Hubo un tiempo que ni los más viejos del lugar recuerdan en que los partidos políticos representaban unas ideas sobre la sociedad. Cuanto más radicales eran esos partidos, más precisas eran sus ideas. Las de los partidos grandes eran más generales y abiertas, pero claras. A sus votantes no se les exigía erudición doctrinal y a la mayoría se les escapaban los matices que distinguen a un socialista de un socialdemócrata, o a un conservador clásico de un liberal, pero sabían quién representaba mejor la sociedad que preferían.
Las peleas internas de cada partido iban sobre despachos y sillones, pero se planteaban en una base ideológica: unos dirigentes luchaban por imponer su visión del mundo a otros, y recababan apoyos entre quienes pensaban parecido. Esto es insólito para los españoles del siglo XXI, que contemplan el apuñalamiento y la cacería cruenta de los dirigentes del PP sin saber qué ideas están en conflicto ni por qué unos se alían con otros. ¿Es una pelea entre conservadores y liberales o entre cristianodemócratas y laicos? Aquí nadie sabe quién defiende qué. Dicen que Ayuso y Feijóo representan los dos extremos, y ciertamente han hecho cosas muy distintas en los gobiernos de Madrid y Galicia, pero sus diferencias son de estrategia y de pose. Una plantea una puesta en escena melodramática y populista, y el otro, sobria y hacendosa. La única virtud de ambos es que saben mantenerse en su papel, al contrario que Casado, que unos días se viste de Trump y otros, de Churchill, sin que le caiga bien ninguno de los dos disfraces. Su caída se debe a su inconsistencia como actor, no al texto que recita.
Esto no va de traiciones, de amigos que se enemistan, de barones oportunistas en busca de una sombra a la que arrimarse o de líderes amortizados que aprovechan para hacer leña del Casado caído. La crisis no es del PP, sino de un sistema de partidos planteados como parásitos del poder, cuyo único fin es acumularlo y mantenerlo, sin importar para qué. De eso se alimentan los extremos populistas. En Francia, la suma del voto antisistema de extrema derecha y extrema izquierda (Le Pen, Zemmour y Mélenchon) oscila entre un 39% y un 45%, según los últimos sondeos. Sin partidos grandes democráticos y entregados al liderazgo carismático de un Macron que también presume de no ser muy ideológico, los ciudadanos abrazan a quienes sí parecen dispuestos a partirse la cara por unas ideas, aunque estas no sean más que cuatro gritos desafinados. @sergiodelmolino
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