Unos talibanes realizaban un control de seguridad ante el riesgo de atentados en del barrio de Dasht-e-Barchi, el lunes durante la celebración de la Ashura.LUIS DE VEGA
“¡No formen grupos en la calle!”, advertía este lunes un talibán a través de la megafonía de un vehículo policial todoterreno según avanzaba por una avenida de Kabul. Quieren, de esa forma, que las aglomeraciones no se conviertan en un objetivo fácil de los terroristas en la capital de Afganistán. El barrio de Dasht-e-Barchi, con más de millón y medio de vecinos, celebra la fiesta de la Ashura, la principal de los chiíes de todo el mundo, en medio de la psicosis por el elevado riesgo de atentados. Cualquier movimiento sospechoso es analizado. Los encargados de la seguridad advierten varias veces de que andan buscando a dos miembros de Estado Islámico que se les han colado en el barrio con las peores intenciones. Vecinos y fieles de distintas zonas chiíes de Kabul lo repiten al ser consultados: “No tenemos miedo. Si morimos, seremos mártires”. Las autoridades del Emirato, impuesto hace un año tras la salida de las tropas internacionales, mantienen desplegado un dispositivo de miles de personas. Por la misma avenida por la que piden a los vecinos que se dispersen; circulan, un rato después, dos tanquetas con barbudos milicianos en pose victoriosa.
La principal ciudad del país, de unos cuatro millones de habitantes, ha sido escenario en los últimos días de varios ataques con bomba contra la comunidad chií. El número de muertos supera los 120, según la misión de Naciones Unidas en Afganistán, una cifra que recortan de manera importante las autoridades del Emirato impuesto en agosto de 2021. El Estado Islámico, de la rama suní, se ha atribuido los ataques del viernes y el sábado. Se trata de un claro desafío no solo a los chiíes sino también a los fundamentalistas talibanes, también acérrimos enemigos, aunque sean suníes como ellos. El barrio de Kart-e-Sakhi fue escenario la semana pasada de un enfrentamiento armado entre unos y otros, con víctimas mortales por ambas partes. Estos atentados y refriegas evidencian que, al contrario de lo que afirman los jefes del Emirato, no han logrado acabar con el Estado Islámico.
Un grupo de niños durante la celebración de la Ashura, el lunes en Kabul. LUIS DE VEGA
En medio de una alerta máxima ante posibles nuevos atentados, Kabul amanece el lunes blindada con cientos de controles de las fuerzas de los talibanes, especialmente en zonas donde la etnia mayoritaria es chií, como la hazara de Dasht-e-Barchi. Se trata de una comunidad que representa aproximadamente el 10% de los 40 millones de afganos y que está amenazada tradicionalmente tanto por los talibanes como por el Estado Islámico. Desde antes del mediodía hasta entrada la noche, los teléfonos móviles dejan de funcionar, en lo que los kabulíes sospechan que se trata de una decisión de las autoridades para tratar de dificultar las comunicaciones de aquellos que pretenden sembrar el terror. Uno de los talibanes integrantes de la seguridad de Dasht-e-Barchi lo confirma .
Las calles del barrio, en el oeste de la capital y bastión de la comunidad hazara, permanecen cortadas y sin apenas comercio abierto. Es uno de los puntos predilectos para cometer ataques. Se da la paradoja de que, tras tomar el poder hace un año, ahora son los talibanes los encargados de proteger una zona en la que hasta hace unos meses cometían numerosos atentados con cientos de víctimas.
Agentes armados del Emirato cachean al reportero y le piden los papeles en numerosas ocasiones, al tiempo que registran sus pertenencias para dejarle acceder y avanzar por el barrio. Varias veces le hacen encender la cámara de fotos para comprobar que no ha instalado en ella un artefacto explosivo y, por el mismo motivo, poner en marcha el ordenador portátil. Hay incluso algunos talibanes que, de paisano, siguen a cualquier sospechoso, como puede llegar a ser un extranjero con cámara y mochila.
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Desfiles improvisados de vecinos que ondean banderas y lanzan cánticos recorren las avenidas ignorando las advertencias del dispositivo de vigilancia. A menudo, estas procesiones son protagonizadas por niñas o niños, siempre separados y casi siempre vestidos de negro. Las mezquitas, adornadas con banderas y pancartas, se convierten en centro de visita hasta donde se acercan para mostrar sus respetos. En los chiringuitos improvisados en las calles se reparte a los viandantes té, limonada, agua y caramelos. Frente a ese 10% hazara, la etnia mayoritaria en Afganistán es la pastún (40%), dominante entre los talibanes, seguida de la tayika (27%) y la uzbeka (10%).
Acceso a una mezquita del barrio de Dasht-e-Barchi, el lunes en la capital afgana.LUIS DE VEGA
En otra zona de la capital, los altavoces emiten música religiosa a todo volumen para dar la bienvenida al santuario y la mezquita chií de Abú Fazl. Es uno de los principales lugares de peregrinaje durante la festividad de la Ashura. Por la mañana, decenas de hombres se autoflagelan haciendo sangrar sus espaldas. Dentro, arrodillado a los pies de una bandera recogida en torno a un mástil a la que muchos se acercan por considerarla sagrada, se halla Sahed Mehdi, de 32 años. Llora sin consuelo con la vista fija en el suelo y abrazando la enseña. “Todos tenemos muchos problemas y en un día como hoy no puedo controlar mis emociones”, afirma interrumpiendo su duelo durante unos segundos. “Si morimos por venir aquí, seremos mártires y habrá que celebrarlo”, responde cuando se le pregunta por el peligro que pesa sobre los chiíes. El lunes 8 de agosto ha coincidido este año en el calendario musulmán con el décimo día del mes de muharram, cuando los chiíes conmemoran la muerte de Imán Husein, nieto de Mahoma, en la batalla de Kerbala (Irak) del año 680, lo que abrió la escisión en el Islam entre suníes y chiíes. “Este lugar es mi refugio de la muerte”, añade Sahed Mehdi entre la penumbra.
Ninguno de los presentes afirma tener miedo ante la oleada de ataques de los últimos días. Es más, desprecian el posible peligro. “Hay muchas amenazas, sobre todo con estas últimas explosiones. No tenemos miedo, solo tememos a Alá”, asegura una mujer de 32 años que cachea a las mujeres que llegan al templo pese a que ya han pasado antes varios controles. Prefiere no dar su nombre y dice que es una “servidora” de la mezquita, un fortín rodeado de altos muros de hormigón.
Dentro de las instalaciones, al igual que en los accesos, hay talibanes armados. Algunos de ellos se encuentran apostados en las ventanas con armas de distinto calibre que asoman hacia la calle. “No es la primera vez que celebramos la Ashura amenazados”, cuenta Sharif, un trabajador de la mezquita de 62 años. “Esto ocurre también con los chiíes de otros países como Pakistán, Irak o Yemen”, añade. Una pareja de talibanes se acerca, como quien no quiere la cosa, para controlar las preguntas del reportero. “El Emirato nos da seguridad”, zanja complaciente Sharif evitando polemizar delante de los barbudos.
Una mujer y unos niños visitaban el lunes el patio de una mezquita del barrio de Dasht-e-Barchi durante la celebración de la Ashura.LUIS DE VEGA
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