Un verano, para desmentir la sociopatía que me atribuyen los míos, hice pandi con las doñas de la piscina de una urba de playa. A la caída de la tarde, aburridísimas esperando a que bajara la calorina y emperifollarnos para cenar fuera, pasábamos revista a las tropas. A los tíos, a las tías, a los viejos, a los críos y a toda persona, animal o cosa a vista de pájaras. Un día, engolfadas desollando a una familia musulmana nueva en la plaza, tan solvente como para pagar el pastizal de la quincena, va una y suelta: “Qué pena, las niñas, tan monas, pero no son como nosotros”. “¿Y cómo somos nosotros?”, inquirí, con malísima baba. “Pues nosotros”, contestó, alzando más la ceja izada a base de bótox. Callé porque perdía mi turno en la ducha de casa, pero desde entonces el corrillo hizo aguas.
Ese “nosotros” nos retrata mejor que el CIS de cualquier Gobierno. Los españoles no somos racistas, ni clasistas, ni xenófobos, ni insolidarios si nos preguntan. Pero, en el fondo de las tripas, nosotros somos nosotros y ellos, ellos. Por eso nos conmueve tantísimo ver estos días a los niños ucranios en la tele. Porque son los inocentes entre los inocentes de una guerra, sí. Pero, sobre todo, porque son como nuestros hijos. Con sus chupetes, sus peluches, sus pantallitas, sus mascarillas XS. Tan blancos, tan rubios, tan monísimos con sus plumas de colorines y sus gorritos de pompones, tan formalitos, tan sin sacar los pies del canon. Por eso nos tocan la fibra y no se nos olvidan. Hemos visto, seguimos viendo, a otros niños tan víctimas, tan refugiados, tan inocentes como ellos. Pero son distintos y, tocándonos, no nos tocan tanto. “Somos como vosotros”, nos exhortó el martes Zelenski con su camiseta sudada y su barba de seis días de guerra, pidiendo ayuda a los padres de la patria europea. Más allá de a la geopolítica, a los intereses comerciales y a los botones nucleares, el presidente ucranio apelaba a esa vena nuestra tan noble y tan perversa. Y nosotros entendimos.
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