En Auge y caída de las grandes potencias, Paul Kennedy argumenta que las naciones ocupan un lugar preeminente en el mundo en función de sus recursos internos, su capacidad productiva o los cambios tecnológicos que son capaces de asumir. Si su poder mengua respecto a otras potencias, es decir, disminuye su poder relativo, su posición en el orden internacional decae también.
Otros análisis sistémicos se basan en el inevitable conflicto internacional que deriva de la confrontación entre una potencia hegemónica y una potencia emergente que amenaza con ocupar su lugar (la famosa trampa de Tucídides). Siguiendo una lógica parecida, John Mearsheimer evoca que el conflicto entre las grandes potencias es inevitable, porque solo en raras ocasiones los cambios en el equilibrio del poder mundial se suceden de forma pacífica.
El colapso de la URSS fue una de esas raras ocasiones. La entonces segunda potencia internacional se desmembró y su poder en el sistema se diluyó como un azucarillo. Lo hizo por sí sola, sin guerra abierta contra Estados Unidos ni como consecuencia de un plan factible para recuperar el terreno perdido: un caso digno de estudio para refutar las creencias y postulados tradicionales de la disciplina de las relaciones internacionales.
Las ideas, carisma y carácter de su entonces líder, Mijaíl Gorbachov, fueron clave para entender lo sucedido. No obró a fuerza de acciones decisivas, sino más bien por aversión al uso de la fuerza, combinando sus ideas reformistas con una aproximación dubitativa a transformaciones radicales. La consecuencia de sus menos de siete años en el poder fueron el fin del régimen comunista de partido único, la caída del imperio soviético, el nacimiento de nuevos Estados en Europa central y oriental y el freno a la carrera armamentística global.
Cabe preguntarse si un sistema soviético en crisis terminal hubiese tomado un curso diferente con otro líder. Quizá la debilidad y corrupción del Kremlin, la situación económica y social de la URSS o su pérdida de poder relativo respecto a Washington fueron factores más determinantes que cualquier intento de cambio o liderazgo alternativos, como reclamaban entonces los detractores de Gorbachov. Sea como fuere, la figura de Gorbachov demuestra que los líderes pueden influir tanto como los factores estructurales en el decurso de la política global.
La Rusia de hoy sigue siendo un gigante con pies de barro, aunque con un líder empeñado en deshacer el legado de Gorbachov. Vladímir Putin y su expansionismo beligerante consideran la caída de la URSS como la mayor catástrofe geoestratégica del siglo XX. Su referente es Pedro el Grande, no un Gorbachov que para el Kremlin es una figura denostable. Putin parece determinado a erigirse como el autócrata con mano de hierro que la URSS hubiese requerido en tiempos de Gorbachov para evitar su desmembramiento. La guerra en Ucrania muestra que Putin cuestiona la soberanía y el derecho a existir de los países que en su momento formaron parte del imperio soviético.
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Rusia, pese a seguir siendo una potencia militar determinante, tiene hoy una economía anquilosada, una desigualdad y corrupción rampantes y un creciente malestar social. Su política exterior no es señal de fortaleza, sino de aspiración a recuperar el estatus perdido. Lo único que comparten Putin y Gorbachov es haber sido figuras clave para entender la evolución de la URSS entonces y de Rusia hoy, además de agentes determinantes de las dinámicas de cambio y conflicto en el orden internacional.
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