Ha terminado la guerra de desgaste que empezó tras el fracaso de la ofensiva relámpago contra Kiev. La situación de equilibrio a lo largo del frente de 1.100 kilómetros que separaba a las tropas rusas de las ucranias apenas ha durado seis meses. Ucrania de pronto anunció a bombo y platillo una ofensiva de otoño para la reconquista de Jersón. Los mandos rusos reforzaron con sus mejores tropas esta región, que constituye un estratégico eslabón entre el Donbás y Crimea, donde Putin se proponía celebrar un referéndum de anexión antes de fin de año. Entonces fue cuando el ejército ucranio atacó súbitamente en el norte, en Járkov, en una contraofensiva que se ha zampado 6.000 kilómetros cuadrados al menos y ha obligado a una retirada rusa desordenada e incluso vergonzosa.
Ha sido un golpe táctico magistral, que ha jugado con el engaño facilitado por una muy buena inteligencia militar, un armamento de máxima eficacia suministrado por los aliados, unas tropas muy bien entrenadas y una moral de combate altísima, que contrasta con la miserable situación de las tropas rusas, mal preparadas, peor comandadas y sin motivación alguna para el combate. Caerán cabezas en Moscú, de eso no hay lugar a dudas, tal como ya demandan los truculentos comentaristas militares en los aquelarres más que tertulias de la televisión oficial. Putin ha entrado en una pendiente bélica difícilmente reversible.
Todo juega ahora a favor de Zelenski. El Kremlin ha perdido una iniciativa que fue plenamente suya desde el primer día y que todavía mantenía gracias al equilibrio de fuerzas en el frente, mientras actuaban las armas económicas, la energía y los alimentos, especialmente, sobre la moral de los amigos de Ucrania. La superioridad ucrania se exhibe cada vez con mayor fuerza, tácticamente en la maniobra, y estratégicamente en la negativa a negociar una sola pulgada de su territorio soberano desde una posición de debilidad. Ahora es Ucrania quien puede escoger dónde golpear, cuándo avanzar y cuándo parar, incluso cuándo negociar, y no Rusia, como había sucedido desde el 24 de febrero, e incluso antes, cuando se trataba de obtener ventajas políticas de la mera amenaza de invasión.
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El eufemismo de la ‘operación especial técnico-militar’, con el que se pretendía ocultar la guerra ante la opinión rusa y ante el equilibrismo moral mundial, pudo ser útil para el asalto sobre Kiev si hubiera tenido éxito y derrocado al Gobierno de Zelenski en cuatro días. Si ya era difícil de sostener en el terrible desgaste de un frente inamovible al estilo de la primera gran guerra europea, ahora ya no hay por dónde agarrarlo. Es una guerra abierta que Rusia está perdiendo y en la que seguirá retrocediendo a menos que eche mano de todos los recursos humanos a su disposición, con la decisión altamente impopular y peligrosa de decretar la movilización general que demandan los más halcones del Kremlin, aun a riesgo de provocar protestas y revueltas.
Putin quiso vencer en Ucrania sin que afectara ni a la economía ni al reclutamiento entre las clases medias de las grandes ciudades y especialmente en San Petersburgo y Moscú. La elite corrupta y mafiosa de los negocios surgida del viejo KGB, expulsada súbitamente de Occidente, ha sido acallada por el Kremlin o se ha refugiado en los cínicos países equidistantes o amigos como Turquía o las monarquías árabes. La censura, la represión y la propaganda en dosis brutales se han encargado de acallar el descontento entre los restos de la sociedad civil rusa supervivientes del putinismo. También en todos estos esfuerzos de ocultación de sus derrotas, Putin exhibe un fracaso estratégico que puede terminar con su poder.
Ahora, para que el desmoronamiento llegue al Kremlin lo más pronto posible y sea el propio Putin quien reclame el alto el fuego y la negociación, no debe cejar Ucrania en su contraofensiva, ni sus aliados en el suministro de armas, el entrenamiento de sus soldados y cuanta ayuda militar y económica haga falta.
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