“En memoria de Cristina Ortiz, La Veneno, valiente mujer transexual visible en los noventa (1964-2016)”. Ahí estaba el lugar en la posteridad de la difunta trans más famosa de España. Una placa conmemorativa que el Ayuntamiento de Madrid instaló el 9 de abril de 2019 en la fuente de Juan de Villanueva, en el parque del Oeste, donde ella trabajó durante años. La primera a la memoria de una persona transexual. A la semana siguiente había desaparecido. El Ayuntamiento la ha tenido que reponer ya varias veces.
El 29 de marzo habrá más que una placa. Atresmedia estrenará Veneno, una serie creada por Javier Ambrossi y Javier Calvo en la que se cuenta esa vida, la de la trágica, ordinaria y heroica Veneno en todo su malhablado esplendor. Es todo un ejercicio en ambición. Sus creadores pasan del plató lleno de amigos de Paquita Salas (Netflix), su anterior serie, a una gran producción con 132 actores, 200 figurantes por capítulo y 150 técnicos. Para Atresmedia es la apuesta del año, el primer gran proyecto de su nueva plataforma de pago Atresplayer Premium. En ocho caros capítulos se verán los orígenes del personaje en las calles de Andalucía y Madrid; su forja en el salvaje prime time de los noventa, junto a Pepe Navarro, y su caída en desgracia en la cárcel antes de morir de forma prematura hace tres años. Una actriz trans la interpreta en cada fase: Jedet, la cantante y escritora; Daniela Santiago, descubierta en un casting abierto por Eva Leira y Yolanda Serrano (las legendarias directoras de casting que hallaron a Dani Rovira o Bárbara Lennie), e Isabel Torres, presentadora canaria. Es un despliegue de oportunidades sin precedentes para actrices trans; también están en muchos puestos del proyecto. La puerta grande está abierta. La Veneno vuelve a la televisión.
“Es una historia sobre la importancia de los otros para construirnos a nosotros”, anuncia Javier Ambrossi en una pausa del rodaje, rodeado de figurantes con medias de rejilla y escotes liberales. Están recreando el parque del Oeste, el lugar donde está la placa. Ese matiz importa: en Veneno se mira a la protagonista, pero también a los que la miraban a ella. “La base es la relación de La Veneno con Valeria Vegas, la periodista con la que escribió su biografía [¡Digo! Ni puta ni santa, publicada en 2016]”. Valeria ve a Cristina como un referente. Para millones de espectadores, aquella mujer basta, soez y orgullosa de sí misma que se colaba en sus televisiones fue el primer rostro trans de sus vidas. Ahora volverá a las pantallas, convertida en mito ya desde la infancia. “No solo hay que hacer homenajes a la gente que es perfecta”, alerta Ambrossi. “Todos tenemos sombras”.
El primer “¡maricón!” no le dolió. José Antonio Ortiz López (Cristina usaba el masculino para hablar de su infancia) lo oyó con cuatro años, en 1968, mientras meaba en la puerta de su casa, en el barrio de Matagatos de Adra, un pueblo de Almería que hoy no llega a los 25.000 habitantes. No entendió qué era aquello que le decía el hijo de una vecina. Luego sí. “Maricón” se convirtió en el apellido de aquel niño afeminado con querencia por la ropa y el maquillaje de su madre. Ella, María Jesús Rodríguez Rivera, era la primera en llamárselo. Y en pegarle con una goma del butano, meterle la cabeza en el lavabo lleno de agua o mandarlo a la calle los días de lluvia. “Era la persona a la que más miedo he tenido en mi vida”, recuerda Cristina en sus memorias. “Teníamos en casa una escalera con una barandilla y hasta pensé en ahorcarme, pero no por el hecho de ser maricón, sino por el desprecio de mis padres”. Descubrió que “Maricón” es una palabra que corta por dos lados: por uno, pone en tu contra algo que amas; por otro, el más afilado, te impone tu lugar en la sociedad. Te convierte en el otro.
A los 13 años, Joselito dejó el colegio y durante una temporada recogió habichuelas para tener dinero. A los 15 se fue al pueblo de al lado, San Pedro de Alcántara. “No entiendo cómo quieren que le tenga cariño a mi pueblo”, escribe en su libro. Conforme avanzaba la adolescencia, se iba haciendo más evidente que lo de maricón era solo una parte de lo que le hacía diferente. Había más. “Por las noches le pedía a Dios que quería convertirme en una masa de harina y luego amanecer con un cuerpo de mujer con coño”, escribe. En España, en un pueblo, en los setenta, sin información a mano, no era fácil entender una pulsión transexual. Joselito la descubrió por partes. A los 16, en una discoteca gay de Torremolinos, tuvo una revelación: “Me quedé asombrada de ver unas mujeres espectaculares con los pechos al aire. Mi amigo Alfonso me dijo que eran travestis y me di cuenta de que quería ser como ellas”. A los 18, cuando estudiaba peluquería en Granada, le invitaron a actuar: se hizo un vestido con dos mantones de Manila brillantes, se puso una peluca y un cinturón, y cantó Juntos, de Paloma San Basilio.
En 1991, cuando con 27 años se acababa de mudar a Madrid y trabajaba en la cocina del hospital 12 de Octubre, tuvo otra revelación. Vio a una mujer rubia por la calle. Le preguntó qué era. Respuesta: una mujer. “Me dijo todas las hormonas que me tenía que poner (…). A mí me faltó tiempo para ir a la farmacia y ponerme las hormonas a carro, sin parar. Eso era alegría para el cuerpo”. Ya no respondería por Joselito.
Jedet interpreta a La Veneno más joven. Ella tiene 27 años: buena parte de la vida de su personaje la conoce solo de oídas. “Para mí La Veneno siempre ha estado ahí. Como Marilyn Monroe”, aclara. Ella ve a La Veneno de la forma en la que nos la presenta la serie: como un referente histórico. Alguien en quien fijarse para entender la experiencia trans. “Cuando era pequeña recuerdo que me acostaba rezando: ‘Ojalá, ojalá, mañana me levante y sea niña’. No sabía si era posible”, cuenta Jedet.
A esta gerundense, famosa gracias a YouTube, Instagram y Twitter y por varios hits de música underground, la posibilidad de interpretar a Cristina le llegó al poco de iniciar su transición. Tuvo que ajustar el proceso al papel. “Paré las cirugías. Me cortaron el pelo, que parece una tontería, pero en esos momentos el pelo te da mucha seguridad. Lo tenía por aquí”, señala la mandíbula por debajo de la oreja, “y me veía muy femenina. Me tuvieron que hacer ras y hala, vuelta al corto. Perdí 15 kilos para parecerme más al personaje. Me quitaron los labios, que es algo muy doloroso físicamente. Te inyectan una cosa que te los quema. Me lo hicieron tres veces”. Jedet ha venido a la entrevista con su madre. La señala. “Hoy me decía: ‘A veces me preocupo pensando que esto te está afectando para mal’. Verte en las circunstancias difíciles del personaje. Le dije: ‘No, ella me está ayudando. Tuvo una vida muy dura, pero nadie la paró. Nunca fue una víctima’. Ella me da mucha fuerza”.
Cristina López Ortiz entró en la prostitución “con una cinta enroscada en la cabeza, una faldita de flores y una camiseta a juego de mangas de murciégalo, con unos zuecos rojos”. Era una tarde de finales de mayo de 1993. Su primer cliente le dio 2.000 pesetas. Las hormonas —que seguía tomando como el primer día: sin consultar con un médico— la iban transformando poco a poco. Luego llegaría la operación de pechos: “Me acuerdo perfectamente que entré en el quirófano muerta de contenta, cantando El porompompero”. La transformación estaba avanzada. Cristina se sentía reluciente. Pero había pasado del primer acto de la discriminación transexual, la social y familiar, de cabeza al segundo: la laboral. Ahí estaba, sin el trabajo del 12 de Octubre, entre los árboles del parque del Oeste, con decenas de otras prostitutas, peleando por ganarse el pan.
Esa pelea podía ser literal. Las compañeras se daban codazos, y más, entre ellas; los chulos llevaban cadenas, y de vez en cuando llegaban los cabezas rapadas a repartir palizas. Aquí el carácter que había afilado con los abusones de Adra se volvió más significativo que las tetas nuevas, el pelo rubio y el cuerpazo que estaba echando. Ese mal genio le valió su mote: La Veneno. Pero La Veneno no era solo una lengua viperina. “Como puta he sido muy lista, esa es la rabia que me tenían las demás”. Ella podía escoger a sus clientes y sacarles hasta 100.000 pesetas (600 euros). Aquellas grescas eran lo que buscaban las cámaras de Esta noche cruzamos el Mississippi, un programa late night que presentaba Pepe Navarro en Telecinco. Se encontraron algo distinto. A una mujer de piel de rayos UVA, peluca caoba y vestida de rojo que se movía por el parque como si fuera su finca. “Eres una mujer de verdad”, le dijo la reportera. “Yo soy un semáforo y tengo un tiburón”, contestó La Veneno.
Navarro vio aquella grabación poco antes de que se emitiese. “Paré la imagen de repente”, recuerda hoy el presentador. “Le dije a mi equipo: ‘La quiero. Buscádmela”. La Veneno acababa de entrar en la televisión y en la historia.
“Conocí a Cristina por esa época, en el ambiente de Chueca, cuando vine a Madrid desde Málaga a trabajar en la noche, a los 17 años, para bailar o de camarera. A mí me abrió puertas. Nos las abrió a muchas, solo por estar en televisión. Sacó la valentía que reprimíamos”. Daniela Santiago, de 38 años, interpreta a La Veneno “empoderada”, como la llama. Es su primer trabajo como actriz, tras años bailando en discotecas y haciendo de modelo. Lo normal hasta hace poco es que no hubiera otra opción para gente como ella. Calvo y Ambrossi hicieron un casting abierto para encontrar caras desconocidas para el proyecto: la primera gran convocatoria televisiva para el talento trans español. Santiago se lanzó. “Visualizo lo que ella era, lo que ella me transmitía desde la televisión, e intento hacerlo igual. Sin imitarla, no soy imitadora profesional. Es que yo también soy así”.
La discoteca madrileña Joy Eslava se cerró al público una noche de 1996. Se celebraba la abarrotada presentación en sociedad de La Veneno, el nuevo fenómeno de la televisión. Su presencia en Esta noche cruzamos el Mississippi ya era algo habitual y cada vez que aparecía daba una campanada de audiencias. La Veneno y su carácter encajaban perfectamente en la selva en la que se había convertido la televisión española con la llegada de las cadenas privadas, un purgatorio de marginados, teorías de la conspiración y gritos. “Pepe Navarro instauró el todo vale, el rebuscar en el estercolero personajes, freaks y vergüenzas”, dice la periodista y analista de televisión Mariola Cubells. “Puso fin al lenguaje amable y guiones comedidos de la televisión pública. Empezaba la era del colaborador malhablado, la voz más alta, la palabra más gruesa, los tacos y los insultos. La calle en la tele. El público se lo comía sin pensar y sin entender lo que estaba viendo”.
Y se comía sobre todo a Cristina, que creó un mundo propio, con sus berrinches y su tiburón. “Era puro magnetismo”, dice Pepe Navarro. “La televisión exige algo que muy pocos tienen: la comunicación innata, que tu mera presencia, sin decir nada, llene la pantalla. Eso no se puede entrenar. Puedes depurar una técnica, pero Messi no se construyó: nació. Con Cristina era lo mismo”. La nueva famosa de España dejó la calle a petición del presentador: cobraba millones por aparecer en televisión y discotecas. Grabó un single, Veneno pa tu piel. Hizo un tour por Almería. En Adra no pudo bajarse del coche porque la gente se agolpaba a su alrededor. En Motril la recibió el alcalde y la hizo saludar desde el balcón. “Solo se me pasó una cosa por la mente: ‘¡Ay, Dios mío, si Franco levantara la cabeza!”, recordaría ella después.
En septiembre de 1997, Pepe Navarro se pasó a Antena 3 con La sonrisa del pelícano, más de lo mismo. Llamó a Cristina, que ya estaba trabajando para la cadena, en la serie En plena forma, donde hacía de profesora de aeróbic y posterior amante de Alfredo Landa. El pelícano apenas aguantó dos meses en pantalla. Antena 3 declaró que violaba su código deontológico. Las llamadas a Cristina se hicieron más infrecuentes. Descubrió que sus mánagers llevaban años estafándola, aprovechándose de su costumbre de firmar papeles sin leerlos. Del primero, Javier Somavilla, contó: “Me dijo que mi caché era de 1,8 millones de pesetas, pero realmente él pedía un millón más”. Tras la televisión, le ofrecieron unos millones por rodar un par de películas porno. Aceptó.
A Cristina los hombres le gustaban problemáticos. Andrea Petruzzelli lo era. A este italiano sin oficio ni beneficio lo conoció en Madrid una noche de los noventa; al día siguiente se había instalado en su casa; al año ya tenían una rutina de ataques de celos y reconciliaciones, siempre según la biografía. La fama lo agravó todo. Harto de depender de los ingresos de Cristina, Andrea ideó un plan: asegurar la casa por varias compañías y prenderle fuego. Lo primero lo hizo Cristina, que insiste que firmaba papeles sin leer. Lo otro lo hizo él. En abril de 2003 Cristina ingresó en la cárcel de Aranjuez condenada por estafa.
Era una cárcel de hombres. Ella era una mujer, pero no tenía la reasignación de género registrada de forma oficial. Fue violada, golpeada y enterrada con ansiolíticos. Otra vez el ambiente cerrado y los abusones; otra vez los gritos de maricón, maricón, maricón… “Algunos funcionarios de la prisión me abrían a las dos de la madrugada las puertas de la celda. Me hacían cosas que no puedo contar aquí. Cuatro jefes de servicio me ataron con esposas a una cama y me pegaron una paliza. Me dejaron el cuerpo lleno de cardenales”, contaría luego a la revista de cotilleos QMD. “He llorado lágrimas de sangre”.
Salió de allí tres años después, deprimida, insomne y desfigurada. Había entrado con 68 kilos y salió con casi 150. Fue a cuanto plató la invitara y contaba que uno de los poderosos hombres con los que había estado había mandado que la aislaran en la cárcel. “No puedo nombrar a este señor en la vida. Es un señor con mucho poder y mucho mando en España. Cada vez que se acostaba conmigo me daba un millón de pesetas”, decía. Escribió sus memorias con Valeria Vegas en 2007: nadie se las quiso publicar. Su siguiente novio se fue con los 60.000 euros que tenía ahorrados. Ella se quedó con una pensión no contributiva de 300.
Pasó los siguientes 10 años en discotecas, de vedette —como en Málaga, antes de la fama y de la caída—. Una nueva generación LGTBI, más libre y desacomplejada que la anterior, una que se había criado con ella, se la encontraba en las pistas de baile. Le aplaudían. “Fue de las pocas que se sentó delante de una cámara y dijo: ‘Yo soy transexual, salgo en la tele, tengo un tiburón y me comporto como me da la gana”, recuerda la canaria Isabel Torres, de 49 años, quien encarna a La Veneno en estos últimos días. Esta serie, cree, tendrá un efecto parecido. “Cualquier familia puede tener un caso de transexualidad. Quizá esta serie les aporte algo”.
El 9 de noviembre de 2016, el novio de Cristina se la encontró muerta en casa, con el cuerpo lleno de alcohol y ansiolíticos. Tenía 56 años. El Instituto Anatómico Forense dictaminó que había muerto por una caída en el baño. La mitad de sus cenizas volvió a Adra. La otra está en el parque del Oeste.
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