Son unas elecciones de vital importancia y tal vez marquen el fin de la Segunda República italiana. También son unas elecciones con un nivel de abstención nunca visto, alrededor del 36% del electorado. Trascendencia y desinterés, términos aparentemente contradictorios, se cruzan en un momento histórico. Pero esto no es nuevo: se trata de un proceso que comenzó hace décadas, caracterizado por la desconfianza ciudadana y por la preminencia de la figura del líder, más allá de partidos e incluso de ideologías.
El abstencionismo resulta especialmente notable en el sur (en Nápoles votó poco más de la mitad del electorado, aunque influyera el temporal que azotó la zona) y entre los menores de 25 años, cuya participación no llega al 50%. Son, en el ámbito geográfico una y en el demográfico la otra, las franjas socialmente más débiles y más afectadas por el desempleo y la falta de perspectivas; deberían ser, en teoría, las más interesadas en obtener soluciones de los políticos. En la práctica, demuestran una desconfianza profunda.
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Italia solía ser un país con una altísima participación electoral. La Constitución afirma que el voto es “un deber cívico” y una ley de 1953 estableció que quien se abstuviera de forma injustificada tendría durante cinco años la frase “no ha votado” en el certificado de buena conducta, muy requerido entonces para encontrar empleo. Hasta 1979, la participación superaba siempre el 90%. Luego empezó a caer y siguió cayendo, pese al ligero repunte de 2008, con el que Silvio Berlusconi retomó el poder por cuarta vez y formó el último gobierno “político” hasta hoy: desde entonces, el primer ministro ha sido un técnico o alguien no designado por los electores, sino por los partidos.
La debacle de la Primera República (1993), hundida entre escándalos de corrupción, marcó el fin de una era y el inicio de otra: la era berlusconiana, en la que el empresario milanés, con Forza Italia, se erigió en figura central del mapa político. “Berlusconi destruyó la vieja cultura política e infantilizó a un electorado que se hizo paulatinamente más individualista, más caprichoso y más irresponsable”, afirma la periodista y escritora Concita de Gregorio.
Otro hito fue la publicación, en 2007, del libro La casta, en el que dos periodistas, Gian Antonio Stella y Sergio Rizzo, expusieron los abusos, el despilfarro y el nepotismo que caracterizaban tanto a la clase política como a las élites económicas y académicas del país. El éxito de La casta fue asombroso: en pocos meses las ventas superaron el millón de ejemplares.
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No fue casual que poco después, en 2009, surgiera el Movimiento 5 Estrellas, fundado por un humorista (Beppe Grillo) y autodefinido como “antipartidos, postideológico y ni derechas ni de izquierdas”. Si Berlusconi había resucitado el populismo que caracterizó la dictadura de Benito Mussolini, Beppe Grillo lo llevó a una nueva dimensión. Los italianos empezaron a habituarse a la aparición y desaparición de fuerzas políticas que ascendían de forma fulminante y poco después se eclipsaban.
“Los ciudadanos no se sienten representados por los partidos y centran su atención en los líderes: van probándolos uno tras otro, lo que explica los tremendos vaivenes electorales”, señala Fabrizio Tonello, profesor de Ciencias de la Opinión Pública en la Universidad de Padua.
El profesor Tonello relativiza hasta cierto punto la baja participación electoral italiana y la relaciona con un fenómeno común a muchas democracias europeas, especialmente en los países del este. “La abstención tiende a aumentar en todas partes”, dice. Matiza, sin embargo, que en Italia, además de la abstención “sociológica” (personas muy ancianas o enfermas, por ejemplo), destacan otras dos: la de quienes rechazan el sistema político o sienten que no les afecta, y la de quienes, ante la complejidad del mecanismo electoral, “que a veces les fuerza a dar su preferencia por un candidato que no les gusta”, prefieren no votar.
Recuento de papeletas en un colegio electoral de Turín.Marco Alpozzi (AP)
Tonello agrega un cuarto factor relevante en esta ocasión: “Cuando en una campaña como la que acaba de terminar se habla poco de lo que afecta a los ciudadanos, como el precio de la energía o la crisis económica, y en cambio abundan los insultos y descalificaciones entre candidatos, la gente acaba pensando que son todos iguales y se inhibe”.
Tan llamativa como la baja participación es la fluidez con que los líderes y los movimientos políticos suben y bajan en un tobogán de vértigo. Berlusconi fue el primero que, a partir de la nada, en 1994, logró los votos necesarios para formar gobierno. Fue solo el inicio del fenómeno, caracterizado por rupturas inesperadas y alianzas casi incomprensibles. Unos cuantos ejemplos: Matteo Renzi, surgido de la democracia cristiana, se erigió en gran renovador del centroizquierda a partir del Partido Democrático y esta vez concurrió a las elecciones como liberal con Italia Viva; Luigi di Maio llevó el Movimiento 5 Estrellas al éxito con el 33% de los votos hace solamente cuatro años, y ahora se ha estrellado (cero parlamentarios) al frente del partido Juntos para el Futuro, rebautizado como Empeño Cívico en las listas electorales; el Partido Democrático ha perdido la mitad de los votos en dos años, después de cooperar con la Liga en el gobierno técnico de Mario Draghi; la Liga, que parecía consolidada, ha perdido tres de cada cuatro votantes, casi todos ellos en beneficio de Hermanos de Italia, la gran novedad del año, marginal en 2018 (4% de los votos), dominante ahora.
“Giorgia Meloni es el líder que aún no ha sido probado y, por tanto, aún no ha decepcionado. Pero no sería extraño”, concluye Tonello, “que también cayera en poco tiempo, porque se enfrenta a una coyuntura internacional dificilísima”.
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