Un grupo de personas sostiene pancartas contra Vladímir Putin en una concentración ante la embajada rusa en Madrid, este jueves.

Sanciones contra Rusia: el gran malentendido

Un grupo de personas sostiene pancartas contra Vladímir Putin en una concentración ante la embajada rusa en Madrid, este jueves.
Un grupo de personas sostiene pancartas contra Vladímir Putin en una concentración ante la embajada rusa en Madrid, este jueves.Ricardo Rubio (Europa Press)

Pocas horas tras el anuncio este lunes del reconocimiento de los territorios separatistas de Donetsk y Lugansk por parte de Rusia, la Unión Europea anunciaba un paquete de sanciones contra Rusia, cuya adopción formal como legislación europea tuvo lugar solo un día más tarde. Este anuncio fue coordinado no solo con Washington, sino también con los socios de ambos, Canadá y Reino Unido, y Australia y Japón no tardaron en unirse. La inusual celeridad con la que la Unión Europea ha acordado su paquete de sanciones en respuesta al reconocimiento de los territorios separatistas —recordemos que tardó semanas en aprobar sanciones tras el fraude electoral de las presidenciales bielorrusas de 2020— tiene poco de sorprendente. Está reaccionando a un movimiento anunciado, cosa que le ha permitido suficiente tiempo para coordinarse no solo internamente, sino también en el marco del G-7. Las medidas adoptadas por los socios occidentales no coinciden por completo entre ellas. Sin embargo, el denominador común es una indudable apuesta por sanciones de naturaleza financiera, las medidas que están más a la moda en razón de su versatilidad y eficacia.

Por otro lado, la habitual tónica de unas sanciones estadounidenses que superan en alcance a las versiones europeas se repite en esta primera ronda. Sin embargo, la divergencia en términos de severidad entre las medidas promulgadas a ambos lados del Atlántico es menor en esta ocasión que en casos precedentes; de hecho, los paquetes anunciados se caracterizan por su timidez, que contrasta con la gravedad de la violación del orden internacional. Tras el inicio de la invasión esta madrugada, se multiplican las voces que reclaman un incremento drástico de las sanciones, esperando que su intensificación inflija un daño económico sustancial capaz de influir en los cálculos del Kremlin.

Tanto la crítica a la timidez de las sanciones como la pretensión de una rápida intensificación, si bien ineludible políticamente, se basa en una percepción errónea sobre qué son y cómo se emplean las sanciones internacionales, así como de cuál es su potencial para alterar el comportamiento de los afectados. Las sanciones se emplean para proporcionar un incentivo a los receptores. Ante una sanción o una amenaza de sanciones, los receptores cuentan con un incentivo para buscar un acuerdo con el emisor. A ello se ven movidos no solo por el daño que les inflija la medida impuesta, sino por temor a sanciones de mayor envergadura que puedan seguirle.

A la perspectiva de desventajas económicas —o de restricción de movimiento— se une la de estigmatización que conlleva la inclusión en una lista negra y, posiblemente, la del aislamiento que conlleva ese estigma al disuadir a antiguos socios de mantener contacto con los designados. Desde esta óptica, una ronda inicial de sanciones debe ser modesta en su alcance para permitir una escalada en caso de que la situación no mejore, y al mismo tiempo incluir medidas fácilmente reversibles que persuadan al interlocutor de que son susceptibles de eliminación en caso de que coopere. Imponer sanciones de máxima intensidad dejan al afectado sin incentivo para flexibilizar su posición al tiempo que privan al emisor de la posibilidad de aumentar la presión.

Con todo, las perspectivas de las sanciones europeas —y occidentales— están lejos de ser halagüeñas, si bien esto no se debe, en primera instancia, a la falta de severidad de las medidas adoptadas. Por el contrario, los problemas se hallan en dos aspectos fundamentales que se ven a menudo olvidados. El primero de ellos consiste en que la eficacia de las sanciones en cualquier Estado destinatario se ve condicionado por la manera en la que afecta a actores clave dentro de la sociedad, y lo que es más importante, por cómo estos manipulan e instrumentalizan las sanciones. Existen casos en los que las fuerzas opositoras han sido capaces de aprovechar las sanciones externas para utilizarlas como baza negociadora en su interacción con las autoridades a las que se enfrentan.

En otras ocasiones, son los gobiernos bajo sanciones los que, aprovechando su monopolio sobre los medios de comunicación, las presentan a la opinión como un ataque externo al conjunto del país, con el objetivo de incrementar la cohesión nacional y el apoyo al gobierno. En el caso de Rusia, el discurso oficial juega con esa baza: explica las sanciones como una agresión occidental que pretende socavar al país precisamente cuando está recuperando su perdido esplendor y se aplica en proteger a sus minorías en tierra hostil. Desde esta perspectiva, las sanciones occidentales no solo no perturban sus planes, sino que los alimentan.

El segundo factor que no augura éxito a las sanciones es la inadecuación de la velocidad con la que operan y la situación sobre la que se aplican: se trata de un instrumento que despliega sus efectos de medio a largo plazo, mientras que las acciones que pretenden prevenir o mitigar se desarrollan, por su carácter militar, con gran celeridad. Cuando los efectos de las sanciones comiencen a hacerse sentir, a la ofensiva rusa puede quedarle muy poco territorio ucraniano por cubrir.

Por último, cabe resaltar que, en esta ocasión como en tantas otras, los observadores occidentales están cometiendo el mismo error que han repetido tantas y tantas veces: el de tratar a las sanciones como si constituyesen una política en su propio derecho, interrogándose sobre su eficacia en alcanzar las metas deseadas. Se trata de un mero instrumento, con escasa posibilidad de conseguir objetivo alguno en ausencia de una estrategia que combine otros componentes como mediación, medios diplomáticos, cooperación o asistencia, y que reconozca el modo y el momento óptimo para emplearlos. En su ausencia, es inútil esperar que las sanciones funcionen. En su lugar, deberíamos estar preguntando a los líderes occidentales —los nuestros incluidos— sobre la estrategia que prevén poner en marcha y sobre el rol que deben desempeñar las sanciones en ella.

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