No cabe duda de que Mario Vargas Llosa (Arequipa, 86 años) ha aprovechado el tiempo detenido que ha dado la pandemia. Lo ha empleado gozosamente en leer casi íntegra la obra de Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). Esa relación callada y reflexiva que han mantenido ambos colegas ha desembocado en un ensayo: La mirada quieta (de Pérez Galdós) (Alfaguara), presentado este jueves en el Ateneo de Madrid.
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Por la manera sagaz, desprejuiciada, libre y apasionada con la que se acerca a Galdós, según le ha dicho Andrés Trapiello y contó este jueves Pilar Reyes, su editora, parece que el Nobel discute y dialoga con él. Y uno de los grandes méritos del libro reside precisamente en que el lector participa también en esa conversación abierta.
Vargas Llosa se coloca en un lugar activo pero intermedio. Ante todo, invita a la lectura de Galdós, como antes hizo en otros ensayos con García Márquez, Flaubert, Onetti o Borges, entre otros. No ríe las gracias a quienes dilapidaron al autor de los Episodios Nacionales apodándolo “don Benito el garbancero”, hoy triste lugar común. Tampoco se enrola con sus defensores acérrimos, como el propio Trapiello. La ocurrencia del potaje fue de Valle-Inclán, pero ni siquiera él mismo creía de verdad en ello. Son muchos más los elogios que le dedicó en vida que los ataques.
No cree eso tampoco el autor de Conversación en La Catedral, que lo describe como escritor clásico pero fundamental. Lamenta Vargas Llosa que Galdós no encontrara la originalidad a la hora de plantear un narrador omnisciente, algo que, según él, fue el gran hallazgo para la modernidad en el caso de Gustave Flaubert. “Observo en él una especie de ceguera sobre la técnica del narrador invisible, aquel que se encuentra en todas partes y ninguna y que es el gran descubrimiento de Flaubert para la posteridad”. En ese aspecto, Vargas Llosa, al contrario de lo que algunos expertos sostienen, no encuentra apenas influencia del autor de Madame Bovary en el español.
Mario Vargas Llosa, en la presentación en Madrid de su nuevo libro.INMA FLORES (EL PAIS)
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Quizás ese narrador onmisciente resulta demasiado pesado para Galdós, que prefiere mostrarse sencillamente como testigo y guía del lector. No inmiscuirse demasiado justo en aras de lo que más destaca Vargas Llosa como virtud en él, “la búsqueda permanente de una objetividad”. Y ahí el autor del ensayo quizás incurra en una contradicción que eleva curiosamente la discusión sobre Galdós. Él siempre reconoció la tremenda revelación que para él fueron Balzac o Dickens. Pero además, acorde a su tiempo y muy pendiente de otras corrientes europeas de su época, novelas como Fortunata y Jacinta o Misericordia ―magistrales para Vargas Llosa― lo emparentan más con Tolstói, por ejemplo, que con Flaubert. El naturalismo se mezcla en ellas con un misticismo evidente, sobre todo en la segunda. “Misericordia es de las obras más grandes escritas en español sobre la pobreza, la miseria, la miseria extrema, algo que él conocía muy bien. Sabía poner en valor, a pesar de pasajes terribles, sin embargo, esa alegría de vivir, el saber gozar de la vida”. De hecho, Galdós resulta tan vigente hoy por el trato que imprime a un tema no resuelto: la desigualdad, uno de los ejes cruciales de ambas novelas y de toda su obra.
Fortunata y Jacinta es caso aparte, también en la trayectoria de Galdós. Vargas Llosa la ha leído por tercera vez para este ensayo y aun así le ha atrapado de nuevo desde sus primeras frases hasta el final. “Me ha exigido la misma absorción y entrega de las mejores novelas que he leído”, escribe el autor. La competencia a la hora de elegir la gran novela del XIX en España continúa entre esta historia radicalmente universal imbricada en Madrid y La Regenta, de Leopoldo Alas, Clarín. El debate sigue abierto, aunque Vargas Llosa sostiene que La Regenta es más moderna.
Esfuerzo por ser objetivo
Su inmersión ha sido total en su narrativa y el teatro. También en los artículos, aunque no todos, admite, pero sí en los 46 Episodios Nacionales. “Lo que no se puede discutir de Galdós es su permanente esfuerzo por ser objetivo. Demuestra un continuo empeño por mantener su imparcialidad a la hora de narrar hechos históricos”, asegura. Es un esmero que brilla sobre todo en los Episodios, un vasto proyecto literario que le ocupó décadas y no terminó como quisiera. “Desea de una manera moderna, cómoda y simpática mostrar los grandes acontecimientos del siglo XIX para fijar su sentido histórico hasta la época en que vivió no a la manera del experto, sino del novelista”.
Destaca el Nobel hispanoperuano la autenticidad con que aborda el atentado a Prim, “o su tratamiento de las guerrillas”, por ejemplo. Un paralelismo que luego se da también en América Latina y que Galdós muestra en sus gérmenes desde España como una idiosincrasia trasatlántica. Otro rasgo evidente de contemporaneidad.
Benito Pérez Galdós, en 1894, en la última visita que realizó a Gran Canaria, en la finca familiar de Los Lirios (monte Lentiscal).CASA-MUSEO PÉREZ GALDÓS
No pudo terminar Galdós los Episodios Nacionales, entre otras cosas, sostiene Vargas Llosa, “porque lo distrajo el teatro”. Lo distrajo y lo mantuvo, porque más que con sus narraciones, con lo que ganaba dinero Galdós era con sus piezas para la escena. Son obras que han sobrevivido con peor salud en el tiempo, pero que en su época provocaban auténticos altercados, como fue el caso de Electra. Mostraba en ella uno de sus perfiles más beligerantes: un alegato contra el poder de la Iglesia, un motor perpetuo en sus páginas y una excusa belicosa para sus enemigos. Y en gran parte fue ese caso, el de Electra, el que impidió que se le llegara a otorgar el Premio Nobel. “Si lo merecía o no, hay opiniones para todos los gustos”, asegura Vargas Llosa. Lo que es cierto es que la Academia sueca recibió más de 500 cartas para que se lo dieran. “Pero lo horrible fue lo que descubrió años después un periodista, que existían muchas más para que no se lo concedieran”.
En cuanto surgió la campaña a favor se activó otra en contra, promovida por la carcundia y la Iglesia, con otro candidato para el Nobel: Marcelino Menéndez Pelayo. Ambos fueron íntimos amigos, pese a sus diferencias ideológicas. Discrepaban en muchos puntos sobre la política, la religión, las costumbres, pero confluían en opiniones literarias y mantenían amistades comunes. De hecho, Galdós entró en la Real Academia Española (RAE) a propuesta de Menéndez Pelayo. La polémica por el Nobel no afectó a su amistad. Decidieron que se trataba de una guerra de otros, en la que ellos jamás entrarían. Al final, empataron. El Premio no lo recibió ningunos de los dos: un triste triunfo de la polarización. Nada de eso afectó a su mirada quieta, en palabras de Vargas Llosa; a su temple, su discreción, su elegancia. “Esa mirada quieta es sin duda, cuando funciona, una de sus grandes virtudes”. La marca de un autor grandioso y no siempre así reconocido en la historia de la literatura universal.
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