Alexander Boris de Pfeffel Johnson (Nueva York, 58 años) logró en diciembre de 2019 la proeza de una victoria arrolladora del Partido Conservador en las elecciones generales del Reino Unido. Después de tres años de división interna en torno a un Brexit que nadie sabía exactamente cómo poner en práctica, el ala dura de la formación —los euroescépticos— apostó su enorme poder interno a un personaje excéntrico, controvertido y problemático, pero también popular y carismático. Johnson obtuvo una mayoría histórica de 80 diputados respecto a la oposición, acabó con la carrera del veterano izquierdista Jeremy Corbyn, y conquistó el voto de territorios tradicionalmente laboristas —el llamado “muro rojo”— en el norte y el centro de Inglaterra.
“Boris tiene un sentido de la historia muy desarrollado. No es una coincidencia que sea el autor de varios libros sobre el pasado. Parece ser una persona guiada por el destino, convencido de que él debe ocupar el centro de la escena”, explicaba apasionadamente Steve Baker en los días previos a la victoria de Johnson. El diputado es uno de los líderes del Grupo de Investigaciones Europeas, la poderosa corriente parlamentaria de conservadores euroescépticos que han escrito el guion de la política británica en los últimos años. Y uno de los que movió los hilos para que Johnson fuera el primer ministro que sacara definitivamente al Reino Unido de la Unión Europea. Da lo mismo la vena libertaria del candidato, casi socialdemócrata, ajena al neoconservadurismo del grupo. “En estos momentos, ya no existen soluciones de bajo riesgo”, concluía entonces Baker.
En las últimas y agónicas semanas del rocambolesco mandato de Johnson, plagado de escándalos, Baker ha sido uno de los diputados conservadores que, con más saña, ha exigido su dimisión.
La “ambición rubia”, como se referían los medios británicos al político conservador más universalmente identificable de las últimas décadas, logró vencer fácilmente en julio de 2019 las primarias puestas en marcha para reemplazar a Theresa May. Johnson, que ocupó el puesto de ministro de Exteriores durante el breve mandato de su antecesora, no tuvo empacho en dimitir y darle una puñalada en la espalda cuando consideró llegado el momento.
En los siguientes meses, confirmó el pronóstico de todos sus críticos, que anticipaban un nuevo modo de hacer política basado en la falta de escrúpulos y escaso sentido de la legalidad. Para cerrar definitivamente un debate sobre el Brexit que paralizaba el país, Johnson se atrevió a cerrar el periodo de sesiones del Parlamento, e involucrar en la decisión a Isabel II. Tuvo que ser el Tribunal Supremo el que anulara una decisión que hacía saltar por los aires los usos y costumbres de un parlamentarismo centenario.
“Nuestro primer ministro actual es, en lo profundo de su corazón, un liberal puro. Excepto en lo que se refiere al Brexit. En mi opinión, creo que hace lo que hace porque se ajusta a sus propias ambiciones políticas, aunque no se lo acabe de creer. Lo más llamativo es que, cuanto más despótico es su comportamiento, más popularidad le otorgan las encuestas”, reflexionaba por entonces el exmagistrado del Tribunal Supremo Jonathan Sumption.
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Esa popularidad le llevó a arrasar en las elecciones de diciembre de 2019, y consolidar un mandato poderoso para lograr cumplir su promesa de que el Brexit fuera finalmente una realidad (Get Brexit Done, fue el lema de campaña).
“Ningún primer ministro pondría su nombre en un tratado que partiera en dos el Reino Unido y estableciera una frontera con Irlanda del Norte”, había dicho May a Bruselas durante sus frustradas negociaciones. Lo que “ningún primer ministro” se habría atrevido a hacer, Johnson lo hizo sin el menor reparo. Firmó un Protocolo de Irlanda del Norte que obligaba a este territorio británico a permanecer en el mercado interior comunitario y establecía una nueva barrera aduanera en el mar de Irlanda. Fue la semilla de una pesadilla creciente, y de un enfrentamiento colosal entre Johnson y el resto de líderes europeos. ¿La razón? Desde el primer momento quedó claro que los euroescépticos tolerarían una falsa promesa, con tal de sacar adelante su anhelado Brexit, pero también que nunca permitirían a Johnson cumplirla.
Y llegó la pandemia
No estaba preparado Johnson para luchar contra los elementos, como dijo Felipe II sobre la derrota de la Armada Invencible. La pandemia del coronavirus pilló por sorpresa a Downing Street, como a todos los gobiernos del mundo. Pero la respuesta, durante las primeras semanas, fue de una notable negligencia. El equipo del primer ministro llegó a flirtear con la idea de la “inmunidad de rebaño” ―dejar que el virus se extendiera sin control, para crear resistencia entre la población―, hasta que comprendieron que llevaban camino de registrar las cifras de muertos más altas de Europa. El propio Johnson acabó entubado en la UCI, y se llegó a temer por su vida. Pudiera pensarse que la experiencia fuera una epifanía personal que convencería al político conservador a tomarse en serio las cosas. Duró poco el espejismo.
Incapaz de controlar el revuelo y los enfrentamientos internos en el seno de su Gobierno, y especialmente la batalla descarnada entre su nueva esposa, Carrie Symonds, y el ideólogo del Brexit y asesor estrella del Gobierno, Dominic Cummings, todo estalló apenas un año después de la victoria electoral. Cummings abandonó Downing Street por la puerta de atrás, y consagró desde entonces sus días y sus esfuerzos en filtrar a los medios todo el material explosivo y dañino contra el primer ministro que había acumulado.
El respiro de las vacunas
Nunca le faltó a Johnson osadía, y la tuvo a la hora de poner todo el dinero necesario para ser el primer país en asegurar la compra de cientos de millones de vacunas, y el primero también en iniciar la campaña de inmunización. Durante un tiempo, cundió la impresión entre los ciudadanos británicos y entre los votantes conservadores de que Johnson había enderezado el rumbo. “En las decisiones importantes, siempre ha acertado”, aseguraban sus aliados políticos, convencidos de que había Johnson para rato. El propio primer ministro llegó a engañarse en las últimas semanas de su mandato, y soñó en voz alta con que podría aguantar en Downing Street hasta más allá de 2030.
El escándalo de las fiestas
En enero de 2022, se desató la tormenta. Los medios británicos comenzaron a publicar, informaciones primero, más tarde fotos, de las fiestas celebradas en la residencia del primer ministro y en otros edificios gubernamentales. Exceso de alcohol, comida, baile, vómitos, música, altercados incluso entre algunos de los asistentes. Todo eso durante un confinamiento que había obligado al resto de ciudadanos a encerrarse en sus hogares, no ver a sus seres queridos e incluso dejar que sus familiares mayores murieran en soledad.
Y en varias de esas fiestas había participado alegremente el mismo primer ministro que había pasado previamente por la UCI. Por ejemplo, durante la fiesta con tarta de cumpleaños que organizó su mujer en la misma sala donde se reunía habitualmente el Consejo de Ministros. “Es completamente nauseabundo que el primer ministro dedicara esa tarde a compartir pastel con 30 amigos en un espacio interior. A pesar de que ya nada nos sorprende, todavía nos trae al recuerdo un dolor muy vivo. Mientras decenas de personas le cantaban el cumpleaños feliz, algunas familias no podían siquiera cantar juntas en recuerdo de sus seres queridos en un funeral”, dijo entonces Jo Goodman, la mujer que contribuyó a fundar la asociación Justicia para los Familiares de Víctimas de la Covid-19. “Si tuviera alguna decencia, haría lo que le estamos reclamando nosotros y el resto del país y dimitiría”, exigió.
La suerte estaba echada, a pesar de que Johnson logró aguantar el tipo durante varios meses, cuando uno tras otro los diputados conservadores más críticos reclamaban su dimisión inmediata. A medida que repetía, una y otra vez, primero que no hubo fiestas, luego que nadie le había informado, y, finalmente, que nunca pensó que se estuviera quebrantando la legalidad, Johnson erosionaba irremediablemente su credibilidad.
La decisión de la Policía Metropolitana de imponerle una multa por saltarse las normas del confinamiento, pero sobre todo el demoledor informe de la alta funcionaria, Sue Gray, sobre todo lo sucedido, fueron el principio del fin de una desesperada huída hacia adelante. “Mucha gente estará conmocionada ante la escala del comportamiento que tuvo lugar en el mismo corazón del Gobierno”, concluía Gray. “Los líderes de más alto nivel, tanto política como administrativamente, deben asumir la responsabilidad por esta cultura [de alcohol y fiestas]”, señalaba.
El espejismo de Ucrania
La actitud decidida de Johnson en apoyo de Ucrania, y contra las ambiciones expansionistas de Vladimir Putin, hizo que Johnson lograra recuperar cierto sueño de grandeza churchilliana, con sus triunfales visitas a Kiev, su complicidad con el líder ucranio, Volodímir Zelenski, y su recuperado prestigio entre las naciones occidentales. Hasta muchos de los diputados críticos decidieron enterrar momentáneamente el hacha de guerra.
Las revelaciones sobre los sucesivos escándalos, sin embargo, se impusieron a las urgencias bélicas en el debate político interno del Reino Unido. Johnson tuvo que afrontar una moción de censura interna en el grupo parlamentario conservador. Sobrevivió por los pelos, pero 148 diputados (un 41%) dejaron claro que debía irse. Ni Margaret Thatcher, ni Theresa May, sufrieron un golpe tan duro en sus propias rebeliones internas.
Y aun así, el primer ministro ignoró el malestar de los suyos. Se aferró al arma que más útil le había sido durante su mandato: el Brexit. Puso en marcha una ruptura unilateral del compromiso firmado con Bruselas, el Protocolo de Irlanda del Norte, que fue jaleada por los conservadores euroescépticos y enfiló el rumbo hacia una guerra comercial con la UE, en el peor momento económico para el Reino Unido.
Era un espejismo. Parafraseando a la contra al filósofo Ortega y Gasset, Europa ya no era la solución. La mayoría de los votantes había pasado página y el Brexit era un asunto pasado, que solo servía para calentar el ánimo de un ala dura del partido cada vez más reducida. Las dudas crecientes sobre la integridad y honestidad de Johnson, y las alarmantes señales que emitían las encuestas sobre un próximo batacazo electoral de los tories, pesaban más sobre el ánimo de los diputados que cualquier batalla con Bruselas.
Fue de nuevo un escándalo sexual, el del diputado y aliado del primer ministro Chris Pincher, el que acabó con las aspiraciones de supervivencia de Johnson. Su torpeza al defenderle, sus mentiras para intentar convencer a los suyos de que no sabía nada de las acusaciones de acoso contra Pincher, provocaron que se pusiera en marcha la maniobra definitiva para derribar el Gobierno: la dimisión en cascada de los ministros.
“Mucho después de que resulte obvio para todos los demás que nuestra carrera política ha terminado, seguimos creyendo que es nuestra obligación continuar amarrados a las ventajas y privilegios del puesto”, escribía el periodista Johnson sobre los últimos días de Tony Blair, en 2006. Y ya entonces, la “ambición rubia” estaba convencido de que las reglas por las que se regían el resto de mortales no le afectaban a él. Toda carrera política acaba en lágrimas, y la de Johnson no ha sido diferente.
Johnson durante su discurso de renuncia el 7 de julio de 2022. Foto: Henry Nichols (Reuters)
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