Su nombre no figura en ninguna papeleta electoral, y a día de hoy ningún candidato se reclama abiertamente su partidario, pero el presidente ruso, Vladímir Putin, es el invitado incómodo y omnipresente en las elecciones presidenciales francesas del 10 y el 24 de abril.
La invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero, la destrucción de ciudades y las matanzas de civiles han forzado a los candidatos prorrusos a corregir sus posiciones. Entre estos aspirantes figura la líder de la extrema derecha, Marine Le Pen, cuyo partido está endeudado con un banco ruso y que, en el pasado, ha demostrado su admiración por Putin.
“Una victoria de Marine Le Pen sería una terrible derrota para Europa y para la causa de las democracias liberales y, de facto, una victoria para Putin”, analiza Dominique Moïsi, especialista en geopolítica y consejero del laboratorio de ideas Institut Montaigne. “[El presidente ruso] no logra imponerse en el terreno militar, pero se impondría en el terreno político e ideológico”, añade.
Los sondeos señalan que, de celebrarse hoy la primera vuelta, Le Pen se clasificaría para la segunda con el actual presidente, el centrista Emmanuel Macron. En la final ganaría Macron, pero por un margen tan estrecho que no pueden descartarse las sorpresas.
Entre Putin y Le Pen ha habido una proximidad, primero, política e ideológica. “En los últimos años, ha emergido un nuevo mundo”, resumió Le Pen en marzo de 2017 al visitar al presidente ruso en Moscú durante la anterior campaña electoral. “Es el mundo de Vladímir Putin, el mundo de Donald Trump en Estados Unidos, el del señor [Narendra] Modi en la India. Probablemente, soy la única que comparte con estas grandes naciones una visión de cooperación y no de sumisión, no la visión belicista que con demasiada frecuencia ha expresado la Unión Europea”, afirmó la líder de la ultraderecha.
El vínculo entre Le Pen y Rusia también es económico. En 2014, su partido, el Frente Nacional (ahora Reagrupamiento Nacional) obtuvo un préstamo de nueve millones de euros de un banco ruso. No lo ha acabado de devolver.
“En varios países europeos hay una extrema derecha que ha elegido ver en Putin un modelo político e ideológico contra la decadencia de las sociedades occidentales multiculturales, y, a la vez, un padrino financiero también”, denuncia el ensayista Raphaël Glucksmann, eurodiputado del Grupo de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. “Por paradójico que pueda parecer, todos estos movimientos de extrema derecha que se pasan el día diciéndonos que no somos suficientemente patriotas y que sacrificamos el interés francés al interés europeo, se ponen al servicio de un tirano extranjero cuyos intereses y principios son profundamente hostiles a nuestros países y nuestras sociedades”, apunta.
Para Le Pen, la guerra en Ucrania no parece tener coste electoral. Al centrar la campaña en el poder adquisitivo, sus posiciones internacionales quedan en un segundo plano y su imagen, por ahora, sale indemne.
El principal damnificado en los sondeos ha sido su competidor en la extrema derecha, el tertuliano ultra Éric Zemmour, que hasta poco antes de la invasión declaraba su admiración por el presidente ruso. “A Vladímir Putin no se le fijan límites”, decía. “[Sus] reivindicaciones y demandas son totalmente legítimas”.
Tanto Zemmour como Le Pen condenaron la invasión y en seguida marcaron distancias con el presidente ruso. Tras matanzas como la de Bucha a las afueras de Kiev, ambos se resisten a señalar a un culpable. Zemmour afirmó el martes: “Hay que ser prudentes y estar seguros de que las masacres son responsabilidad de las tropas rusas. Hace falta una investigación internacional. Es infame e innoble si es así”. Le Pen dijo: “No es en un plató de France Inter donde se decide lo que ocurrió, quién es el culpable y qué sanción debe imponerse”.
El candidato de la izquierda populista, Jean-Luc Mélenchon, acusado por algunos rivales de excesiva complacencia con Putin en la última década, fue más claro: “Los crímenes del ejército ruso contra los ucranios en Bucha son puro salvajismo asesino. Los responsables rusos deben rendir cuentas. Ni olvido ni perdón”.
Mélenchon nunca declaró su admiración por Putin, como Le Pen o Zemmour, ni tiene conexión alguna con Rusia, pero otros candidatos de la izquierda, como el ecologista Yannick Jadot o la socialista Anne Hidalgo, le reprochan sus posiciones pasadas.
Melénchon aplaudió la anexión de Crimea
En 2014, por ejemplo, cuando Rusia se anexionó la península ucrania de Crimea, Mélenchon escribió: “Claro que Crimea está perdida para la OTAN. Buena noticia”. En el mismo texto cargaba, retomando elementos del argumentario del Kremlin, contra los “ultranacionalistas, neonazis o marionetas de diversas facciones de oligarcas cleptócratas ucranios”. El 30 de enero pasado sostenía en la televisión pública: “Son los Estados Unidos de América los que están en una posición agresiva, no Rusia (…). Rusia tiene intereses y no puede aceptar que la OTAN llegue a su puerta”.
Las posiciones prorrusas o comprensivas con Rusia han desaparecido de la campaña por la presidencia, pero durante años han disfrutado de amplios apoyos en Francia. En el debate electoral de la primera vuelta de 2017, la mayoría de candidatos promovía un acercamiento a Rusia. Solo Emmanuel Macron —víctima de un robo y filtración de sus correos internos tras un ataque informático de origen ruso— y el socialista Benoît Hamon mantenían la posición europea. El conservador François Fillon acabó sentándose en consejos de administración de una petroquímica y una petrolera rusas.
El propio presidente ha intentado durante todo su mandato cortejar a Putin. Sin resultado. “Emmanuel Macron se ha equivocado, como casi todas las élites políticas e intelectuales europeas, y debe haber un examen de conciencia”, afirma Glucksmann, en referencia a la pasada política de las principales capitales europeas hacia la Rusia de Putin. El eurodiputado insiste, sin embargo, en distinguir entre estas élites, o políticos como Mélenchon, y la extrema derecha putinófila.
Ya en su libro Revolución, publicado antes de su victoria en 2017, Macron abogaba por “trabajar con los rusos para estabilizar la situación en Ucrania y permitir que se levanten progresivamente las sanciones de una parte y de otra”. Y escribía: “En la lucha contra el terrorismo o en el terreno energético, hay materia para nutrir una asociación útil”.
En los años siguientes, Macron invitó a Putin a Versalles y a su residencia veraniega en la Costa Azul. Impulsó las relaciones con Rusia para “arrimarla” a Europa. La tentativa despertó suspicacias entre los socios centroeuropeos en la UE. Incluso entre diplomáticos franceses, a quienes el presidente calificó de “Estado profundo”. Antes de la invasión, multiplicó la actividad diplomática, y ha continuado hablando por teléfono con el presidente ruso, convencido de que hay que mantener un canal abierto. Después de descubrirse la matanza de civiles de Bucha, no han vuelto a hablar.
Sobre la opción de mantener abierto el diálogo, Glucksmann opina: “Se equivoca, y es una forma de narcisismo pensar que hablando con Putin lo convencerá de cambiar. Hay que marcar una ruptura ahora”.
“La idea de que puede seducir a Putin o que podía seducir a Trump es un acto de hubris por su parte”, dice Moïsi, quien usa el término que designa el pecado griego de la arrogancia. “Si Macron pierde”, añade, “se dirá que se equivocó perdiendo tanto tiempo hablando con Putin cuando debería haber hablado más con los franceses. Hablar con Putin toma tiempo y energía, y al final no pasa nada”.
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