Nos interesa recordar la frase famosa y terrible de Fiódor Dostoievski. “Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos”. Reflexionemos un momento sobre ella, porque vale tanto para descifrar el alma atormentada del escritor como para definir (hasta donde es posible) la sociedad rusa. El país más grande del planeta carga con una historia que consiste, a grandes rasgos, en siglos de absolutismo, siete décadas de totalitarismo y un rápido retorno al absolutismo con Vladímir Putin. Y sus habitantes se han apiñado tradicionalmente en torno a valores como el nacionalismo, el sentimiento religioso y la capacidad de sacrificio. No lo olvidemos: Rusia sabe sufrir.
Ahora podríamos discutir si estamos (España, la Unión Europea, Estados Unidos, Occidente) en guerra con Rusia. Creo que, claramente, lo estamos. De momento, combatimos en el terreno económico y delegamos en Ucrania la parte cruenta del asunto. ¿Cómo no ayudarles con todo, incluyendo armas? Lo que hace Rusia es intolerable.
Más información
En este asunto hay algo que me preocupa, más allá, claro, de la destrucción de vidas y de la posibilidad nuclear. Se hace cada día más explícito el propósito de acabar con Vladímir Putin y su régimen, y se considera que dañando a los oligarcas (la traducción contemporánea de la antigua nomenklatura soviética) puede fomentarse una rebelión palaciega. No me convence el plan. Si cae Putin, caen los suyos y sus fortunas. ¿Para qué van a conspirar los oligarcas contra su protector? La historia sugiere que las presiones exteriores refuerzan la unidad rusa y, además, el tirano del Kremlin parece capaz de reprimir a sangre y fuego cualquier movimiento de protesta popular.
Si quieres apoyar la elaboración de periodismo de calidad, suscríbete.
Suscríbete
Pregonamos nuestra intención de arrasar la economía rusa (que no es gran cosa, poco más que la española) con la misma minuciosidad con que el Ejército ruso arrasa las ciudades ucranias. Bajo la condición de afrontar los costes crecientes de tal campaña, el objetivo es factible.
Ahora imaginemos que ganamos la guerra en los términos fijados. La victoria es rotunda: Ucrania recupera la integridad y la soberanía, Vladímir Putin cae y se abre una situación impredecible, la economía rusa está en ruinas.
¿Todo bien? Quizá olvidamos algo. Ah, sí, lo de siempre: el día después. Eso que solemos olvidar. Eso que a Estados Unidos se le pasó en Vietnam, en Afganistán, en Irak, donde la gran potencia encadenó victorias para acabar retirándose de forma vergonzante. Solamente una ocupación militar larga y costosa, como las de Alemania y Japón después de 1945, permite controlar el día después. Pero sabemos que eso no va a ocurrir en Rusia.
Si lo he entendido bien, nuestro primer propósito es salvaguardar Ucrania y acabar con la amenaza rusa sobre sus otros vecinos; nuestro segundo propósito es acabar con Putin, y nuestro tercer propósito (imprescindible para alcanzar los dos anteriores) es convertir el país más grande del planeta, dotado de un inmenso arsenal nuclear y de una comprobada capacidad de sufrimiento, en eso que llamamos “un Estado fallido”, con una población arruinada y resentida. Caramba. Qué planazo.
Soy incapaz de proponer alternativas. Me limito a opinar que después de esto tan horrible, yendo “bien” los planes, podemos asistir a algo espantoso. Me limito a confiar en que no tengamos que hacer nuestra la frase de Dostoievski.
Suscríbete aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites
Source link