Tatiana Stivinoga, con un perro entre los brazos, en el centro de acogida de Anenii Noi, al sur de Chisináu, el pasado miércoles.

Refugiados ucranios en Moldavia: “Al escapar no sentimos miedo, sino odio”

Tatiana Slobtova es de esas personas que encierra en el puño el manojo de sus llaves y no lo suelta allá donde vaya. Tintinean y se mueven, mientras ella manotea al hablar. No las suelta. Se podría pensar que va de paso, aunque cuente algo tan especial como la increíble aventura de dar cobijo a personas que huyen del horror de la guerra. Slobtova, moldava, rubia y de buena envergadura, relata de pie caminando a lo largo de un pasillo y otro, atravesando puertas y patios, lo que está haciendo junto a un puñado de voluntarios en un antiguo hogar social de la pequeña localidad de Anenii Noi, a unos 36 kilómetros al sur de Chisináu, capital de Moldavia. En las humildes habitaciones de este centro de casonas bajas se alojan 23 ciudadanos ucranios. Están mejor que bajo el golpeteo de las bombas, sin duda. Tres comidas, aseo y cama. Pero están también en uno de los países más pobres de Europa, así que carecen de duchas suficientes, vendría bien alguna nevera más, calentadores, una cocina adecuada, puertas en condiciones. “Nos falta todo eso”, dice Slobtova como si repasara una lista de súplicas, “aunque lo que todos ellos quieren es regresar a su país”.

Moldavia, en la frontera suroeste de Ucrania, es un país muy pequeño, de algo más de 2,6 millones de habitantes. Con una industria insignificante, una economía agrícola, y absoluta dependencia energética ―del gigante ruso Gazprom, faltaría más―, esta exrepública soviética no está en la mejor de las situaciones para absorber el impacto de la invasión rusa del vecino ucranio. Aun así, ahí van los números: más de 420.000 personas han cruzado su frontera desde el inicio de la ofensiva de Moscú, el pasado 24 de febrero, la mayoría llegados de la costa del mar Negro ―se estima que otros 20.000 lo han hecho a través de la región en disputa de Transnistria—. Es el país que más desplazados recibe en relación con su población; alrededor de 100.000 ucranios han decidido quedarse, esto supone, un crecimiento de población del 4%. La inmensa mayoría de los que permanecen lo hacen en casas de parientes, amigos, familias de acogida… Solo 4.000 viven en centros de refugiados como el que dirige Slobtova.

Huele por los pasillos del centro de Anenii Noi a la comida del mediodía. Toca pasta. Abre la puerta Natalia Sorostienko, de 43 años. Está sentada sobre un sofá, en calcetines de tejido fino, junto a su amiga Tatiana Stivinoga, que coge y suelta a cada rato a un perrillo bien inquieto. Las dos tienen la misma edad, se conocen desde el colegio, hará ya 35 años. Las dos son de Jersón, a orillas del río Dnipró, uno de los objetivos más machacados por el Ejército ruso. La ciudad ucrania se recuerda como la de los marineros; tanto es así que los maridos de estas dos amigas navegan desde hace tiempo por alta mar. Ellas tardaron un mes desde el comienzo de la guerra en coger a sus niños y huir. Cuenta Sorostienko que al principio, cuando caían las bombas, a los niños les decían que iba a ir bien. “Pero todo cambió cuando al preguntarnos”, continúa, “empezaron a notar que no estábamos seguras de la respuesta”. Se marcharon.

Tatiana Stivinoga, con un perro entre los brazos, en el centro de acogida de Anenii Noi, al sur de Chisináu, el pasado miércoles.
Tatiana Stivinoga, con un perro entre los brazos, en el centro de acogida de Anenii Noi, al sur de Chisináu, el pasado miércoles.

Se puede pensar que lo hicieron con un plan, quizá viajar a Rumania, volar hasta Alemania. “Nuestro plan era simplemente llegar a la frontera y poner a salvo a los niños”, resume Stivinoga. Una idea que coincide con la de tantos refugiados y trabajadores humanitarios consultados para este reportaje: los ucranios que huyen no quieren ir muy lejos, quieren regresar. Pero no a cualquier precio. Estas dos mujeres de Jersón tuvieron que cruzar junto a varios familiares cinco controles de seguridad de militares rusos. “No sentíamos miedo, sino odio”, cuenta Sorostienko, con una niña, su sobrina, entre los brazos. Continúa su relato, dice que mientras los rusos sigan ahí, ellas no volverán, y la pequeña, que pinta una bandera ucrania en un papel, se viene abajo, se encoge y se hace una pelotilla. No quiere oírlo.

Con la mano sobre el lomo del perro, Stivinoga retoma la conversación: “La ciudad estaba bloqueada, no teníamos dinero, ni trabajo, ni comida… Los militares rusos nos dijeron que podíamos ir a Crimea [anexionada por Moscú en 2014], pero nos negamos”. Responden al alimón cuando se les pregunta qué sienten ahora al despertarse. Parece que lo han hablado muchas veces: “Es como un sueño, un mal sueño en pleno siglo XXI”.

Fue en los años noventa del pasado siglo cuando Moldavia, independiente ya de la Unión Soviética, inició un nuevo camino con la mira puesta hacia Europa, hacia Occidente. Mantiene un acuerdo de asociación con la UE y ha mejorado, pero su economía es vulnerable. La pandemia asestó un duro golpe al país y cuando el pasado año registraba un rebote excepcional, con un crecimiento superior al 13%, llegó la amenaza rusa para deshacer todo pronóstico positivo. Se estima que la economía moldava retrocederá este año medio punto, con una deuda pública al galope por encima del 30%. Es por esto que la UE ha inyectado cinco millones de euros más a los ocho millones ya previstos en ayuda humanitaria para la acogida de refugiados ucranios.

Los controles de los rusos

La mayoría cruza desde la región de Odesa por el paso de la localidad de Palanca, en el sureste de Moldavia y a unos 140 kilómetros de Chisináu. Es una región tremendamente rural, campos eternos, aldeas de casas de tejado a dos aguas y asfaltos bacheadas. Los ucranios que abandonan por aquí su país lo hacen en varias fases, con orden: bajan de sus vehículos, aguardan un primer control bajo una carpa, luego caminan 50 metros hacia el registro y otros tantos para el último control de guardas de frontera moldavos. Quizá media hora de cruce, no más. Yulia Fatieva, de 38 años, acaba de llegar. También procedente de Jersón, Fatieva cuenta que les daba miedo salir de la ciudad, pero se habían comido ya todo, había pillaje de soldados rusos y dependían de lo que recogían los agricultores. Vivieron de patatas y zanahorias durante un mes. “Los rusos nos ofrecieron ayuda, pero no la aceptamos porque era una traición”.

Yulia Fatieva atravesaba la frontera entre Ucrania y Moldavia junto a una amiga y su hijo, el pasado lunes, por el cruce de Palanca.
Yulia Fatieva atravesaba la frontera entre Ucrania y Moldavia junto a una amiga y su hijo, el pasado lunes, por el cruce de Palanca.

No es Fatieva la primera refugiada ucrania que relata cómo los militares rusos miran de todo en los controles de seguridad. “Buscan en la piel tatuajes, símbolos de cualquier cosa sobre Ucrania”, afirma. Ella lleva la piel tatuada, no es difícil reparar en ello, aunque fue avanzando hasta enfilar hacia Odesa y de ahí a la moldava Palanca. Fatieva para en el segundo punto del cruce fronterizo. Quiere regresar a su casa en cuanto pueda, pero de momento viajará a Israel, donde su hijo de 18 años sirve como militar.

La cifra de ciudadanos ucranios que atraviesan la linde por este paso gira en torno a los 2.000 al día, mucho menos que tras el comienzo de la ofensiva. Pese a ello, instituciones como la oficina humanitaria de la UE (ECHO), que ha organizado y hecho posible el viaje para la elaboración de este reportaje, como organizaciones humanitarias y autoridades locales, creen que esto puede cambiar radicalmente; la violencia tiene miles de detonantes. Según informa Rosian Vasiloi, jefe de la policía de frontera moldava en el cruce de Palanca, estarían preparados para recibir un flujo de hasta 100.000 personas de golpe si las cosas van mal.

Así fue con la familia de Aza Naruskaia, de 53 años, natural de la ciudad costera de Mikolaiv. Aguarda para atravesar la linde junto a varios familiares, un hombre entre ellos, algo inusual debido a la ley marcial ucrania que les obliga a quedarse a resistir, y una vecina muy mayor, de 86 años. ¿Por qué se van ahora? “Al principio no daba tanto miedo”, responde Naruskaia. Cayó una bomba a un kilómetro de su domicilio. “Fue humillante”, prosigue con una serenidad pasmosa, “era difícil quedarse en casa”. Solo el tiempo dirá si vuelven o no, cuenta, pero ahora no quieren mirar hacia atrás, buscan alejarse mucho, volar hasta Irlanda.

Olga Yablushevskaia, que ha huido con su hijo Mark, en instalaciones para los refugiados en Chisináu.
Olga Yablushevskaia, que ha huido con su hijo Mark, en instalaciones para los refugiados en Chisináu.

El engranaje de la ayuda internacional en caso de emergencia se puso en marcha el pasado 24 de febrero con una rapidez y a una escala sin parangón. La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), con la colaboración de ECHO y de decenas de organizaciones humanitarias, han cosido un entramado para que todos esos ucranios que cruzan la frontera se sientan seguros, con especial atención a la humilde Moldavia. Aunque la guerra a veces te persigue. Uno de esos puntos de atención se encuentra en el centro de exposiciones de Chisináu, junto al lago Valea Morilor, excavado por las juventudes comunistas en los años cincuenta. Alrededor de 250 refugiados duermen en las instalaciones. Olga Yablushevskaia, de 27 años, es una de ellos.

La joven permite que se levante la lona que sirve de puerta de entrada a su habitación. Está enfadada:

—¿Por qué ha huido de su hogar?

―Es obvio porque hemos huido, ¿no?

Y dice “hemos” porque viaja con Mark, su hijo, de cinco años. El pequeño no para, sonríe, muestra el móvil con el que juega, se tira sobre su cama y vuelve a levantarse, a jugar. Es autista. A la madre le cuesta hablar, no está bien. Los dos huyeron de Mikolaiv el pasado 5 de abril. Finalmente, explica qué le hizo marcharse y dejar a sus padres atrás. “Sentía como una piedra en el corazón”, narra entre sollozos, “cada día me levantaba y pensaba que podía morir”. Logró llegar a Moldavia con el crío y aun así seguía pensando, según prosigue un relato en voz bajita y temblorosa, que Rusia les podría alcanzar. No sabe hacia dónde irá; simplemente está ahí, en Moldavia, en el país de al lado.

—¿Dónde está el padre del niño?

— En el infierno.

Es decir, está en la guerra, está combatiendo en el frente este de Ucrania. No permite que se publique el lugar donde está.

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