Hasta hace 112 días, el autobús de la línea G6 que recorre Kramatorsk, ciudad clave en el frente de la guerra que Ucrania libra contra Rusia, iba lleno de gente apiñada. Hoy, sin embargo, es un vehículo casi vacío que se mueve por calles tristes recogiendo a ancianos de las aldeas cercanas y mujeres que tratan de comprar un poco más barato en el mercado de la calle Parkova. Hace más de tres meses, la empresa pública de transportes tenía 380 trabajadores, de los que quedan un tercio, y de los más de 100 autobuses que había funcionado solo operan los 16 que tienen batería, por la falta de combustible. Antes de la ofensiva rusa en Donbás, los temas de conversación eran el aumento en el precio de la comida, la demoras en el transporte público o el tamaño de las cerezas debido a la llegada del calor, pero ahora, o no hay temas de conversación y manda el silencio, o siempre es el mismo: la guerra, explica el conductor.
Son las nueve de la mañana de un viernes laborable en Kramatorsk, una ciudad de 200.000 habitantes a pocos kilómetros de donde Rusia y Ucrania se enfrentan en los combates más duros, y el autobús de la línea G6 se prepara para comenzar una ruta que sale de la calle Tikhogo, avanza por Shota Rustaveli, sigue por Rzhavskogo y Parkova y termina en la central de autobuses.
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Un trayecto de dos horas tras el que se puede concluir que el ucranio es un ser optimista. En medio de un presente desolador, los pasajeros consultados —la mayoría mujeres— siempre incluyen conclusiones positivas en el nuevo escenario. “Ahora hay más sitio para sentarse”, dice una mujer mayor. “El intercambio de productos se ha convertido en la nueva forma de alimentarse”, dice una madre que viene de buscar patatas en casa de una amiga. Y hasta el conductor, Igor Lomakin, reconoce que ahora le insultan menos por los retrasos o los frenazos y le agradecen que siga prestando servicio en medio de las bombas y las explosiones.
Tatiana, de 52 años, y su hija Svitlana, de 26, son las dos primeras en subirse en la aldea de Nivosélivka, un conjunto de casas pequeñas con techo a dos aguas de las afueras de Kramatorsk, incrustadas en un paisaje verde y bien cultivado que hace frontera con Rusia. Desde el comienzo de la guerra, la empresa pública de transportes ha incorporado a la ruta algunos pueblos cercanos para no dejar abandonados a su suerte a decenas de ancianos que necesitan alimentos y medicinas.
Svitlana lleva un cubo en la mano cargado de patatas de su cosecha que cambiará por lechugas con una amiga. “La gente está triste y asustada y no quiere salir de su casa o de su huerta”, explica. “Nosotras pasamos la primera etapa de la guerra en casa de unos parientes en Dnipró, pero hemos regresado hace casi más de un mes. No tenemos dinero para seguir viviendo fuera de casa y aquí al menos tenemos lo que da el campo”, dice sentada en la parte trasera del autobús. Madre e hija explican las carencias que atraviesan y que ni siquiera tienen agua porque las tuberías están dañadas después de muchos días bajo el fuego de la artillería, por lo que deben recurrir a la ayuda de un vecino que tiene pozo, pero con el que se han enfadado. “Dice que ya no podemos sacar más agua porque se le puede terminar a él. La guerra saca lo mejor y lo peor de cada uno”, dice indignada la hija. Bueno, matiza su madre “en realidad, solo revela lo que ya éramos cada uno antes”.
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En el nuevo Kramatorsk en guerra no hay atascos y a pesar de que la empresa dispone de menos autobuses, son suficientes para mover a la poca gente que mantiene algún empleo. Según los alcaldes de la zona consultados, en la mayoría de las poblaciones de esta parte de Ucrania se ha ido entre el 60% y el 75% de la población. De lugares así salen los casi 15 millones de personas que han dejado sus hogares en los últimos tres meses en Ucrania: siete millones hacia países cercanos como Rumania, Polonia o Moldavia, y otros ocho millones han dejado el convulso este para moverse al oeste del país, según la oficina de Naciones Unidas para los refugiados. Una reconfiguración geográfica que ha cambiado el rostro de esta parte del país, de mayoría rusófona.
El autobús entra en la zona urbana de la ciudad por la calle Stratosferna, donde suben Tatiana y Julia, dos amigas de mediana edad, que vienen de comprar ropa interior y fruta en el mercado callejero. “Está todo más caro, pero tenemos que salir adelante”, dice Tatiana. “No hay comercios abiertos, así que esta es la única opción”, añade su amiga. Mientras en muchas zonas del país los misiles son un recuerdo del pasado, “aquí todavía pasamos muchas noches en el sótano”, añade.
El autobús avanza por Rustaveli y se detiene unos minutos en Rzhavskogo donde sube un hombre con una caja de herramientas. El autobús en Kramatorsk tiene un nuevo sentido desde que la mañana del 8 de abril Rusia lanzó dos misiles contra la estación de tren de la ciudad, donde la población esperaba para ser evacuada. Aquel ataque contra la población civil dejó 60 muertos, 100 heridos y una enorme cicatriz en el estado de ánimo de una población. Desde entonces, el bus es el medio utilizado para las evacuaciones, muchas de ellas en autobuses bielorrusos como este. Según el director de la empresa, Andriy Tatianko, su nueva tarea en época de guerra “no es gestionar, sino solucionar un problema tras otro”, explica resignado. “Trolebuses sin electricidad, repuestos que no llegan, conductores que no regresan…”, describe el director, que duerme en las instalaciones. “Ahora es necesario estar operativos al 100%, estamos en guerra”, resume.
En la recta final de la ruta, cuando todo apuntaba a que el trayecto terminaría en modorra y caras apoyadas en el cristal, estalló el tsunami en el interior del vehículo. Antes de encarar la calle Parkova, un leve accidente en el carril de al lado prendió la chispa cuando un coche conducido por dos militares impactó contra otro vehículo sin consecuencia alguna. Todo hubiera terminado en anécdota hasta que una mujer con muchos centímetros de tocado rubio sentada en la parte posterior dijo para sí misma, pero con ánimo de ser escuchada:
—Todos los problemas que generan estos militares. Siempre a toda velocidad y, total, para lo que están haciendo —dijo en ruso.
La frase, lejos de quedar suspendida en el aire, fue recogida por otra pasajera varias filas más adelante.
—¿Cómo que no hacen nada? Esta gente está luchando por tu país, ¿te parece que eso no es suficiente? —contestó también en ruso.
—Para lo que se ha logrado… Mira cómo está ahora todo. No hay más que destrucción —le respondió.
—Cállese señora. Es usted una separatista —gritó otra mujer sentada en el extremo opuesto del autobús.
—De separatista nada, yo solo sé que una mala paz es mejor que una buena guerra —contestó la primera mujer.
Y así, durante varias calles más, el autobús que iba en silencio se convirtió repentinamente en una sucursal del mercado y del Congreso, pero con el sufrimiento y el dolor viajando en el asiento de al lado.
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