A mitad de camino: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París



Capítulo 21

1. La semana de la Covid

Después de Salah Abdeslam y Ali Haddad Asufi, me toca a mí contraer la covid y pasar una semana lejos del Palacio de Justicia. Vacaciones forzosas que he aprovechado, a mitad de camino del viernes 13, para releer mis cuadernos de notas. Debo confesarlo: a la gente aficionada a los juicios, cronistas judiciales de profesión u ocasionales como yo, más que las víctimas les fascinan los culpables. Compadecemos a las víctimas, pero de quienes tratamos de comprender la personalidad es de los culpables. Son sus vidas las que escudriñamos para detectar el punto en que se engancharon, el punto misterioso en que se desviaron hacia el crimen. El viernes 13 ocurre lo contrario.

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Las cinco semanas de testimonios de las partes civiles nos han trastornado, nos han devastado, y casi cuatro meses después lo que emerge son los rostros de seres humanos puestos al desnudo por la experiencia. ¿Los acusados, en cambio? Nada. Pensábamos que sus interrogatorios serían apasionantes y en realidad no lo han sido. Porque unos se niegan a hablar y otros apenas revelan más, sí, pero sobre todo porque no tienen nada que decir. Puede interesarnos el largo proceso histórico que ha producido esta mutación patológica del islam, pero en verdad hay que forzarse para que nos interesen estos descerebrados que son más o menos intercambiables. Repaso mis cuadernos, Cuaderno de la Belle Équipe, Cuaderno del Bataclan, hay tantas historias que no he tenido sitio para contar aquí: he aquí una.

2. Clarisse en el Bataclan

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Un signo que no engaña: el ruido de las teclas del ordenador en los bancos de la prensa. Una nueva parte civil se aproxima al estrado y empieza a hablar. Los dedos están suspendidos sobre los teclados. Este testigo, ella o él, ¿va a ser bueno? (Esta lógica del casting es horrible, pero ¿cómo eludirla?). De algunos, como Clarisse, lo sabemos de inmediato: al cabo de algunas frases todos los teclados comienzan a chasquear. Rubia, ojos azules, afilada, elocución rápida y clara, dominio del relato, Clarisse tiene 30 años, 24 entonces. Fue al Bataclan con dos amigos porque le encanta el rock, y lo que más le gusta de un concierto de rock es mirar a los demás: sus caras, la manera en que se mueven, la energía que desprenden. Buena energía, esa noche. Están en el foso, en el flanco derecho, su lugar preferido. Son estudiantes sin blanca, el alcohol es caro en el bar, se pasan discretamente una pequeña petaca de whisky, pero se vacía enseguida, ahora harían falta unas buenas cervezas frías.

Deciden ir a comprarlas en la tienda de la esquina y para hacerlo aprovechan una canción que saben que es larga y mediocre, Kiss the Devil, muchos se acordarán de este título, algunos se acordarán de que aquel 13 de noviembre era el Día Mundial de la Amabilidad. Salen los tres de la sala, a la altura del guardarropa hay un portero al que hay que engatusar. Clarisse dice que va a sacar dinero del cajero, no se sabe si el portero se lo cree, en todo caso dice que muy bien y de repente cambia de expresión, su mirada risueña se vuelve vidriosa al mismo tiempo que se oyen las primeras detonaciones. Como el peligro procede de fuera, Clarisse y sus amigos vuelven al interior, seguidos de cerca por individuos que disparan. Consiguen cruzar la puerta sin que los maten, pero ella piensa que es eso lo que va a ocurrir, que van a dispararle y se pregunta si va a morir de un tiro, si va a sufrir, se lo pregunta al irrumpir en la sala, al abrirse paso entre el gentío, al empujar a la gente gritando: “¡Disparan!”, pero todo el mundo lo sabe ya, que disparan a ráfagas, que no son petardos que forman parte del concierto, además ella ve al cantante del grupo que tira la guitarra en el escenario y desaparece en los bastidores.

La luz se ha vuelto blanca y cegadora, todo el mundo se lanza al suelo, disparan, disparan, empiezan a oírse los alaridos de los que han sido tocados. Clarisse se aferra un instante a la idea de que es una toma de rehenes, todo irá bien si haces dócilmente lo que te piden, pero no, no quieren rehenes, estos tíos han venido a matarnos a todos, sin motivo, sin discusión posible, no sirve de nada decir que no estás de acuerdo. Ella se dice: “Qué locura, voy a morir en una salita de conciertos a la que he venido para escuchar a un grupo de rednecks californianos, la entrada me ha costado 30,70 euros, esto es mi muerte”. Se empujan, se pisotean, chillan, los disparos no cesan. Clarisse logra llegar a un costado, sube una escalera seguida en la confusión total por una cincuentena de personas. Es ella la que encabeza la marcha, la que sube esperando encontrar una salida de emergencia. Se oye una enorme explosión, ella cree que es una granada, de hecho es el terrorista Amimour que se ha explosionado, regando el foso de jirones de carne humana.

Al fondo del pasillo hay un palco, ella empuja la puerta: sin salida. No hay ventana, no hay escapatoria. Un palco viejo de pladur podrido, no es posible, tengo 24 años, una vida que vivir, no voy a morir en un palco viejo de pladur podrido. Hay unos aseos, unos aseos minúsculos, y entonces Clarisse se acuerda de un antiguo James Bond, Goldeneye, en el que se evade por el techo, así que se sube a un asiento y empieza a destrozar a puñetazos el techo, que es un falso techo, prácticamente de cartón. Arranca la lana de vidrio, los cables eléctricos. A la cabeza del tropel que la sigue está un hombre, un hombre que podría ser el padre de Clarisse, de hecho se le parece, la ayuda a auparse, ella accede a este espacio entre techo falso y auténtico, el hombre y varios más la siguen. Trepan a esta especie de túnel, entre la lana de vidrio y los cables eléctricos trenzados, Clarisse se pregunta si en vez de que la mate una bala va a electrocutarse.

Trepa ella, trepan los demás, llegan a un local de ventilación donde pueden ponerse de pie. Es un refugio, pero quizá una ratonera, son cada vez más numerosos, existe el riesgo de que los descubran, quizá los asesinos van a venir a matarlos o la policía a arrojar gas y entonces morirán asfixiados. Clarisse está al lado de este hombre de la edad de su padre, que se llama Patrick y al que le pide que si ellos vienen, que la estreche en sus brazos. Si tiene que morir, es mejor morir en los brazos de alguien. Patrick se lo promete.

Los disparos prosiguen, a ráfagas, tiro a tiro. Se oye gemir, aullar, morir a la gente. Pero se oye lejos, un sonido amortiguado, son como niños escondidos. Al principio del juicio, el policía de la BRI (Brigada de Investigación e Intervención, en sus siglas en francés) que hizo los atestados expresó su temor de haber olvidado a las personas que se habían escondido para morir en unas ratoneras. Clarisse, Patrick y los demás no murieron, pero permanecieron allí largo tiempo, casi cuatro horas en la madriguera de ratones, y fueron los últimos en ser evacuados. Tuvieron que pasar por el foso. El hombre de la BRI le dijo a Clarisse que cerrara los ojos. Patrick la sostenía, le puso la mano en los ojos para que no mirase, pero ella miró de todos modos y nunca olvidará lo que vio.

3. Simone Weil, de nuevo

En las situaciones catastróficas, pisas a los demás para salvar el pellejo. Cuando las lanchas de salvamento del Titanic están llenas, repelen a los últimos llegados que podrían hundirla. Así son las cosas, según parece, no es así como sucedió en esta historia. Nadie dijo: “Para salvarnos nosotros hay que dejarlos morir”. Ya he citado estas frases de Simone Weil, qué más da, las repito, no todo el mundo lee esta crónica: “El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador”. Se salvaron todos los que siguieron a Clarisse.

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