Los abuelos no miran a los niños como los padres, es otra cosa. Dicen que porque ser abuelo es una segunda oportunidad de amar y ser amado. Sirva esto para imaginar, sin poder verla, la mirada que tiene Suzanne Lopez, llena de ternura y una pasión tranquila. El modo en que observa todavía la cuna que preparó junto a su marido para el más pequeño de sus cuatro nietos. Lo hicieron hace tres años. Entonces, los menores se encontraban retenidos en el noreste de Siria, en un campo para familias vinculadas al Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés), bajo custodia de milicias kurdas. “Cuando les detuvieron junto a sus padres”, recuerda Suzanne desde un pasillo de su domicilio, en un barrio en el este de París, “dejamos el trabajo, porque creíamos que iban a volver, y les preparamos las habitaciones; pensábamos que regresarían al colegio”. No fue así. Suzanne y su marido, Marc Lopez, han preferido modificar sus nombres de pila y proteger los rostros para preservar su identidad.
Los dos son profesores ya jubilados. Ella tiene 65 años, él, 67. Viven en un apartamento de tres habitaciones y una luz preciosa que entra desde el jardín de la comunidad a través de los ventanales del salón. Charlan, sobre todo Marc, sentados junto a una taza de café y unas pastas, rodeados de cientos de libros. Pero más que las obras, lo que sacude la vista son las fotografías sin marco de sus cuatro nietos, recostadas sobre los lomos de varios ejemplares, la mayoría llegadas a través de mensajería móvil desde alguna de las tiendas del campamento sirio de Al Roj, a un puñado de kilómetros del triángulo fronterizo entre Siria, Turquía e Irak.
La organización Save The Children calcula que los campamentos bajo custodia kurda alojan aún a unos 40.000 menores de edad, desplazados de las zonas arrebatadas al ISIS. Alrededor de 200 son de origen francés ―junto a un centenar de mujeres―, la nacionalidad europea con más niños en ese pedazo de tierra gobernada por milicias apoyadas por Estados Unidos. Un dato escandaliza: dos menores fallecen cada semana en estos campamentos por enfermedades, malnutrición o falta de higiene. O todo eso junto.
Marc Lopez nació en Mostaganem, en la costa oeste argelina, a pocos años de que el país magrebí se deshiciera del dominio francés. Pero esa tierra tenía buenas raíces españolas, como sus cuatro abuelos, tres de ellos naturalizados franceses. La historia de esta pareja de educadores recupera episodios trascendentales del siglo pasado. El abuelo de Suzanne, nacida en París, llegó a Francia desde Polonia en los años veinte huyendo de la persecución de los nazis por su condición de judío.
Unos orígenes para contar sin duda a los nietos, cómo no, con el paso del tiempo. Y así fue hasta el verano de 2015. “Éramos unos abuelos felices. Teníamos a nuestros hijos, a nuestros nietos. Pasábamos mucho tiempo con ellos”, relata Marc, sentado en un sofá de piel marrón. “Hace seis años, nuestra vida cambió por completo. Cambió durante dos años y medio, el periodo en el que estuvieron en lo que llaman el califato. Y desde hace tres años y medio, cuando los pequeños, que ahora son cuatro, fueron encarcelados con su madre [de 31 años] en un campo de prisioneros, Al Roj”.
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Esto es lo que había pasado: Léonard Lopez, hijo de Marc y Suzanne, viajó a Siria con su mujer, Leila, y sus dos primeros hijos aquel verano de 2015. Querían formar parte del califato instaurado por el ISIS un año antes desde un mezquita de Mosul, en Irak. Léonard culminaba un proceso de radicalización incomprensible entonces para estos profesores sexagenarios de París, activistas de los movimientos de izquierda de antaño. Pese a los esfuerzos de sus padres ―Marc llegó a llevar a su hijo a Argelia, a sus raíces, para mostrarle las imperfecciones en el gobierno de un país musulmán―, Léonard penetró en el salafismo, antesala islamista radical del yihadismo, en un centro religioso al que acudió durante una estancia en Egipto.
Lo poco que hablan de él, quizá más Suzanne, es con cierta incomprensión. Sobre el taquillón de la entrada hay varias fotos de Léonard. No es difícil ver el cambio físico que fue experimentando en los últimos años, de aquel joven de apariencia corriente, al de la tierra conquistada por el ISIS y la guerra. Porque nunca perdieron el contacto, ni siquiera en los años de califato. Hoy, Léonard, de 35 años, está condenado a muerte, preso en una cárcel de Bagdad. “Hemos pasado de la felicidad o una cierta felicidad”, resume Marc, preguntado por su estado anímico, “a una especie de desgracia perpetua”. La pareja ha sido interrogada en varias ocasiones por las autoridades francesas.
Volvamos a las habitaciones. Son dos para los cuatro nietos: los dos mayores, de 11 y 7 años, nacidos en este barrio parisiense, y los dos pequeños, que vieron la luz en Siria, de cinco y tres años. Aún les aguardan una bici pequeña, algunos dibujos pinchados en la pared, colecciones de libros infantiles, varios sobre los dinosaurios, las aventuras del oso Victor en el bosque… Lo pusieron a punto tras conocer, en abril de 2018, que todos habían sido detenidos. Impresiona escuchar a Suzanne decir esto: “Pensamos que era una buena noticia, que se acabaría todo y que volverían”. Su arresto les arrojó algo de luz.
Pero un año después, incluso tras la caída de Baguz, el último bastión del ISIS, nada había cambiado. Dicho mal y pronto, se liaron la manta a la cabeza. “En junio de 2019 mi esposa y yo viajamos a Siria”, cuenta Marc. “Nuestro objetivo era ver a nuestros nietos, tal vez hacer más, tal vez actuar para que regresaran, pero en cualquier caso, verlos”. Les llevaban una maleta cargada de cosas, sobre todo libros, muchos, para que se entretuvieran como niños, y no olvidaran su francés natal. “Lo que vimos fue dónde vivían”, prosigue Marc. “Pudimos comprobar lo que era el pedazo de Siria donde estaban, el campamento; oler los vapores de petróleo, sentir el calor que sufrían. Pudimos ver el desierto, asfixiarnos durante horas frente al campo y todo eso para poder besarlos a través de una valla”. Hicieron todo aquel periplo, los primeros franceses en hacerlo, lograron las autorizaciones necesarias para entrar en Al Roj, pero recibieron un portazo demoledor. No lo lograron.
Preguntaron por qué, después de todo, no podían entrar. Otras familias europeas sí lo habían hecho. Les contestaron que el Gobierno francés lo había impedido, y mantienen esa idea. París lo negó, sobra decir. El atractivo del yihadismo es un problema en Francia. Cerca de 2.000 franceses se aventuraron a viajar a Oriente Próximo en pleno auge del fenómeno ISIS. Las consecuencias fueron terribles. Los atentados de noviembre de 2015 en París, con 130 muertos, fueron organizados desde tierras del califato. El Ejecutivo de Emmanuel Macron mantiene una posición muy dura en la relación con las repatriaciones. Desde la derrota del ISIS, París ha traído a una treintena de menores, la mayoría huérfanos.
Marc y Suzanne, junto a otros padres y abuelos afectados por este limbo terrible ―y el apoyo del Colectivo de Familias Unidas francés―, han denunciado ante la justicia de su país la falta de socorro prestado a los menores. También ahí recibieron un portazo. Dos familias francesas sí han logrado ahora que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, evalúe la posible repatriación desde Siria de dos mujeres, de 30 y 32 años, y sus hijos. Otra grieta por donde podría empezar a entrar algo de luz.
“Es una monstruosidad que mantengamos así durante años a niños”, continúa Marc, con la fotografía sobre el brazo del sofá de uno de sus nietos, moreno, de pelo ensortijado y sonrisa muy traviesa. “Niños que son víctimas, niños que no buscaron nada, que no querían nada, que no decidieron irse, que no decidieron nacer en una zona de guerra”. Los dos abuelos recuerdan de pronto el vídeo que un reportero francés grabó en Al Roj y en el que aparecía el mayor de los críos. Lo enseñan con cierto orgullo. El periodista interroga al niño: “¿Quieres volver a Francia?”, le pregunta. “Sí, quiero volver a París con mis abuelos, donde tengo una habitación”, responde el chaval. Y tanto.
Marc remueve sobre la mesa algunos de los dibujos enviados por los niños como si jugase con una baraja de cartas. Escoge uno. Es un avión imaginado por el mayor, el que cogería de vuelta a casa.
–¿Dónde encontrasteis el coraje para viajar a Siria?
– No es coraje, es amor, eso es todo. El mayor de mis nietos tenía cinco años y medio cuando se fue. Lo conocíamos muy bien, lo teníamos todos los fines de semana con nosotros. Estuvimos en España varias veces de vacaciones con él. No es coraje, es solo el amor que nos guio hasta allí.
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