Christopher Michael Ramos había encontrado su sitio en el cementerio de Ayacucho. Allí arreglaba las flores, subía a los nichos más altos para limpiar las lápidas o lavaba los floreros. Con las monedas que ganaba se compró unos tenis. Otra vez fue a la peluquería a hacerse un corte moderno. Eso lo hacía feliz, aunque en realidad era un adolescente de 15 años bastante enfadado con el mundo. Con su padre, que los había dejado para formar otra familia. Con su madre, que trabajaba de sol a sol para llevar comida al plato. Con sus compañeros de la escuela, que lo llamaban huérfano y burro por haber repetido curso tres veces.
El jueves de la semana pasada, Perú estrenaba el estado de emergencia. Las protestas, que comenzaron por el autogolpe fallido del ya encarcelado expresidente Pedro Castillo, habían aumentado en las provincias del interior. En Ayacucho, una región de Perú acostumbrada a la muerte por el terrorismo de los años ochenta y noventa, el joven Ramos decidió unirse a las marchas. Con otros amigos, dio vueltas toda la tarde por la ciudad. Al caer el sol, los militares ordenaron que todo el mundo se fuera a casa para cumplir el toque de queda. Ramos tenía que darse prisa.
El chico caminó hacia su casa, una cabaña de adobe y paja en la periferia de la ciudad. Pasó junto a un amigo, que es quien ha relatado la escena, por delante del cementerio en el que trabajaba. En ese instante empezaron a escuchar los disparos. Los amigos se pegaron a la pared y comenzaron a caminar rápido. Una bala, sin embargo, alcanzó a Ramos por la espalda. Le atravesó un pulmón y el corazón. El amigo trató de arrastrarlo, pero le asustaron los disparos y se escondió detrás de un árbol. El cuerpo de Ramos quedó tirado en la calle. Ya en el hospital, a las 19.10 de la tarde (la 01.10 de la madrugada en la España peninsular), un médico firmó la defunción de un anónimo: lo identificaron como NN (sin nombre).
En el barrio de Los Licenciados, a las afueras de Ayacucho, la luz se fue a las 17.45 hora local. Hilaria no pudo cargar su teléfono: uno de esos aparatos que ya casi no se ven por el mundo, que solo sirven para llamar y que no tienen conexión a Internet. Hacía horas que su hijo Christopher se había despedido de ella. Su madre le había pedido que no saliera, que ese día había paro.
—Mami, yo también podría ir ahí, le dijo.
Pero Hilaria se lo tomó a broma. Se lo imaginaba en el cementerio, trepando por los nichos para colocar las flores del último muerto del lugar. Más tarde, cuando se acostó sin saber dónde estaba, pensó que se habría ido con sus amigos. Lo hacía mucho últimamente. Ramos había cambiado de repente.
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SuscríbeteRetrato de Christopher Michael Ramos.Mauricio Morales
Había dado un estirón. Era realmente alto para sus 15 años. En la escuela le tocaba ir a clase con niños de 13 y se reían de él. Los profesores decían que sacaba buenas calificaciones, pero que tenía un problema de comportamiento, que lo llevaran a un psicólogo. Un día de julio se cansó y dejó de asistir. Dijo que estudiaría los fines de semana, pero no volvió a sentarse en su pupitre ni a vestir su uniforme.
Empezó a juntarse con otros jóvenes de su edad. A veces salían a la calle y tomaban alcohol. Así que cuando Hilaria se levantó el viernes y vio que su hijo tampoco estaba en su cama, pensó que se habría ido a dormir la borrachera a algún lado. Para entonces, la noticia de su muerte ya estaba en los periódicos. Ella era la última en enterarse.
A una hora por carretera de Ayacucho está Quinua. Allí vive Regner Raul Ramos, de 48 años, el padre. Esa mañana le sonó el teléfono y al otro lado del auricular le habló un médico. Le dijo que le iba a enviar unas fotos por WhastApp: eran unos retratos del cadáver de Christopher.
Ahora estaba muerto, pero hacía solo unas horas era un chico lleno de vida que había desarrollado un don especial para la cocina. Desde muy pequeño su madre le había enseñado a manejarse entre los fogones por si ella faltaba algún día. A veces iba con su hermana a un restaurante en el que ella trabajaba para echarles una mano. Se había aficionado a hacer carne a la parrilla, esos cortes de res que nunca había visto en su mesa. También cocinaba pasta.
En la cabaña en la que compartían dos habitaciones con colchones en el suelo de tierra había encontrado otra ocupación. Un día se estropeó la radio. Ramos la desmontó y cuando volvió a juntar las piezas, la voz salió por el aparato. Su madre y su hermana no lo podían creer. Le pidieron que no dejara los estudios, que se hiciera técnico. Él decía que sí, que un día iba a ser profesional y les iba a comprar una televisión.
A Ana Luz Cristel Ramos, la hermana de 18 años, le hubiese gustado salir a protestar esa tarde funesta, pero tenía que preparar un examen. Quiere ir a la Universidad. La balacera que se desató se escuchó también a las afueras de la ciudad. Hilaria les pidió a sus dos hijos pequeños que se metieran en casa. Un helicóptero sobrevolaba Ayacucho.
Las calles del centro se habían convertido en un caos. Los manifestantes habían intentado tomar el aeropuerto, que desde ese día pasó una semana cerrado al tráfico aéreo. Los militares respondieron usando sus armas. Murieron 10 personas por los enfrentamientos, la mayoría por heridas de bala. El último fue Jonathan Alarcón Galindo, de 19 años, que murió este jueves en el hospital. Hubo decenas de heridos. Ha sido la mayor masacre desde el inicio de las protestas en todo el país, que ya suman 26 fallecidos.
Regner Raul Ramos, padre de Christopher.Mauricio Morales
Ayacucho, en quechua, quiere decir tierra de muertos. Esta región andina puso el 40% de las 69.000 víctimas que provocó el terrorismo de Sendero Luminoso, la guerra sucia emprendida por el Estado y los grupos paramilitares durante dos décadas. 30 años después, los muertos siguen saliendo de este lugar marcado por la miseria y el abandono estatal. Razones que llevan a los adolescentes a enfadarse con el mundo, a salir a las calles a gritarle a Perú que existen. Como cuando votaron por Pedro Castillo y lo hicieron presidente. Una gesta histórica que acabó igual de mal que todas las aventuras políticas del país desde hace una década.
Quizás eso gritó esa tarde Ramos por las calles. O pidió que liberaran a Castillo. O que cerraran el Congreso. O que dimitiera la nueva presidenta, Dina Boluarte. O que los tenis que se había comprado ya le estaban pequeños y necesitaba unos nuevos. Por algo o por todo se unió a la protesta ese jueves hasta que un disparo le atravesó el corazón.
Ya muerto, lo bautizaron. Era algo que siempre había querido. Su hermana llora al recordarlo:
—¿Y ya para qué? Él quería bautizarse para bailar con su mamá en el festejo y poder decirle feliz: ya no soy hijo del diablo.
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