Málaga: buen rollo


Por culpa del escritor Miguel Ángel Oeste y los demás responsables del Festival de Cine de Málaga, a finales de marzo pasé una semana en esa ciudad como miembro del jurado del festival. Fue temeridad: soy el peor jurado cinematográfico del mundo, porque me gusta tanto el cine que disfruto hasta con las películas malas; o, dicho de otro modo, porque, como si yo fuera Plinio el Viejo, apenas conozco una película tan mala que no contenga algo bueno. Afortunadamente, mi locura cinéfila fue corregida por la cordura de mis compañeros de jurado —las actrices Cecilia Suárez y Marta Nieto, el director Manuel Martín Cuenca, y Marco Mühletaler, director del Festival de Cine de Lima— y acabamos premiando dos películas estupendas de dos directores noveles: la española Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa, y la boliviana Utama, de Alejandro Loayza. Vayan a verlas: no se arrepentirán.

Así que durante siete días me entregué a la felicidad inédita de meterme en una sala de cine después de desayunar y de salir de otra antes de acostarme; también disfruté de Málaga, una ciudad próspera, alegre y abierta que no se parece casi nada al lugar oscuro y provinciano que conocí a principios de siglo, cuando empecé a visitarlo. Muy mezquino habría que ser para no atribuirle mérito alguno en esta transformación a Francisco de la Torre, un viejo político conservador procedente de la vieja UCD de Adolfo Suárez que lleva más de 20 años en la alcaldía, un hombre a quien la mismísima Manuela Carmena declaró que votaría y a quien todo el mundo en la ciudad llama Paco. Lo cierto es que, aparte de liderar una profunda renovación urbanística, De la Torre pareció entender muy pronto que la cultura no es sólo una herramienta de placer y liberación personal, una forma de vivir más; también es una fuente de riqueza para una ciudad. Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, Málaga se ha convertido en un potente polo de atracción cultural, hasta el punto de que por momentos parece que todo ocurre en ella (justo antes del Festival de Cine, asistí a un encuentro organizado por la Cátedra Vargas Llosa, que reunió a un grupo de escritores de todo el mundo). Lo cierto es que, al menos durante la semana del festival, resulta muy difícil aburrirse en Málaga: además de las decenas de películas que se proyectan en la ciudad, uno sale del hotel y se da de manos a bruces con una exposición de Gutiérrez Solana, cuya pintura está pidiendo a gritos ser reivindicada, o, muy cerca del Museo Picasso y no lejos de la sede del Centro Pompidou, con un hermoso museo dedicado a la obra de Revello de Toro —un pintor injustamente postergado—; luego se puede comer o cenar por poco dinero en alguna de las innumerables tabernas y terrazas que bullen de gente en el casco antiguo y, por la noche, uno debe ahorrar lo que haga falta o colarse como sea en el local fundado por Antonio Banderas, el Teatro del Soho, donde una noche vi protagonizar al actor malagueño un musical titulado Company, que dura tres horas y que a mí se me hizo corto. Lo cierto, en fin, es que todo en Málaga parece conspirar a favor del buen rollo, incluso en medio de la tormenta de barro que se abatió sobre la ciudad en pleno festival.

Dicho lo anterior, no es extraño que Málaga sea ahora mismo la ciudad española de moda, ni que se haya convertido ya casi en cliché, sobre todo para los barceloneses, comparar su flagrante pujanza económica y su efervescencia cultural con el estado presente de Barcelona. La comparación me parece útil y hasta necesaria; la equiparación me parece falsa. Es verdad que las dos ciudades poseen muchas cosas en común; también que el modelo de Málaga siempre ha sido Barcelona, al menos para el alcalde De la Torre. Pero, con los hechos en la mano, la metrópolis catalana sigue poseyendo una capacidad de atracción general muy superior a la de Málaga (sólo un dato: según el Spanish Tech Ecosystem, entre 2015 y 2021 Barcelona recibió 4.600 millones en capital riesgo; Málaga, 35 millones). Pero, si los barceloneses no espabilamos, cualquier día Málaga nos pasará la mano por la cara. A los barceloneses y a cualquiera. Es lo que tiene el buen rollo.

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