Lo mejor para entender cómo transcurre la vida de Vasyl Tokarchuk desde hace un mes, afirma él mismo, es ver la película Atrapado en el tiempo. “Me siento como Bill Murray levantándome cada mañana en la misma cama de hotel y repitiendo cada día las mismas situaciones”, dice este ejecutivo de una multinacional de tecnología informática de Kiev. Tokarchuk y su familia llevan desde el 9 de marzo alojados en el hotel Deja Vu de Berdichev, un municipio de 75.000 habitantes a tan solo 130 kilómetros de la capital de Ucrania. Su intención es residir en su habitación, la 301, hasta que sea seguro volver a la ciudad.
Ni los Tokarchuk ni las otras nueve familias alojadas sin fecha de salida en el Deja Vu habían caído en la ironía del nombre del hotel. Todos huyeron del frente de guerra en la provincia de Kiev. Cada día se saludan cuando entran en el comedor, cuando se cruzan en los pasillos, fumando en la entrada del edificio o en el colmado de enfrente, donde venden pescado seco, pan y quesos, y donde pueden rellenar garrafas de agua o comprar cerveza a granel. Cada día se saludan, pero la interacción no va más allá, ni siquiera hacen el intento de presentarse, según confirman en sus entrevistas con EL PAÍS.
Poco saben los unos de los otros. Algunos a duras penas salen de la habitación, como una joven de estética punk que viaja sola, recluida con su gato. “Quizá nosotros no hemos confraternizado con otros huéspedes porque somos ingenieros informáticos y somos más bien introvertidos, o quizá es porque las circunstancias no son las idóneas para hacer amigos”, reflexiona Denis Makarov, de 36 años y padre del más joven de los desplazados del hotel, Leonid, de dos años.
Leonid es el único miembro de la comunidad que rompe la monotonía del lugar. Grita, corre y llora; sube y baja las escaleras, se revuelca sobre las moquetas o se esconde detrás de los ficus de la recepción. Todos tienen paciencia con él y todos están pendientes de que no se lastime. “No entiende qué sucede, no sabe por qué está aquí encerrado”, dice su madre, Alona. “Para nosotros es un alivio no tener que explicárselo porque no sé si sabríamos hacerlo”, añade el padre.
Denis y Alona trabajan a tiempo completo con sus ordenadores y el niño se harta de mirar dibujos animados. “Nuestra vida consiste en desayunar, trabajar, pasear un rato por el pueblo, cenar, continuar trabajando un rato y dormir”, explica Denis: “El fin de semana es cuando tenemos más tiempo para Leonid y es cuando podemos apartarle el ipad, que aquí es su canguro”. Hay otros dos niños en el hotel, Yura y Andrii, hijos de Vasyl y Svetlana Tocharuk. Son gemelos y tienen 10 años. También consumen muchas horas entretenidos con sus pantallas, absortos con sus videojuegos en el sofá del vestíbulo. “Ahí tienen mejor cobertura de wifi que en la habitación”, explica su padre.
Cursos a distancia en las escuelas
La única responsabilidad de Yuri y Andrii son las cinco horas lectivas que siguen a distancia cada día. Las escuelas en Ucrania están impartiendo sus cursos a distancia. Fuera de las horas de clase, los dos hermanos pasan las semanas jugando a videojuegos o con sus mascotas, una chinchilla y un hámster. Una tarde fueron a un terrario de reptiles y anfibios que hay en unas galerías comerciales. “Les gustó, pero poco más hay por hacer para ellos en Berdichev”, resume su padre.
La huida de los Tokarchuk fue especialmente dramática, según su relato. El 25 de febrero, 24 horas después de estallar las hostilidades, un misil impactó en su edificio. Metieron a toda prisa lo que pudieron en el coche y se trasladaron a la casa de campo del padre de Vasyl, Oleksandr Tocharuk, en las cercanías de Makariv, a unos 70 kilómetros al oeste de Kiev. Los rusos ocuparon la demarcación donde se encontraban y pronto el fuego de artillería provocó destrucción y muerte. El día que los cristales de las ventanas se hicieron añicos fue cuando decidieron irse lejos. En uno de los jardines de los vecinos vieron que habían enterrado tres cuerpos, de tres hombres que fueron ejecutados por los rusos cuando les reprendieron por saquear una tienda, asegura Tokarchuk.
Inna Kotoroschuk es recepcionista en el hotel desde hace cuatro años. Ella y dos compañeras más hacen turnos de 24 horas. Cuenta que el establecimiento se fundó en 2011 y desconoce el porqué de su nombre. Su trayectoria en la empresa ha encadenado una crisis tras otra: dos años de pandemia y ahora una guerra. El momento de mayor trabajo se produjo a finales de febrero y principios de marzo, durante las semanas del éxodo de cientos de miles de habitantes del frente Norte y del Este. “No había ninguna habitación libre, ni aquí ni en ningún apartamento privado de Berdichev”. Actualmente, de las 39 habitaciones del hotel suele haber ocupadas una docena. La mayoría prosiguió el viaje hacia las provincias del Oeste del país, lejos del frente, o hacia el extranjero.
Algunos clientes solo están de paso. Leo Kallash durmió la noche del jueves en el Deja Vu en su camino de vuelta a Kiev. Conducía una de las furgonetas de su escuela de motociclismo, The Riders, llena de material humanitario recogido en la frontera con Eslovaquia, a 650 kilómetros de distancia. La guerra para él es un ir y venir entre la capital y los límites con países de la Unión Europea, transportando material de todo tipo. Tiene una segunda furgoneta, que ha donado al Ejército. El vehículo está siendo utilizado en Mikolaiv, ciudad en la que los choques militares son especialmente intensos. Muestra una foto que le enviaron al móvil el día antes, del interior de la furgoneta con charcos de sangre: habían trasladado a un soldado herido. Kallash subraya su alegría por encontrarse con dos periodistas españoles porque recuerda sus numerosos viajes a circuitos de motociclismo en España: “Es como volver por un rato a mi vida antes de la guerra”.
¿Por qué optan los huéspedes del Deja Vu por quedarse en Berdichev? Hay ciudades más seguras en el oeste de Ucrania. Una razón, dicen, es la proximidad con Kiev, a la espera de poder regresar, y otra, más importante, es el precio que pagan por noche: entre 15 y 30 euros, según las dimensiones de la habitación. “En zonas occidentales, como Lviv o los Transcárpatos, los precios han subido mucho. Hay gente ganando dinero con la situación”, lamenta Tokarchuk.
A Mikola Terentievich y a su mujer les sufragan la estancia en el hotel un grupo de voluntarios. Terentievich tiene 85 años y su rutina se basa en salir a fumar y en charlar con Inna o con el hombre responsable de seguridad. El cigarrillo lo apura apoyado en la barandilla con la mirada perdida en un bello edificio de 1850 que hay al otro lado de la calle, una escuela abandonada de estudios hebraicos. Berdichev llegó a tener un 80% de la población judía, hasta que llegó la revolución bolchevique y luego el exterminio nazi. Terentievich nació antes de la Segunda Guerra Mundial, pero no quiere hablar mucho de su infancia, tampoco de la Unión Soviética ni de la invasión rusa que le ha echado de casa. Él fue durante más de medio siglo maestro de escuela en Bilohorodka, un pequeño pueblo a las afueras de Kiev. Cada tarde, poco antes del toque de queda —a las ocho de la tarde—, fuma el último cigarrillo y luego se acerca al mostrador de la recepción para repetir el mismo lamento: que echa de menos su pueblo y que no quiere morir lejos de él.
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