EL PAÍS

No es un plan de paz

Había gran expectación, muchas suspicacias y alguna leve esperanza. La montaña parió un ratón. Pekín dice que tiene un plan de paz, pero lo que tiene es un plan para salvar la cara, la suya, para hacer o mantener amigos en el sur global, y para intentar preservar la parte de las interdependencias globales en las que se juega el futuro de su propia economía. No está mal, tal como están las cosas. Al menos no sirve para empeorarlas, como algunos temían, aunque no sirva para nada más. Cabe recibirlo con alivio e incluso con un punto de satisfacción.

Su primer punto es espléndido. Toca el meollo del asunto. Bastaría por sí solo para construir un auténtico plan de paz, tratándose de exigir el reconocimiento de la soberanía, la independencia y la integridad territorial de todos los países, la ley internacional universalmente reconocida, el respeto a la Carta de Naciones Unidas, la igualdad de todos los Estados socios de Naciones Unidas con independencia de su tamaño, su riqueza y su fortaleza, en resumen, todo lo que Putin ha vulnerado y está intentando destruir con su guerra de agresión contra Ucrania. De su lectura solo se puede deducir que la paz exige, ante todo, la retirada de las tropas rusas del entero territorio ucranio.

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En el Kremlin no se lee así este primer punto, está claro. Para la banda putinesca se trata de un asunto interno de Rusia en el que solo está en juego el principio de no interferencia. Está en abierta y obscena contradicción con todos los tratados y acuerdos firmados por el Kremlin desde 1945, incluyendo la participación de Ucrania, también de Bielorrusia, como Estado soberano e independiente en la fundación de Naciones Unidas. No puede engañar a nadie entre los países que se pretenden equidistantes en esta guerra, y especialmente al de mayor peso de todos, que es India, pillado en una soberbia contradicción con su abstención en Naciones Unidas junto a China y Pakistán, los dos molestos vecinos, aliados entre sí para corroer su territorio en Cachemira y en los Himalayas.

Vale, en cambio, la puya sutil dirigida a ese Occidente colectivo que el Kremlin ha construido como enemigo: “La aplicación idéntica y uniforme de la ley internacional debe ser promovida, mientras que las varas de doble medida deben ser rechazadas”. Ahí Pekín señala el talón de Aquiles de la diplomacia occidental. No es solo el colonialismo, sino sus reminiscencias y actualizaciones contemporáneas, las guerras de Irak y Afganistán, la paz arruinada en Oriente Próximo, la tolerancia con las criminales monarquías petrolíferas… Aun así, seguiría siendo la base para un plan de paz en el que los occidentales adoptaran la actitud que corresponde a quien tiene un pasado tan turbulento.

De lo que sigue, poco sirve para que termine la guerra. Nadie puede estar en desacuerdo con abandonar la mentalidad de la Guerra Fría. El alto el fuego y las conversaciones de paz están muy bien, pero hay que decir cómo se come ese pan. Por no hablar de una ayuda humanitaria sobre la que China imparte lecciones para que no se politice. Obviedades, como el respeto a los derechos de los civiles y de los prisioneros de guerra según las convenciones de Ginebra que Pekín prefiere no citar y Moscú se dedica a incumplir sistemáticamente. Muy bien están los dos puntos sobre seguridad y armas nucleares. También contienen una crítica implícita a la retórica amenazadora del Kremlin. Todo lo contrario, en cambio, a la política de sanciones, criticadas por Pekín, porque en ella se juegan sus intereses.

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China no tiene un plan de paz, pero quiere sacar partido del final de la guerra y de la posguerra, de la capitalización de la paz y de la reconstrucción. Y estas son las cartas que ha mostrado en su documento. Si fuera consecuente solo con el primer punto, habría votado en favor de la resolución de la Asamblea General. Más grave es que no la haya votado India, que ya supera a China en población, y puede sufrir algún día de las ambiciones chinas, tanto como Ucrania sufre de las rusas.

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