Julio Moguel
I
A casi trece meses del proceso electoral del año pasado, el escenario político empieza a adquirir nuevas connotaciones y peculiaridades, con un fenómeno que, así pueda ser evidente, vale la pena mencionar: la emergencia de muy distintas manifestaciones de fisuras o de resquebrajaduras de lo que durante un tiempo apareció como una férrea y monolítica fuerza política representada por un nuevo partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), con el liderazgo indiscutible e indisputable de Andrés Manuel López Obrador.
Pero la aparición de tales distancias, fisuras o distanciamientos en el escenario político de nuestros días dentro del movimiento obradorista no debiera sorprender a nadie, pues Morena fue de hecho un “partido de coalición” formado por núcleos relevantes y no poco representativos de todos y de cada uno de los puntos de la geometría política nacional: de izquierda, de centro y de derecha. El milagro representado por el triunfo político arrollador de López Obrador y su partido, el 1 de julio de 2018, se debió justo a la capacidad de este peculiar líder político para aglutinar a todos esos afluentes tan distintos, y convertirlos en un solo torrente que, por razones que ahora conocemos (o pretendemos conocer), dio el tiro de gracia a un régimen político que se venía desmoronando de tiempo atrás como un montón de piedras.
Esta perspectiva es la que no ha sido revisada con suficiente tino y seriedad por parte de aquellos que, desde una cierta izquierda, simplemente creen que el 1º de julio del año pasado se habría “tomado el Palacio de Invierno”, y que desde el pujante e incontrovertible flujo del sufragio habría comenzado la nueva y promisoria época del post-neoliberalismo (¿socialismo?, ¿comunalismo?; vaya usted a saber).
La coalición obradorista cobijada con y por Morena, con integrantes de izquierda, centro y de derecha, tuvo –y tiene sin lugar a duda, en mi opinión– una dominancia ideológica y política de izquierda y centro-izquierda, en una extraña mezcla que incluye, en su arco táctico y fáctico de juego, a neokeynesianos, neomarxistas, comunalistas, liberales, ambientalistas, feministas, socialdemócratas o a demócratas comunes (los de a pie, en su mayoría). La base poderosa sobre la que descansa esa dominancia tiene sus raíces en los movimientos socio-populares que se fueron gestando, en bloques, archipiélagos o en miríadas de presencias unicelulares, en el tiempo rudo de los últimos capitalismos. Y es esa dominancia la que aún tiene sentido en propuestas y proyectos, aunque, como sabemos, las relaciones de fuerza cambian o pueden cambiar por circunstancias diversas (“el hombre es él y sus circunstancias”, solía decir el viejo Marx).
II
La derecha morenista hoy por hoy –en la coyuntura que se vive– está representada por fenómenos tan melodramáticos como el que protagoniza el gobernador electo del estado de Baja California, Jaime Bonilla, con sus huestes aliadas de partido y de otros núcleos partidarios, quienes, rebasando toda consideración republicana, sin un gramo de ética en sus posicionamientos, se lanzaron a una aventura golpista que no tiene precedentes (empujar, con moches de por medio, a la reforma constitucional que le permitiría gobernar por cinco años y no por los dos que habían quedado legalmente establecidos), lo que ha marcado una línea de fuerza en el plano nacional que divide al morenismo y en la que se juegan algunos de los valores de mayor calado de “La 4T”.
Si bien Bonilla no representa el líder de esta específica corriente de derecha en el espacio de Morena, se ha convertido en el personaje más emblemático del posicionamiento mencionado, con el apoyo de altos y de medios mandos jerárquicos de quienes tienen en sus manos la escritura de la casa.
La izquierda y el centro de Morena están por otro lado en abierta lucha contra ese movimiento regresivo, con posicionamientos bien marcados en espacios del Congreso nacional tanto como dentro del propio aparato de gobierno comandado por el Presidente. Sin dejar de considerar, por supuesto, las multiplicadas manifestaciones de rechazo de sectores sociales y políticos de los cuatro puntos cardinales del país, quienes han manifestado, a grito abierto o en tonos mesurados de espera o de reserva, que el movimiento golpista encabezado por Bonilla se desmonte finalmente de manera contundente para dar un giro de timón que haga renacer a ese movimiento regenerativo que dio eje y fuerza propulsora principal al triunfo arrollador de AMLO el primer día del mes de julio de 2018.
III
En éste y otros temas litigiosos de la 4ª Transformación se han venido presentando otras no pocas manifestaciones de rechazo o de reserva a la forma en que se ha venido armando la ingeniería política de la relación Estado-sociedad que finquen las bases de un nuevo y progresista régimen político.
Ciertamente el camino no es recto, y no puede serlo, siempre en el entendido de que el proceso de transición actualmente en curso tiene que contar con la fórmula de un “régimen en coalición”, en un juego de fuerzas que no puede hacer a un lado las determinantes globales –el nuevo imperialismo representado por Trump; el factor latinoamericano llamado Bolsonaro, etcétera– ni las estrecheces del campo de maniobra en el que pueden, hoy por hoy, desarrollarse las transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales prometidas por “La 4T”.
Pero algunos ángulos de la nueva ingeniería aplicada en el proceso deberían ser revisados y, en su caso, transformados: “La revolución en la revolución”, digamos, para parafrasear lo dicho por un gran pensador y político mexicano de hace tiempo. Particularmente aquellos que se implican en los goznes o engarces y vínculos de compromiso y de comunicación del nuevo gobierno –y del partido Morena– con una buena parte de los movimientos sociales y políticos de base que han sido –y sin duda, en no pocos casos, lo siguen siendo– los motores del proceso de transición que estamos viviendo.
Nuevos y/o renovados empoderamientos sociales locales y regionales socio-populares debieran dar sustento a los procesos de transformación que ahora se juegan en casi todos los puntos geográficos del territorio. Los llamados superdelegados, v. gr., pueden tener la mejor voluntad del mundo para aportar su mayor esfuerzo al proceso transformativo, pero queda corto para ellos la función de intermediación, de contrapoder o de gestoría que en lo general les ha sido asignada. ¿Cómo lograr que asuman más bien un papel de líderes, conductores o de acompañamiento para ayudar a construir los nuevos basamentos de organización social, económica, política y cultural que, en y desde el territorio, marquen algunas de las pautas y orienten y acompañen activamente el desarrollo de los “grandes proyectos nacionales” de “la 4T”
Estos y otros elementos se implican –o se deben implicar, en mi opinión– en la puesta en marcha de lo que debería ser una “nueva ingeniería de la Cuarta”.
*La opinión aquí vertida es responsabilidad de quien firma y no necesariamente representa la postura editorial de Aristegui Noticias.