A quienes creen que la nostalgia es por fuerza un privilegio, patrimonio de quienes han vivido una vida fácil, Rosa López les debe de parecer una Vanderbilt. O prima de Ana Iris Simón. Lagarto, lagarto. Para terminar la entrevista que le hizo, Jordi Évole le pidió que eligiera un lugar al que irse donde hubiera sido feliz y hubiera estado tranquila. Ella recordó cuando su padre compraba casas, las reformaba con ayuda de sus hijos y las vendía. “[Me iría] a la hormigonera, a la montaña de arena, a esa tardes de verano de descanso con la manguera, riéndonos y echándonos agua. Al olor del portal cuando lo fregaba mi madre, si no había limpiacristales, con amoniaco. Y al olor de la casa, a la olla de mi madre, a los sonidos de la tele puesta, al calorcillo que mi padre me daba cuando venía de trabajar reventado, se dormía mientras comía y yo me quedaba pegaílla a su espalda… Ahí había protección, había amor sin más, había sueños, había descubrimientos”.
Rosa da con una clave que pasan por alto tanto los que en la primera cita te identifican nostalgia con falangismo como los que alardean de orígenes humildes como si fueran el camino, la verdad y la vida. Ahora que tantos sufren la enfermedad de la literalidad, parece necesario explicar que Rosa no añora el hormigón, ni el amoniaco, Rosa añora su infancia y su adolescencia, su vida antes de OT. Una infancia y una adolescencia pobres, pero idealizadas, esto último como las de casi todos, porque responden a esa época en la que uno —a no ser que, yo qué sé, le hubiese adoptado Joan Crawford— se siente protegido y con la vida por estrenar, un regalo que no tiene por qué entender de clases sociales ni de otras segregaciones.
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