La discusión en torno a la adolescente sueca Greta Thunberg ha copado la atención mundial durante las recientes semanas, a partir de la visita que la chica hizo a Estados Unidos para participar como oradora en la Cumbre de Acción Climática de las Naciones Unidas (en la cual dio, ante varios líderes y representantes mundiales, su ya famoso discurso de “¿Cómo se atreven?”). En México, por ejemplo, tuvo que fallecer la figura principal de la bohemia musical, José José, para que comenzara a hablarse de otra cosa. El debate se ha concentrado, principalmente, en Greta misma: su pasado y origen, los negocios y el estatus de su familia, sus intereses explícitos y hasta su presunta agenda “oculta”.
La chica se ha convertido en un referente para millones de personas en el planeta, y especialmente para los jóvenes, quienes se han movilizado en buena parte de Occidente para apoyar sus huelgas de los viernes, en las que faltan a clases y se reúnen a exigir a Gobiernos y empresas acciones claras contra el cambio climático: los llamados Fridays for Future. En el otro lado del ring están los escépticos, comandados por ese adalid de todas las malas causas que es el presidente de Estados Unidos, Donald Trump (a quien, fiel a su costumbre de comportarse como un bravucón, no le pareció de mal gusto burlarse de la joven sueca en su cuenta de Twitter). Abundan, entre esos escépticos, quienes dicen considerar a Greta una víctima de explotación o maltrato infantil por estar metida en una campaña mundial, aunque, sintomáticamente, jamás hayan dicho ni una palabra sobre los miles de adolescentes sometidos a presiones tremendas en los mundos del pop o del deporte (uno de los críticos más radicales que vi, en las redes, quejarse de que Greta ande dando cátedra de activismo a los 16 años en vez de estar en la escuela, tiene como foto de perfil al jovencísimo jugador del Barcelona Ansu Fati, quien fue reclutado a los 8 años y a los 16 ya está en el primer equipo, dando autógrafos y metiendo goles). Otros desdeñan la campaña entera, pues les parece que se trata de una suerte de “berrinche” de niños consentidos de países privilegiados (los Fridays for Future han sido especialmente exitosos en las naciones nórdicas, Alemania o Bélgica, económicamente muy solventes). Pero esto es solo un prejuicio: venir de un país próspero nunca ha descalificado a nadie como activista y luchador social, salvo que nuestra unidad de medida sea el resentimiento.
No cabe duda, pues, de que Greta ha fascinado al mundo (y hasta se puede decir que lo ha polarizado a su favor o en contra) y ha conseguido una visibilidad para el tema que no le han dado ni siquiera la legión de estrellas del espectáculo dedicadas, por pasión o por aliviar a su pago de impuestos, a salpimentar sus apariciones públicas con mensajes que invitan a cuidar el medio ambiente.
El problema principal de tantos reflectores es que Greta solo es la mensajera. Aunque de algún modo los escépticos consiguieran desacreditar sus motivaciones o su honestidad, la crisis que denuncia no se resolverá con eso. Los Gobiernos y las megaempresas no solo no mueven un dedo sino que construyeron y apuntalan el sistema de producción y consumo que está destrozando la vida natural. Son miles los científicos, líderes comunitarios y activistas de a pie quienes han repetido, mutatis mutandis, lo mismo. Muchos incluso han sufrido acoso y persecución (y a veces han muerto) gracias a esos mismos poderosos que se hacen los sordos y piensan que con un chiste o una injuria sobre Greta se resuelve el tema. Pero no: están (y estamos) literalmente de pie sobre una bomba.
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