El cineasta noruego Joachim Trier, retratado en Estocolmo en noviembre de 2021.Alamy Stock Photo
Al principio de Oslo, 31 de agosto, la película que lo reveló en Cannes allá por 2011, Joachim Trier colocó un montaje de voces en off de ciudadanos anónimos que recordaban momentos señalados en sus vidas con el telón de fondo inalterable de la capital noruega. Entre todos esos testimonios, el director escogía centrarse en el de su protagonista, un joven depresivo con tendencias suicidas en proceso de rehabilitación, como si quisiera desentrañar la infinita complejidad que esconde cualquiera de las personas con las que nos rozamos por la calle. Tras dos experimentos un tanto fallidos en tierras lejanas (El amor es más fuerte que las bombas, rodada en Nueva York con Jesse Eisenberg e Isabelle Huppert, y Thelma, su desigual incursión en el cine de género), Trier regresa a casa con La peor persona del mundo, recién estrenada en cines. No solo a Oslo, esa ciudad-pueblo bañada en la luz industrial que siempre deja un poso de veracidad en su filmografía, sino también al procedimiento narrativo de sus primeras películas: observar una vida al microscopio hasta entender qué la convierte en única y qué en universal. “Efectivamente, quise volver a mis inicios, a los tiempos de mi primer proyecto, Reprise, que rodé hace 15 años. Me daba miedo repetirme, pero me dije que a mi edad ya tenía derecho”, sonríe Trier, de 47 años, desde su casa en Oslo, que al otro lado de la pantalla parece tan diáfana y tan ordenada como su cine.
El proyecto, nominado al Oscar a la mejor película internacional y al mejor guion original, es un retrato en 12 capítulos de Julie, una veinteañera algo desorientada, que ha ido cambiando de vocación (médica, psicóloga, fotógrafa) igual que pasaba de un novio al siguiente. Ha encontrado en Aksel, dibujante de cómic brillante y algo egocéntrico, al compañero ideal. Si no fuera por la diferencia de edad que los separa: él quiere hijos, pero ella no se siente preparada. La relación se desestabiliza con la llegada de Eivind, un camarero más joven y sin grandes pretensiones en la vida, con el que Julie materializa su romance en una bellísima escena, digna de un musical de Stanley Donen, en la que la protagonista cruza la ciudad con el tiempo detenido para ir al encuentro de su amante. “Era buen momento para rodar esta película. Tengo la experiencia suficiente y he estado en los dos lados: he sido la persona joven que no quería hijos y el hombre mayor que empieza a necesitar descendencia y un hogar. He sido Aksel, pero también Julie”, dice Trier, convertido en uno de los jefes de filas del nuevo cine de autor europeo junto a coetáneos como Yorgos Lanthimos, Ruben Östlund, Mia Hansen-Løve, Céline Sciamma, Jessica Hausner o Alice Rohrwacher.
“Las redes sociales han limitado la representación del ideal romántico. El cine ha intentado reproducir esa visión, cuando el amor seguramente sea lo más complicado que existe”
La peor persona del mundo puede ser vista como una vuelta de tuerca a la comedia romántica en su vertiente más sofisticada, un género que en manos de Trier se vuelve amargo e incluso trágico. “Muchas de las grandes películas de la historia del cine pueden ser entendidas como comedias románticas, de Historias de Filadelfia, de George Cukor, a Annie Hall, de Woody Allen, pasando por el trabajo de Éric Rohmer. Es un género que lo permite todo: ligereza y musicalidad, pero también una premisa existencial y un profundo trabajo sobre los personajes”, responde Trier. “Es un tipo de cine que echo de menos. Hoy veo muchas películas manufacturadas, artificiosas. Yo quería rodar, simplemente, una película humana, que contuviera los dramas y comedias de la vida”. Para el director, el verdadero tema de fondo, más allá del retrato ambivalente de una protagonista tan enternecedora como antipática, es “la continua negociación entre nuestra vida imaginada, la que teníamos en mente de jóvenes, y la realidad de la existencia”, incluyendo la muerte. “En realidad, no tenemos mucho tiempo por delante”, añade.
Género denostado por su supuesta insustancialidad, la comedia romántica entró en decadencia a finales de los noventa, pero sigue dando muestras de vida inteligente, desde los ejemplos surgidos en economías emergentes (como la india The Lunchbox) hasta su renacimiento en la televisión, de Love (Netflix) a la reciente Starstruck (HBO). Trier explica su ocaso en el cine mainstream por “la homogeneidad de los retratos románticos de las últimas dos décadas, que no por casualidad coincide con la emergencia de las redes sociales”. “Facebook o Instagram han limitado la representación del ideal romántico. Lo vemos en esas fotos de pareja acompañadas de hashtags como ‘la vida es genial’, ‘el amor gana’ o ‘me siento bendecido’. El cine ha intentado reproducir esa visión, cuando el amor seguramente sea lo más complicado que existe”, sostiene.
Renate Reinsve y Anders Danielsen Lie en ‘La peor persona del mundo’.Foto: ALAMY STOCK PHOTO
Su película también subraya un tabú social mayúsculo, inoxidable por mucho que pasen los siglos: el del adulterio. “Creo, igual que el psicoanalista británico Adam Phillips, que los monógamos son los auténticos héroes románticos de nuestro tiempo. Son los que resisten ante la posibilidad infinita de hacer swipe, de follar con un número ilimitado de personas. No he querido juzgar eso, pero la película habla de amarse a uno mismo, más que de encontrar un compañero”. También de madurar, aunque sea a los 30 o a los 40. “El Bildungsroman clásico hablaba de protagonistas que tenían entre 16 y 20 años. Ahora la madurez llega mucho más tarde. Incluso es posible que nos sometamos a ese proceso continuamente. Puede que el paso definitivo a la madurez no llegue hasta que nos enfrentamos a nuestra propia muerte”, apunta Trier.
“Hago todo lo posible por no concentrarme en el argumento. La noción de trama ha arrasado el cine y la televisión actuales. El relato no puede dominarlo todo”
Tampoco es habitual su gusto por la digresión, casi un exotismo en el cine actual, tan guiado por lo lineal y lo explicativo, con la notable excepción de autores como Paul Thomas Anderson, cuya Licorice Pizza es una oda al paréntesis superfluo (a Trier le encantó por “su generosidad”). “Me gustan esos directores, como Martin Scorsese, Wes Anderson o Alain Resnais, que usan todos los recursos narrativos posibles para llegar al fondo de lo que quieren contar”, expone. “La digresión refleja la sensibilidad moderna. Supongo que soy el típico posmoderno que sigue creyendo que somos seres fragmentados. Yo hago todo lo posible por no concentrarme en el argumento. La noción de trama ha arrasado el cine y la televisión actuales. Me encanta una buena historia de detectives, pero no puede ser que el relato lo domine todo”. Trier sazona su película de reflexiones y capítulos que la alejan del triángulo amoroso, corazón narrativo de la historia. Por ejemplo, un monólogo sobre la cultura desmaterializada del presente y el fetichismo por los objetos que reinó en otro tiempo, o varias escenas que traducen el conflicto generacional entre sus protagonistas respecto al MeToo y sus ramificaciones. En ese sentido, el retrato de Julie, aplaudido por su complejidad, también ha despertado alguna crítica por el supuesto desdén o crueldad que desprende la mirada de Trier sobre el personaje, castigado al negarse a ceder a la obligatoriedad de ser madre. Trier se encoge de hombros, escudado en aquella imbatible máxima flaubertiana sobre Madame Bovary.
Existe, pese a todo, una marcada dimensión moral en su película, propia de un escandinavo como Trier. El sentimiento de culpa es constante en su filmografía, ligado aquí a la vergüenza de contar con un inmenso privilegio, el mayor en un planeta en llamas y en guerra, y no saber muy bien qué hacer con él. “La culpabilidad emana de dos aspectos. Por una parte, la riqueza de Noruega, protoejemplo del éxito democrático y económico del que tan orgullosos estamos, aunque sepamos que todo viene del petróleo. Eso explica que no tenga carné de conducir: será un gesto inútil, pero es mi forma simbólica de canalizarlo”, expresa Trier. “En segundo lugar, la herencia del protestantismo escandinavo, siempre tan virtuoso, cuyo sentido de la culpa he asimilado, pese a ser totalmente ateo”. Obligatoriamente modesto, el Oscar no le quita el sueño, aunque al final pregunte si creemos que tiene posibilidades. Todo apunta, para su desgracia, que será el año de Drive My Car. “Si gana, lo merecerá. Y también Flea, que me gustó mucho. Sería justo”. Como le enseñaron en esas escuelas nórdicas que abolieron las notas y otros sistemas pedagógicos basados en los premios y castigos, lo importante siempre será participar.
El debut de Trier ya contenía todas las constantes de su cine: una adusta melancolía, vistosos recursos expresivos (de la cámara lenta al material de archivo) y un relato de rivalidad masculina entre dos amigos escritores sometidos a la fama y la depresión. Disponible en Netflix.
Su segunda película, adaptación libérrima de la novela ‘Fuego fatuo’, de Pierre Drieu La Rochelle, era un ejercicio más reposado e introspectivo, liderado por su actor fetiche, Anders Danielsen Lie, que haría carrera en el cine francés y en Hollywood. Disponible en Filmin.
El aplauso cosechado con su anterior filme le llevó a rodar en inglés este drama familiar de tintes psicoanalíticos con actores de tez pálida como Jesse Eisenberg, Rachel Brosnahan o Isabelle Huppert, en el papel de una reportera de guerra. Disponible en Filmin.
Trier probó suerte en el terror con esta historia protagonizada por una joven con poderes sobrenaturales: cada vez que sentía algo causaba un desastre. La metáfora de esta ‘Carrie’ de aires bergmanianos no acabó de convencer. Disponible en Filmin.
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