Al inicio de la crisis ucrania, hace ya más de 10 años, Angela Merkel habló por teléfono con Vladímir Putin. La UE estaba en pleno trastorno autista, después de la austeridad recetada por Merkel al Sur para pagar sus pecados económicos. Ni Bruselas ni los aliados movieron un solo dedo cuando Putin ya se había anexionado Crimea, más allá de manifestar su decepción. Al término de la conversación, la canciller alemana dijo tener la sensación de que el presidente ruso vivía “en otro planeta”.
Desde ese planeta, Putin ha demostrado un gran talento para poner de manifiesto las contradicciones de Europa, que son poco más o menos las contradicciones de Alemania: Berlín lleva semanas anunciando que enviará armamento hacia Ucrania, pero el canciller Olaf Scholz se las ha arreglado para demorar esas entregas una y otra vez —aunque el aviso del miércoles desde la base de Ramstein de que mandará 50 carros de combate Gepard se parece mucho a un giro de 180 grados—; Alemania lleva meses prometiendo que se desenganchará de la energía rusa, pero hay que acordarse de que la última crisis del gas acabó con un viaje de Merkel hacia el Este en el que pactó con Putin, a espaldas de los socios europeos, la construcción del gasoducto Nord Stream.
Esas contradicciones vienen de lejos, pero se acentúan con la guerra. Y no son solo alemanas. Europa sabe que hay que aplicar sanciones durísimas tras el ataque del Kremlin a Ucrania, pero a su vez es muy dependiente del gas y el petróleo rusos: corre el riesgo de un efecto bumerán poderosísimo. La industria alemana lleva tiempo anunciando el apocalipsis si eso se produce, a pesar de que los think-tanks germanos y el propio Bundesbank limitan la recesión alemana asociada a esa medida a una pérdida del 2% del PIB; las recetas alemanas recortaron un 25% la economía griega hace 15 años, si se me permite un punto de demagogia.
Los cortes de suministro son palabras mayores para los ciudadanos europeos, pero esconden varias batallas interesantes. Una de ellas es fundamental: tanto Europa como EE UU han mirado hacia otro lado hasta hoy con respecto a los pagos en rublos de la energía rusa. En teoría, eso viola las sanciones que los propios aliados han impuesto; en la práctica, ni Washington ni Bruselas han dicho esta boca es mía.
La negativa de Polonia y Bulgaria a pagar el gas ruso en rublos —y el consiguiente castigo del Kremlin de parar el suministro— supondrá, por un lado, un litigio con Moscú. Pero, por otro lado, Varsovia está poniendo al resto de Europa ante el espejo: Alemania y compañía incumplen las sanciones a sabiendas, y están financiando la guerra de Putin con una mano mientras con la otra le dan armas a Zelenski para luchar contra Rusia. Polonia tiene grandes reservas de gas y puede permitirse ese órdago: para otros países eso supondría un invierno muy, muy frío. Un embargo total al gas y al petróleo rusos sería el botón nuclear de Europa para la economía rusa, pero los dirigentes europeos temen una recesión que provoque un invierno del descontento en un continente muy castigado por tres crisis mayores en 20 años: Gran Recesión, Gran Confinamiento y una guerra en el vecindario.
La estrategia de Putin ha sido siempre la misma: sus armas son el obstruccionismo, la imprevisibilidad y la capacidad para mostrar al mundo que la cacareada unidad europea es a menudo una fachada Potemkin como las que le ponían a Catalina de Rusia —precisamente en Crimea— a finales de siglo XVIII para que creyera que el imperio no se desmoronaba. El peligro de este último movimiento es una escalada en las sanciones por las dos partes. Pero el mayor riesgo es que a las tradicionales divisiones de Europa (Norte-Sur, grandes-pequeños, acreedores-deudores y demás cortesías de la crisis pasada) se sume ahora una fractura entre los países que cumplen las sanciones y los incumplidores. Los anglosajones tienen una palabra formidable para estos últimos: free riders. En román paladino, gorrones. Putin acaba de poner el huevo de la serpiente en la unidad europea, la mejor baza de la UE. Berlín tiene ahora la palabra. Esperemos que Scholz no salga por la tangente merkeliana con la excusa de que Putin vive “en otro planeta”.
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