Cuando en otoño de 1999 inicié mi mandato como comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, acababa de empezar la que sería la segunda guerra de Chechenia.
Un enfrentamiento armado provocado por un grupo de chechenos, al mando de un fanático como Shamil Basayev, acompañado de milicias islamistas, que invadieron la vecina república de Daguestán, y proclamaron el objetivo último de establecer un califato del Cáucaso.
Una locura que, además de dar al traste con los esfuerzos de los más moderados, de construir una República Chechena en paz, permitió al ejército ruso tomarse una cruel y sangrienta revancha, por la humillación de la primera guerra, perdida bajo el mandato de Boris Yeltsin. Y al recién llegado presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin, forjarse una imagen de gobernante duro e implacable, que reivindicaba el honor nacional mancillado. En esos tiempos empezó a forjarse el presidente que es hoy, un presidente de guerra, que desprecia a los gobernantes débiles de Occidente y parece solo creer en la fuerza como medio para alcanzar objetivos que se fija como gobernante.
Con aquel recién llegado presidente Putin fue con el que tuve que tratar durante aquellos años de guerra y posguerra. Fueron varias largas conversaciones que me permitieron vislumbrar que, debajo de aquella frialdad con la que me escuchaba relatarle las brutalidades del Ejército ruso en tierra chechena y la necesidad de poner fin a aquella barbarie y hacer justicia a los crímenes contra la población indefensa, aún valoraba la utilidad de hacer algunos gestos, en línea con lo que se le solicitaba, aunque fuese por puros motivos tácticos.
Recuerdo que, a la vuelta de una de aquellas visitas a la república chechena, me recibió en la famosa mesa alargada, pero esta vez frente a frente y, en un aparte, ya sin los micrófonos que grababan toda la conversación. Le dije que tenía que poner fin a las barbaridades que cometía su ejército en Chechenia, al reprimir cualquier atentado, con el inmediato bombardeo indiscriminado de una población en la montaña o donde fuere. Creando más víctimas y odio.
Me escuchó atentamente y me respondió que él no tenía otro ejército, pero que se comprometía a sacarlo de la primera línea en dos meses y entregar esa responsabilidad de velar por la seguridad general a los hombres de Ramzán Kadirov. Conociendo la brutalidad y crueldad de estas unidades chechenas fieles a Rusia, le pregunté si se fiaba de ellos para terminar con estos abusos, y me respondió tajante que él nunca se fiaba de nadie.
Cumplió su palabra y terminaron los bombardeos indiscriminados, pero se reforzó el poder de Kadirov, y su dictadura en Chechenia. Hoy utiliza las fuerzas a sus órdenes para atemorizar a los ucranianos. Como un arma en parte psicológica, por su conocida crueldad y violencia.
Aquel presidente Putin de hace más de 20 años aún escuchaba y mantenía un espacio para el diálogo. También estaba rodeado de personas con otro talante, como el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Ígor Ivánov, antiguo embajador en España, hábil y fino negociador, respetuoso con sus interlocutores, sin utilizar nunca lenguaje de matón. O Vladímir Lukin, exembajador en Estados Unidos con Yeltsin y comisario para los Derechos Humanos, con el que tanto trabajé y me ayudó. Personas moderadas y con hilo directo con el Kremlin. Hoy esto es historia. El presidente parece estar rodeado solo de aduladores, que le dicen lo que quiere oír, halcones militares y los oligarcas que se han enriquecido con él.
He de reconocer que conmigo fue muy correcto en las formas y duro en el fondo (nunca accedió a mi solicitud de derogación de la pena de muerte, aunque mantuvo la moratoria), pero permitió conversaciones informales de paz en Estrasburgo, la puesta en marcha de un Defensor del Pueblo “de guerra”, para recibir e investigar denuncias sobre desapariciones o violaciones de derechos humanos, o dio su conformidad a que se iniciase la búsqueda de los desaparecidos de ambos bandos, su identificación y entrega a las familias, con el apoyo de la Unión Europea. Operación que abortaría el secretario general del Consejo de Europa, a poco de terminar mi mandato.
Accedió a otras varias recomendaciones que le hice. Pero no es menos cierto que, a lo largo de aquellas extensas conversaciones, se podía percibir a una persona profundamente dolida con Occidente y lo que él llamaba su incomprensión para con Rusia, al menos para con su visión de Rusia. Con un arraigado pensamiento nacionalista, añorando una Rusia fuerte y respetada en el mundo, como en la época soviética.
Y desde luego, muy lejos de compartir los valores democráticos que caracterizan a Europa y que representa el Consejo de Europa, del que la Federación de Rusia era miembro. Toda una contradicción. La última declaración conjunta con China deja ya clara su creencia en otro tipo de valores que, desde luego, no giran en torno al humanismo, ni al respeto de la dignidad de las personas, la libertad, el Estado de derecho y el respeto de los derechos humanos que caracteriza nuestro modelo de sociedad democrática europea.
Pero aquel presidente que conocí y con el que negocié ya no existe. Los que, en torno a él, buscaban la paz y la consolidación de una mínima democracia han sido barridos.
Con el tiempo hemos podido constatar una deriva autoritaria sin disimulos, persiguiendo a quienes le hacían oposición política, disolviendo a organizaciones civiles que le eran incómodas, sobre todo aquellas que trabajaban con instituciones occidentales o recibían fondos de ellas. La última en sucumbir a esta política totalitaria ha sido la histórica Memorial. Le precedió la entonces Escuela de Estudios Políticos de Moscú, que desarrollaba un extraordinario trabajo de formación de miles de jóvenes en la democracia, con el apoyo del Consejo de Europa y la Unión Europea, y con la que siempre he colaborado, que ha sido cerrada y su dirección exilada en Lituania.
La justicia es un aparato institucional cuya independencia brilla por su ausencia. El Parlamento, un juguete en las manos del partido único. Los medios de comunicación oficiales lo dominan todo. Los pocos independientes que quedaban los ha cerrado y perseguido penalmente a los periodistas, con una ley que una Duma servil ha aprobado en 24 horas.
Radio ECO de Moscú, a la que tantas veces fui para hablar de la situación de derechos humanos en Rusia y en especial en Chechenia, acaba de ser cerrada. Era la última voz interna de información en libertad. Como en la época soviética, que el presidente admira, no se admite la disidencia y la verdad oficial es la única que se transmite al pueblo. En suma, hoy Rusia se desliza hacia una dictadura, pura y dura.
Pero también en eso se equivoca Putin. Hoy existe un mundo paralelo de canales de información, prácticamente incontrolable. Y por mucho que intente intoxicar a su pueblo, se sabrá la verdad sobre esta agresión a Ucrania, sobre esta guerra imperialista, y violadora del orden internacional. Cierto que no es la única ilegal a la que hemos asistido en los últimos tiempos, pero no por ello resulta menos condenable.
De otra parte, ha conseguido que la Unión Europea dé un paso de gigante, con todas las medidas adoptadas para afrontar esta agresión a un país europeo. Y ha crecido en la opinión pública y entre las fuerzas políticas, la convicción de que es necesario reforzar una política exterior y de defensa común.
Pero no debemos cometer el error de juzgar al pueblo ruso por los desvaríos y actitudes de su actual presidente, que, no se engañen, no está loco. En absoluto. Todo lo que hace y cómo lo hace responde a su concepción profunda del ejercicio del poder, de las relaciones de poder en el mundo. Lo único que hoy entiende y respeta. Tampoco se aprecia por parte del pueblo ruso el mismo apoyo que suscitó la invasión de Crimea. No hay manifestaciones espontáneas de apoyo a la guerra. Al contrario, una parte significativa de la ciudadanía nos está mostrando su coraje, manifestándose en contra, y son miles los detenidos. Dando testimonio de resistencia a la dictadura.
Por último, no olvidemos que, pese a todo el horror que estamos viendo, debemos hacer un esfuerzo por dejar abierta una posibilidad de negociación para terminar esta guerra; y sigo pensando que Occidente debería poder utilizar la plataforma del Consejo de Europa, del que Rusia ha sido suspendida, pero no expulsada, para abrir ese espacio de diálogo, por muy difícil que sea. Se hizo con la guerra de Chechenia y debemos intentarlo nuevamente hoy. Se lo debemos a las víctimas de esta barbarie, incluidas las propias rusas, las de los jóvenes soldados que están muriendo y que, como relataba la novelista Svetlana Alexievitch, pronto empezarán a ser entregados a sus madres, en ataúdes de zinc.
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