos de Felipe González y Jose María Aznar con el patrocinio e impulso de la Corona. Brasil y México son los principales destinos de la inversión española, pero también Colombia, Perú, Argentina o Chile. Ahora la historia de la colonización del continente se ve de nuevo asaltada por las reivindicaciones de las minorías indígenas que derriban estatuas de Colón, Pizarro o Hernán Cortés al hilo de la histeria iconoclasta de los pueblos. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en un arrebato nacionalista muy a la moda, solicitó al Rey de España y al Papa de Roma que expresaran en una carta a él dirigida su pesar por los excesos cometidos durante la conquista contra las poblaciones indígenas. Los nacionalismos son, sin embargo, de ida y vuelta. El envío del presidente quedó sin respuesta y la ausencia de la misma se convirtió en agravio. Hubiera sido más prudente imitar la actitud de Francisco, o la más reciente del primer ministro holandés, que acaba de presentar “profundas excusas” por la violencia sistémica del Ejército de su país contra los independentistas indonesios. Como el pedido de AMLO a Felipe VI se trataba de una declaración que afectaba a la política internacional es obvio que la decisión de guardar silencio es atribuible a la arrogancia diplomática del Gobierno. Pero pedir perdón es un rito inofensivo e incruento, que es absurdo rechazar si de hacerlo pueden derivarse innecesarios males. La crisis se ha agravado con la sugerencia mexicana de establecer una pausa en las relaciones entre los dos países, cosa tan incomprensible como difícil de imaginar, y con las amenazas a las empresas españolas allí radicadas. Tales exabruptos se parecen demasiado a algunas bravuconadas de Nicolás Maduro, y no son propias del presidente de una democracia. Pero los consejeros de muchas empresas del Ibex saben también que el comportamiento de sus directivos en aquellos países no ha sido siempre ejemplar.
Mientras estas cosas suceden allende el océano, sigue sin normalizarse la situación con nuestros vecinos marroquíes, después de que Rabat llamara a consultas a su embajadora hace ya casi un año. La atención médica prestada en La Rioja al jefe del Frente Polisario, que entró en España de forma clandestina e irregular tras haber declarado su regreso a la lucha armada, fue el detonador de un conflicto, agravado tras los incidentes en la frontera de Ceuta. No hay que ser diplomado en estrategia para saber que la principal obligación de un Ministerio de Asuntos Exteriores es llevarse bien con los vecinos, por incómodos que le parezcan. Además, Marruecos no lo es, salvo para quienes exhiben atávicos prejuicios ideológicos de todo género. Más de un millón de sus nacionales habitan en España, y cientos de miles trabajan aquí. Su contribución resulta imprescindible para amplios sectores de la economía, incluidos los servicios de ayuda a familias y dependientes. España ha sido incapaz durante décadas de cumplir con sus obligaciones respecto al Sahara Occidental, ahora reconocido por Estados Unidos como parte integrante del territorio marroquí. Protestamos por el muro de Donald Trump con México, pero mantenemos nuestras vallas de la vergüenza que rodean Ceuta y Melilla, ciudades improbablemente protegidas por la OTAN. Dependemos de la estrecha y leal colaboración con los servicios secretos marroquíes para combatir el terrorismo yihadista en la Península, que ha causado cientos de víctimas entre nuestros ciudadanos. Por si fuera poco, cerca de 2.000 empresas españolas están instaladas en el país vecino y más de 20.000 son exportadoras al mismo. Nuestro fracaso actual en las relaciones con Marruecos complica además las que mantenemos con Argelia, principal proveedor de gas natural, al tiempo que cercano al Kremlin en las decisiones comerciales sobre el mismo.
La incompetencia en la gestión de nuestra política exterior no responde a un episodio psicótico; es una disfuncionalidad permanente de este Gobierno, y ya se encargó el titular del ministerio de aclarar que ese es territorio reservado a la Presidencia. La crisis de Ucrania, sobre la que apenas tampoco se nos ha contado nada que no fueran obviedades, ha enfatizado nuestras carencias. Pero comparada con el ayusazo no es cuestión atractiva para el Sálvame de turno. De modo que ni diputados ni tertulianos parecen muy interesados en el tema, a menos que acabe por llevarnos a cuidados intensivos. Entonces ya será tarde.
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