Daniel Dicenta y Lola Herrera en ‘Función de noche’, de Josefina Molina.Album
Daba por hecho que mi madre había dejado la escuela cuando comenzó la guerra y que, como la mayoría de las niñas, no había vuelto. Pero descubrí hace poco que estudió como interna en un colegio de monjas de Valencia. No haber tenido noticia de eso me produjo una extraña melancolía, era la evidencia de que gran parte de la memoria de los padres muere con ellos antes de que tengamos la madurez como para prestar atención a sus vidas. Los años han ido aumentando mi curiosidad, en vez de mermarla. La noche del domingo pasado, viendo el Imprescindibles dedicado a la actriz Lola Herrera, pensé en ella, en mi madre. Sé que había leído Cinco horas con Mario, porque la novela estaba en casa y ella era gran lectora de ficción. Me hubiera gustado preguntarle qué cosas tenía en común con la viuda, Carmen Sotillos, que habla a su marido mientras lo vela junto al ataúd. Cuántas cosas compartían con el personaje de Delibes las mujeres de aquella generación. ¿Había habido un tendero, un operario, que le dijera a mi madre “Tía buena, que estás más buena”, y que le hiciera pensar que había más hombres que el suyo? ¿Cuánto se vería identificada con aquella moralidad pacata? La actriz Lola Herrera cuenta que ella, cuando comenzó a hacer la función, detestaba al personaje, pensaba que su vida era opuesta a la de aquella mujer de ideas ferozmente conservadoras, que va haciendo balance de la mezquindad e hipocresía sobre las que había construido su matrimonio. Pero el estar cada noche haciendo suyas las palabras de esa señora de clase alta vallisoletana condujo a la actriz a un lugar extraño e inhóspito: se encontró en total desamparo frente a sí misma.
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Fue entonces cuando la directora de la función, Josefina Molina, que tuvo el olfato de captar la necesidad de “echar la mierda fuera”, que tenía Herrera, pensó que en aquella historia había una película. Tras el documental, me animé a ver Función de noche, título tan bien traído de esta película que entonces, en 1981, se consideró escandalosa e inclasificable, y ahora encontraría acomodo en cualquiera de los géneros híbridos que abundan tanto en cine como en literatura. Molina “encerró” a la actriz y a su marido, el también actor Daniel Dicenta, en un supuesto camerino, y camufló las cámaras para que no interfirieran en la brutal conversación que surgió entre una pareja que llevaba 14 años separada. Se rodaron tantas horas que llegó un momento en que esos seres humanos, Lola y Daniel, olvidaron que sus palabras se exhibirían cada noche en los cines de España. Recuerdo el cartel de aquella mujer de 46 años, Lola, en la Gran Vía, y también la impresión que me produjo aquella vomitona de secretos revelados entre un hombre y una mujer. Nunca he tenido orgasmos, decía ella. Pues bien que gritabas, decía él. Amo a mis hijos, pero me roban la vida, tú nunca te hiciste responsable, decía ella. Es cierto, decía él, tampoco busqué tenerlos. La puesta en escena es agobiante. Los dos muy cerca: ella, en la bata que viste entre funciones; él, atractivo, chuleta, el vaso de whisky sostenido a la manera extraña de los que pasan la existencia sobre el mostrador. Fuman compulsivamente. Una tiene frío; el otro se limpia el sudor con la toalla. Hay un momento perturbador, más incluso que el relacionado con el sexo, y es cuando ella llora por no ser una persona cultivada, por tener faltas de ortografía, por no contar con su ayuda, siendo Dicenta hijo de familia de ilustres del teatro. Es el llanto de la mujer que ha pasado la vida esforzándose por sacar a sus hijos adelante, por hacerlo sola, por vivir en lucha permanente contra sus complejos, por dejar atrás los tiempos de la miseria y la ignorancia. Todo eso dicho con insólita valentía en el año 1981.
Sí, me hubiera gustado tener a mi madre a mi lado en aquel cine azul, observar sus reacciones. ¿Alguna vez te sentiste así?, le hubiera preguntado. Pero yo era tan joven como para pensar que mis ideas estaban inaugurando el mundo, que el feminismo era un invento mío. Es habitual perder la oportunidad de despejar la que luego será la gran incógnita de la vida: ¿cómo llegó tu madre a ser la mujer madura que tú conociste? Por no saber, yo no sabía ni que había estudiado, aunque siempre me intrigó aquella caligrafía suya tan primorosa.
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