Acabamos de vivir a distinta escala dos lecciones prácticas sobre la naturaleza de los límites del poder. A escala geopolítica, cómo se conduce el irrestricto poder del “sátrapa” Putin, el nuevo Atila que pretende sojuzgar toda la llanura interior del escudo continental europeo. Y a escala doméstica, cómo se pierde todo el poder orgánico que ejercía el tándem Casado-Egea sobre el PP. Un poder que siempre es relativo, por absoluto que sea su estatuto, pues no se basa en la fuerza que se posea sino en las relaciones de poder (la correlación de fuerzas) que le vinculan a los demás contrapoderes internos y externos.
La agresión contra Ucrania ha sido otra crónica de una invasión anunciada, como en el precedente caso de la agresión contra Irak. Pero en esta ocasión los papeles están invertidos. Si entonces el agredido era el dictador y las agresoras las democracias imperialistas, ahora ocurre al revés: el agresor es el sátrapa y las agredidas las débiles democracias de su glacis fronterizo, con Ucrania como víctima propiciatoria. Pero a diferencia de 2003, cuando el poder de las democracias invasoras estaba limitado por sus opiniones públicas y por la oposición de las democracias continentales europeas, ahora el poder de Putin no se enfrenta a más límites que los ofrecidos por la resistencia ucraniana. En este caso las democracias no pueden oponer a Putin más resistencia que la económica, pues toda resistencia bélica está excluida por las múltiples limitaciones de todo poder democrático, que está atado de pies y manos por el imperio de la ley, el Estado de derecho, la división de poderes y la opinión pública de sus electores informados por una prensa plural y libre. Límites que no afectan al poder de Putin.
En cambio, todos los poderes estatutarios de que disponía el tándem Casado-Egea han sido incapaces de impedir la rebelión colectiva de los poderes intermedios de su organigrama (pues las bases de afiliados poco podían hacer, más allá de sumarse al escrache ayusista contra Génova), que con el estímulo de su prensa afín lograron defenestrar al casadismo en sólo cuatro días. Pero el ariete del poder que ha derribado las defensas de Casado y Egea no han sido esta vez los límites formales de su poder orgánico sino otra clase de limitaciones informales y oficiosas mucho más certeras y eficaces. Ante todo, la astucia maquiavélica de Ayuso, que al saberse investigada por la contraloría interna de su partido, ante las fundadas sospechas de corrupción, le dio la vuelta al proceso tomando la iniciativa de acusar a su vez a su controlador. Y como la mejor defensa es un ataque, eso le permitió invertir el encuadre de su proceso, pasando de ser acusada a ejercer como acusadora ofendida a fuer de víctima inocente. Un encuadre que por añadidura encubría las sospechas de corrupción con la manta de la omertà, logrando que todos los afectados se sumasen como fichas de dominó a un Fuenteovejuna que pedía a coro la cabeza de Casado y Egea como chivos expiatorios. Un Fuenteovejuna análogo al que hoy corea el planeta entero contra el genocidio de Putin.
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