Boris Johnson: el final de la escapada del mago del Brexit

Boris Johnson: el final de la escapada del mago del Brexit

El primer ministro británico, Boris Johnson, nacido en Nueva York hace 58 años, ha llegado al final de un viaje político que a pocos puede haber dejado indiferentes; un mandato como inquilino al frente de Downing Street en el que han abundado los escándalos en torno a su figura, la de su Gabinete y los compañeros de la bancada conservadora en Westminster. Las fiestas celebradas en Downing Street durante la pandemia y contra las normas establecidas para evitar los contagios, el conocido como Partygate, han sacudido la labor de gobierno de Johnson en los últimos meses, pero ha sido la mala gestión de las denuncias de acoso sexual contra un aliado político, Chris Pincher, la que ha dado la puntilla a los tories hasta darle la espalda.

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En sus tres años al frente del Gobierno, Boris Johnson ha completado el primer divorcio en la historia del proyecto comunitario, se ha enfrentado a una pandemia mundial, ha recabado para la derecha británica una victoria electoral inédita desde el cenit de Margaret Thatcher, ha arrastrado a la reina Isabel II a un conflicto con el Tribunal Supremo y se ha atrevido, por primera vez desde 1948, a cerrar el Parlamento decano de la democracia occidental para impedir que bloqueara sus intenciones, una decisión anulada semanas después por ilegal. En su vida personal, pasó por el hospital (la covid-19 lo llevaba a la UCI en abril de 2020), se divorció de su segunda mujer, se casó con la tercera y tuvo otro hijo.

Pero si algo ha probado a lo largo de su trayectoria es que con él, la lógica raramente funciona. A Boris, como todavía lo conoce la mayoría, no solo se le han perdonado pecados que sentenciarían a otros dirigentes, sino que son precisamente estos deslices los que parecían hacerlo conectar con el electorado a un nivel inaccesible para sus adversarios.

Su entrada en Downing Street fue un terremoto, tras unas primarias en el Partido Conservador a las que había concurrido como claro vencedor. El refrendo de las urnas lo obtendría en diciembre de 2019, en unas elecciones generales anticipadas en las que arrasó, confirmando un incontestable talento electoral que no necesariamente encuentra su reflejo como gestor.

Boris Johnson, entonces alcalde de la capital del Reino Unido, colgado de un cable durante un acto de promoción de los Juegos Olímpicos de Londres en el parque Victoria, en 2010.BARCROFT MEDIA

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El arranque de legislatura fue prometedor: en menos de dos meses había logrado aprobar el acuerdo para que el Reino Unido saliera de la Unión Europea y el fin de los 47 años de matrimonio de conveniencia era una realidad el 31 de enero pasado. La nueva era, no obstante, ha evidenciado las fisuras de un mandatario bajo la impresión aparente de que puede reescribir las normas a su antojo. Cuando llevaba dos años en el cargo, Johnson sembró el germen de una batalla potencialmente letal con Bruselas, al demandar la revisión integral de lo pactado para evitar una frontera interna con Irlanda.

En sus ocho años como alcalde de Londres (2008-2016), una metrópolis tradicionalmente progresista, había tenido la astucia de reclutar a un equipo solvente que se encargaba del día a día, mientras él continuaba con su especialidad: ser Boris Johnson. Downing Street, por el contrario, demanda implicación integral y, como primer ministro, ha demostrado una creciente dificultad para delegar que lo ha transformado, en palabras de uno de sus asesores, en un “estalinista libertario”.

Como premier, Johnson demandaba lealtad ilimitada, una exigencia que lo ha hecho rodearse de un Ejecutivo de perfil bajo, en el que la obediencia pesa más que la capacitación para el cargo, pero al que le consiente debilidades que abren un flanco fácil de ataque. Pese a ello, ha conseguido que su imagen de bonhomía y su curiosa habilidad de identificación con el ciudadano de a pie apenas se resientan, en parte por la percepción que de él persiste como verso libre del establishment, pero también por el éxito de la campaña de vacunación y por la enquistada crisis de identidad de una oposición laborista que sigue sin remontar.

Pero en el reino de Johnson había grietas que se convirtieron en agujeros negros, pese a la sempiterna jovialidad de un mandatario que detesta dar malas noticias y que, de acuerdo con quienes mejor lo conocen, ansía por encima de todo la aprobación ajena.

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