Pasé la última campaña electoral estadounidense zapeando entre CNN y NBC hasta que se confirmó la victoria de Biden. A partir de ahí, me anclé a Fox News. La satisfacción de ver a la primera potencia mundial recuperar el oremus no me saciaba, necesitaba aderezarla con la desdicha de los que a base de fake news habían entronizado a Trump, ese carro de Juggernaut capaz de destrozar hasta a sus devotos, como demostró semanas después la turba capitolina.
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Cuando este domingo otra turba, también envuelta en pieles, pero no de bisonte, sino de marta cibelina, se desparramó por Génova, me arrellané ante El ToroTV, los únicos que cubrían el escrache con más laca por metro cuadrado de la historia de España. Desde que se montó la zapatiesta popular pivoto entre ellos y 13TV. Se me va el día viéndoles rascarse la cabeza estupefactos, obligados a elegir bando antes de saber quién iba a ser el caballo ganador —y subvencionador— y a vituperar a quienes antes ensalzaban entre anuncios de mesones y promociones de tintorro.
Este alegrarse del mal ajeno es lo que los alemanes llaman schadenfreude y, según estudios de la Universidad Emory, —que he buscado arduamente para justificarme— cuenta entre sus detonantes con “la preocupación por la justicia social y la sensación de que alguien que ha sufrido un mal recibe lo que le corresponde”, el primo lejano y distinguido del vulgar regodeo que me lleva a sintonizar Rac1 cuando el Barça tiene una mala tarde. O sea, que es legítimo disfrutar la debacle de quienes se han obstinado en paralizar todos los avances sociales de los gobiernos progresistas y son capaces hasta de oponerse a que sea ilegal mutilarle el rabo a un perro. Cómo no mondarme de quienes tienen tamaños dislates en su debe. Hasta herniarme.
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