Las razones escogidas por el Comité Nobel para otorgar el premio a Abdulrazak Gurnah no pueden estar de más actualidad y en plena y efervescente revisión: los efectos del colonialismo europeo en África y el sino del refugiado condenado a vivir entre dos mundos. Sesenta años después de las independencias africanas, numerosas iniciativas, movimientos ciudadanos y procesos de reflexión surgen en el continente africano y en la diáspora en un esfuerzo por recordar que queda mucho camino para superar heridas como la esclavitud, el racismo o la criminalización de las migraciones que siguen marcando el día a día de millones de personas en el mundo.
En su novela Afterlives, publicada el año pasado, Gurnah sitúa la acción en la Tanganica de principios del siglo XX, durante el dominio alemán de la actual Tanzania. “Los alemanes han matado a tanta gente que el país está lleno de calaveras y huesos y la tierra está empapada de sangre”, asegura uno de sus personajes en un momento de la trama, cuyo centro está dominado por las consecuencias más devastadoras, pero también las más sutiles, del colonialismo germano. Precisamente en mayo pasado, el Gobierno alemán realizó una histórica declaración reconociendo su responsabilidad en el genocidio de las etnias herero y nama en Namibia y pidiendo perdón a los descendientes de las víctimas.
El gesto alemán está lejos de ser banal. El 28 de noviembre de 2017 y empujado por una creciente presión de los gobiernos africanos, el presidente francés Emmanuel Macron anunciaba en un discurso pronunciado en Burkina Faso el comienzo de un proceso que conduciría a la devolución de miles de piezas históricas robadas al continente durante la colonización. Aunque la iniciativa aún es modesta y apenas se ha iniciado el trámite con una famosa espada que ya está en Senegal o el tesoro de Abomey que deberá viajar a Benín, lo cierto es que el tema, polémico porque supone vaciar ciertos museos africanos en Francia, ha dejado de ser tabú.
El colonialismo y su huella perenne en las relaciones que mantienen las antiguas metrópolis con el continente africano está en revisión. La publicación en 2016 del ensayo Afrotopia, obra del profesor senegalés Felwine Sarr, es otro punto de inflexión en este proceso: el autor plantea en su libro la necesidad de repensar África a partir de una “descolonización del pensamiento” y abre la búsqueda de una nueva interpretación de la realidad, similar a la que vislumbraba el filósofo ecuatoguineano Eugenio Nkogo o aquella en la que rastrea el historiador camerunés Achille Mbembe.
Los afrodescendientes repartidos por el mundo desempeñan un papel clave en este proceso. Tras la lucha por los derechos civiles de los años sesenta en Estados Unidos y el posterior combate mundial contra el apartheid, pocos movimientos como el Black Lives Matter, que surgió en 2013 contra la violencia policial de la que son víctimas los negros, han servido tanto para remover conciencias. Cabalgando a lomos de las redes sociales, las manifestaciones por la absolución del asesino del adolescente afroamericano Trayvon Martin abrieron una espita que denunciaba el racismo institucional y alcanzó su cénit en 2020 con los disturbios tras el asesinato de George Floyd y el célebre vídeo en el que repetía “no puedo respirar” bajo la rodilla del agente Dereck Chauvin.
Mientras los deportistas negros de todo el mundo se suman a esta causa e hincan la rodilla mientras suena el himno o alzan el puño en señal de protesta, decenas de películas y series de éxito abordan el complejo tema de la esclavitud y su herencia. Una cortina se descorre para dejar al descubierto la vergonzosa trata negrera que forjó el mundo industrializado de hoy en día. El discurso de Nicolás Sarkozy en Dakar en 2007, en el que negó la historia de los pueblos africanos, y la esclavización de migrantes en Libia a mediados de la década pasada despertaron oleadas de indignación que han contribuido a fructificar en una nueva conciencia.
Gurnah también aborda en su obra la vida de refugiados tanzanos en Europa, “el abismo entre culturas y continentes” al que se enfrentan, como dice la Academia sueca. Con una Europa atenazada e incapaz de dar respuesta al desafío de su frontera sur, en la que mueren cada año miles de jóvenes africanos en busca de una vida mejor, la mención no puede ser más pertinente. Los cierres de las vallas fronterizas de Grecia a mujeres y niños que huían de la guerra, las expulsiones de candidatos a conseguir asilo a países como Turquía o Mauritania o la externalización del control y la vigilancia a países africanos como Níger o Libia son señales inquietantes que ahondan más ese abismo por el que transita la obra de Gurnah.
El autor tanzano se suma a la lista de premios Nobel de Literatura africanos que integraban el nigeriano Wole Soyinka, los sudafricanos Nadine Gordimer y John Maxwell Coetzee y el egipcio Naguib Mahfouz. Se da la circunstancia de que los tres primeros escriben en inglés, al igual que Gurnah, y el último en árabe, por lo que ningún representante de la nutrida literatura francófona africana ha obtenido jamás el galardón. Mientras tanto, el escritor keniano que ha optado por la lengua minoritaria gikuyu y denuncia el colonialismo lingüístico de los idiomas mayoritarios, Ngũgĩ wa Thiong’o, se queda a las puertas del Nobel un año más.
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