En las calles del campamento de refugiados de la ciudad palestina de Yenín conviven dos tipos de carteles de mártires, el título que reciben quienes mueren en el marco del conflicto con Israel, sea un bebé víctima de un bombardeo aéreo o un terrorista suicida en Tel Aviv. Unos, ya descoloridos, muestran a los “héroes” de la Segunda Intifada (2000-2005) que consagraron estas calles como epicentro en Cisjordania de la resistencia armada a la ocupación israelí. Otros, mucho más nuevos, homenajean a parte de los más de 100 palestinos que el Ejército israelí ha matado este año en Cisjordania, el mayor número desde 2015. Los dos últimos (de 16 y 18 años) fueron aquí, este sábado, en una redada. Horas más tarde, un palestino mató a una soldado israelí en un puesto de control en Jerusalén.
Unos y otros carteles comparten la iconografía típica (el retrato fusil en mano, la Cúpula de la Roca de Jerusalén de fondo…), pero en los más recientes falta un detalle importante: el logotipo de la facción armada. Es el reflejo de un nuevo fenómeno sobre el que coinciden palestinos e israelíes: el norte de Cisjordania ha alumbrado una nueva hornada de combatientes freelance, formada por veinteañeros que han crecido sin horizonte de paz, pero con armas automáticas, redes sociales y una identidad nacional cada vez más fusionada con la religiosa. Se coordinan por WhatsApp, al margen de las milicias tradicionales, para recibir con disparos y cócteles molotov las redadas israelíes y para ejecutar atentados, principalmente contra soldados y colonos. Luego, alardean en TikTok, en una mezcla de la vieja competición de testosterona y la nueva cultura de la hiperexposición. Sus feudos son el campamento de refugiados de Yenín y el casco antiguo de Nablus, 30 kilómetros más al sur, y todos suelen repetir una idea en algún momento de la conversación: “No tengo nada que perder”.
“Si preguntas a un niño en Ramala cuál es su sueño, te dirá que un coche. Si preguntas aquí, te dirá que una pieza de un arma”, asegura Sharhabil, de 30 años. Su amigo Yahia, tres años menor, lo ilustra así: “Aquí no hay familias que no tengan a alguien muerto, arrestado o hayan demolido su casa. Ahora nos hemos unido, pero solo entre los del campo, para que no se cuelen mistaravim”, el nombre en hebreo de las fuerzas de élite del Ejército israelí que aprenden a mimetizarse con los árabes para infiltrarse en territorio palestino y que retrata la serie de televisión Fauda. Desde los atentados de marzo, en los que murieron 11 israelíes en solo una semana, más de 2.000 personas han sido arrestadas en toda Cisjordania.
Obstáculos antitanques en una calle del campo de refugiados de Yenín.Antonio Pita
En sus 27 años de vida, Muhammad solo ha conocido dos tipos de israelíes: soldados o guardas de la prisión en la que pasó tres años. “Para mí, la paz es que no haya israelíes”, señala. Pertenece a esa generación que nació tras los Acuerdos de Oslo de 1993 y que no ha conocido más realidad que la ocupación israelí ni ve negociaciones de paz desde hace ocho años. Su infancia estuvo marcada por la famosa batalla de Yenín en 2002 ―en la que murieron 52 palestinos y 23 soldados israelíes― y su adolescencia, por los puestos militares de control, las redadas, la expansión de los asentamientos judíos y el auge de la cultura yihadista del martirio.
― Aquí todos peleamos juntos
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Muhammad cuenta que su sueño es convertirse en mártir y que ha estado muchas veces a punto. “Me gusta ver frente a frente los soldados cuando disparo”, añade tras cerrar la puerta cuando un niño entra, lo señala y susurra matlub, matlub. Es decir, buscado por Israel.
Otros siete amigos palestinos ―el menor, 18 años; el mayor, de 37― pasan las horas muertas en un local del campamento de refugiados empapelado de fotos de mártires recientes.
― ¿Todos sabéis disparar?
― “Aquí hasta los bebés saben disparar”, responde Muhammad antes de mostrar en el móvil una foto de su sobrino de cuatro años sujetando un fusil M-16 tan grande como él
Jóvenes palestinos en un local del campo de refugiados de Yenín.Antonio Pita
“Los israelíes también entraban antes a arrestar, pero la gente no hacía nada. Ahora sí. Si metes a la gente en un agujero y la cubres de lodo, ¿qué esperas? ¿Que te den las gracias?”, dice Mustafa, de 28 años. “Esto no es como Gaza”, aclara Muhammad. “Aquí, la decisión de salir a una operación es casi siempre individual”. Otros dos muestran cicatrices de disparos, en el torso y en la axila.
Los jóvenes mezclan las viejas consignas sobre la resistencia armada con el nuevo lenguaje digital: selfis con un fusil de repetición como fondo de pantalla, emoticonos de corazones añadidos a las fotos de los mártires, búsquedas en TikTok para mostrar a judíos rezando en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén… Son conscientes de que las publicaciones dan información al enemigo, pero les da igual. “Ellos enseñan allí su fuerza, nosotros también. Tratamos de generar miedo”, asegura otro, también llamado Mustafa, de 37 años. “Los israelíes aman la vida porque tienen algo que perder; nosotros, no”, tercia Mahdi, el más joven del grupo.
De camino a la puerta, Muhammad se gira, aún molesto por haber escuchado una pregunta sobre los “civiles israelíes”. “En Israel, no hay civiles. Todo es ocupación. Israel es quien no diferencia. ¿Por qué tendríamos que hacerlo nosotros? Nosotros somos los civiles”.
Cae la noche, se oyen disparos y pasan jóvenes armados. Aquí, moto, camiseta negra y M-16 suelen ir de la mano. La entrada al campamento está dominada por un mapa de la Palestina histórica (que engloba el actual Israel) y una palabra: auda, el regreso de los hoy millones de refugiados palestinos. En las calles hay obstáculos antitanques de hierro, inspirados por las imágenes de la guerra en Ucrania, y aún se puede ver sangre seca y un zapato en la esquina donde el jefe militar de la Yihad Islámica en Cisjordania, Bassam al Saadi, fue arrestado el pasado agosto, antes de una ofensiva a gran escala en Gaza en la que murieron 41 palestinos.
Lugar del campo de refugiados de Yenín en el que fuerzas israelíes arrestaron a Bassam al Saadi.Antonio Pita
En otras generaciones o lugares de Cisjordania, pesa más el cansancio de la violencia, la resignación o el miedo a perder el trabajo, pero Yenín arrastra una épica de resistencia desde la invasión napoleónica en 1799 que mama cada generación, opina Adnan Al Sabah. Pensador y escritor local que fue encarcelado en la Primera Intifada (1987-1993) y publicó unos diarios sobre la invasión en la Segunda, observa el nuevo fenómeno con la perspectiva de los años y apunta dos elementos. Por un lado, la imitación. “Quieren copiar a los héroes que ven en los carteles y sentirse héroes ellos también. Por eso salen incluso al medio de la calle a disparar. Antes, los israelíes llegaban, se llevaban a alguien o lo mataban, y salían rápido. Ahora se quedan atascados”. El otro, el rechazo al faccionalismo: “Todos se apoyan entre todos. En vez de formar parte de la estructura de una organización, sienten más bien una especie de cercanía a una u otra. No es raro que alguien que se sienta más identificado con Hamás o el Frente Popular para la Liberación de Palestina recaude el dinero y entregue las armas a alguien más cercano a Al Fatah”.
Un alto mando del Ejército israelí lo confirma. “Vemos un fenómeno nuevo, sobre todo en el norte de Cisjordania. Jóvenes que no pertenecen a ningún grupo específico, aunque a lo mejor reciben entrenamiento o dinero de alguno de ellos, y que tienen mucha más voluntad de atentar […] Si antes nos tiraban piedras o cócteles molotov, ahora disparan contra nosotros cada día”, explica por teléfono. El número de atentados palestinos en 2022 triplica al del año pasado, añade. El dato no es de tiroteos durante las redadas, sino de ataques premeditados en otros lugares con armas de fuego o blancas.
Mahdi Abu Gazali, de 48 años, militaba en las Brigadas de Mártires de Al Aqsa. Hace una década, salió de prisión en el marco de una amnistía por la que renunció a las armas. Ahora trata sin éxito de convencer a los jóvenes para que hagan lo mismo. “Yo quiero una solución; ellos, morir”, señala en su despacho de coordinador de Al Fatah en el casco antiguo de Nablus. “Estos chicos crecieron viendo a la gente de la Segunda Intifada. Son patriotas, pero no quieren pertenecer a ninguna organización. Para mi generación, es extraño. Y van muy rápido. Incluso nosotros tardamos en darnos cuenta del fenómeno”, admite. La última encuesta del Centro Palestino de Investigación de Políticas y Sondeos, del mes pasado, señala que un 48% de palestinos apoya la confrontación armada y el estallido de una tercera intifada.
La Guarida del León
Nablus es la cuna de otro gran exponente de la nueva generación: La Guarida del León, un grupo armado creado en los últimos meses en base al modelo de Yenín. Su estructura local y descentralizada ―en la que uno aporta el arma, otro la información y otro el vehículo― la hace más eficaz, explicaba la semana pasada en el canal 11 de la televisión israelí el corresponsal de asuntos palestinos, Elior Levy. Conceden además enorme importancia a la difusión, por lo que graban todos los ataques.
El nombre del grupo proviene del apodo de Ibrahim al Nabulsi, El león de Nablus, un combatiente de 18 años sin filiación organizativa clara que murió el pasado agosto en una redada israelí. Dos intentos previos de atraparlo cimentaron su leyenda entre los jóvenes y su popularidad en TikTok. Ya rodeado por las tropas israelíes, grabó por WhatsApp una nota de voz en la que se despedía de su madre, anunciaba que moriría como un mártir y exhortaba a sus compañeros a mantener la lucha armada.
Edificio dañado en una redada israelí en Nablus, el pasado miércoles. RANEEN SAWAFTA (REUTERS)
El logo de La Guarida del León también es significativo: dos M-16 protegiendo la Explanada de las Mezquitas. Muestra, por un lado, la importancia que mantiene Jerusalén ―la tercera ciudad más sagrada en el islam, tras La Meca y Medina― y, por otro, como el estadounidense M-16 o el israelí Tavor han ido reemplazando al fusil de asalto históricamente asociado a los palestinos, el Kaláshnikov. Se compran en el mercado negro, robados del propio arsenal israelí, o entran de contrabando. Una buena parte se monta juntando piezas.
También ha aumentado ostensiblemente en los últimos tres años el empleo de armas montadas en talleres clandestinos, como el subfusil Carlo, una imitación barata del Carl Gustaf sueco de los años cuarenta, señala el alto mando israelí. Se hacen con chatarra o recambios de coche, así que a menudo se encasquillan o explotan. También escopetas de perdigones adaptadas para alojar balas. Cuestan menos de mil euros o dólares, mientras que un M-16 modificado se vende por unos 15.000.
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