Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, pasará el resto de su vida en una cárcel de máxima seguridad en Estados Unidos. El capo del cártel de Sinaloa, de 62 años, fue sentenciado por una corte de Brooklyn a cadena perpetua. A esta condena se le sumaron 30 años de prisión por violencia armada y otros 20 por lavado de dinero. Medio siglo que se añade a la vida en reclusión que el juez Brian Cogan decidió dar al narcotraficante mexicano más conocido, uno de los delincuentes más violentos de los años recientes. Como daño colateral, por sabido no menos doloroso, figura la desautorización al sistema judicial mexicano y sus instituciones.
La condena es un castigo ejemplar para un escurridizo criminal que se fugó de dos prisiones de máxima seguridad en su país, se entrevistó en la clandestinidad con el actor Sean Penn con la esperanza de ver su historia llevada a la pantalla, y figuró en la lista Forbes de las mayores fortunas del mundo. Su segunda detención en México provocó marchas de repudio en su tierra natal, Sinaloa. El proceso judicial, que concluyó con la sentencia este miércoles, reveló detalles del poder corruptor de una de las organizaciones criminales más grandes del mundo y desmitificó el relato romántico del bandido bueno que El Chapo Guzmán se construyó.
El fin del proceso es un duro recordatorio para México. Nuevamente, como pasó con Osiel Cárdenas, el líder de Los Zetas, o con Juan García Abrego, del Cártel del Golfo, un capo mexicano conoce la justicia fuera del territorio donde creó su emporio criminal. La sentencia que acaba con la vida pública de Guzmán ilustra el fracaso del sistema judicial mexicano para castigar a aquellos que se han beneficiado de la debilidad del Estado.
El éxito conseguido por el Departamento de Justicia de EE UU, que obtuvo una pena superior a la que propuso, debería agitar el estado de las cosas al sur de la frontera. México suma un tercer Gobierno consecutivo sumergido en una crisis de violencia, iniciada hace 12 años por el combate al narcotráfico decidido por el ejecutivo de Felipe Calderón. La violencia homicida alargó su racha en el periodo de Enrique Peña Nieto, y amenaza con instalarse en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador.
El debate sobre legalización de las drogas y la reforma del sistema de justicia no aparece por ningún lado, en una nación obsesionada con formar un nuevo cuerpo de policía y profundizar en un modelo militar para reducir la inseguridad. Ni el Gobierno de López Obrador ni la oposición han propuesto herramientas para acabar con la impunidad que permitió a personajes como El Chapo, con una trayectoria criminal de más de 30 años, vivir sin castigo. Sin mensajes ni instrumentos ni ideas claras, México está condenado a ser testigo de cómo los tribunales de su vecino del norte le expropian la justicia.
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