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Adelanto de ‘Madrid será la tumba’: Elizabeth Duval se adentra en una organización radical


Feliz noche de Reyes. Pensó, como quien piensa en cualquier cosa, en el cariño entre Primo de Rivera y Lorca, en cuántas cosas habrían compartido. Unos versos en su cabeza: si tu madre quiere un rey, la baraja tiene cuatro: rey de oros, rey de copas, rey de espadas, rey de bastos. Guillotinar monarcas siempre había sido una buena idea: con una lámina afilada hacer desaparecer esos puros fenómenos saháricos de espejismo, rebañar estrellas sin aurora, hombres sin aura, muertos en vida. Con ardor jacobino desplegar una bandera nacionalista, popular y exasperada; alzándose, saliendo de la tráquea de deformes eunucos consanguíneos, cuelgan bien los estandartes. El rey viejo y el rey nuevo recordaban a los señoritos cuyas casas limpiaba siempre su madre, las casas, tantos libros en las estanterías y tan poco cariño. En casa rica siempre había mucho espacio y a veces se votaban hasta partidos socialistas. Los defensores del sistema demoburgués podían permitirse tener larguísimos pasillos uniendo habitaciones entre ellas; ya no practicaban ningún eclecticismo carpetovetónico, ni eran capaces de decorar distintas habitaciones como si estas integraran épocas diferentes. Primaba un nuevo y singular malasañismo como estética, en dos vertientes: los pobres —añadido reciente, como subcategoría: de un tiempo atrás, entre hablantes de neolenguas perversas, el proletariado se había visto sustituido por el precariado, es decir, por los clasemedianos en descomposición— tenían todos los mismos muebles, a los que olvidaban arrancar las etiquetas, capaces de trazar su origen hasta algún enorme edificio muy concreto y hormigonado de IKEA en el extrarradio madrileño; los que no eran pobres —los hijos de puta— encargaban sus muebles a medida, pedían diseños, valoraban opciones y ahorraban dinero o incluso se permitían sobrecostes. Los pobres compraban “Sparkle Girlz” o cualquier mierda y los hijos de puta encargaban sus juguetes a medida, diseñaban tablas sensoriales, llevaban a sus hijos a colegios Montessori; querían que desarrollaran su inteligencia, pero sobre todo que no se mezclaran con parias de muy diversa calaña. Nunca creyó en esos mitos. La luz era una cuestión genética, española, de raza. Lola Flores diciendo que el brillo de los ojos no se opera; sólo puede maquillarse el blanco de los dientes. Insoportables arrogantes encocados, estatólatras, creyentes en el progreso, mareados de tantas vueltas que daba su peonza pero siempre siendo quienes tiran del hilillo, felices, radiantes, siempre familias y nunca colectivos, siempre conservadores y progresistas y nunca revolucionarios, camaleónicos, capaces de acostarse siendo algo y levantarse en su contrario, ahorradores y amantes del despilfarro, sin necesidad del dinero, sin necesidad de las clases, sin alma, sin vida pero aparentemente felices, absortos, exhaustos, carroñeros de tanto trabajo ajeno y de tantas manos y cuerpos que se rompen todos los días. A ellos les declaraba la guerra. Ninguno vendría hoy con sus hijos a probar el roscón de Reyes comprado en el súper. Si militar tenía algún sentido era ser la voz de los mudos, el resguardo de los sintecho.

“Las lágrimas, pensaba siempre Santiago, purgan las bajas pasiones (precisamente por parecerse tanto a la sangre). Exorcizan lo real”

Ven a probar nuestro roscón de Reyes. Extendamos el roscón, y con él la felicidad, y con la felicidad la patria. No cabía perversión en las córneas de ninguno de los padres que aquel día traerían a sus hijos. Las lágrimas, pensaba siempre Santiago, purgan las bajas pasiones (precisamente por parecerse tanto a la sangre). Exorcizan lo real. En los ojos de los padres que vinieron, y era por esto por lo que algo podía merecer la pena, se apreciaba la gratitud iluminándose. No acudirían si tuvieran algún otro recurso. ¿Comerían algo tan repugnante si pudieran permitirse otra cosa? No rechazaban ni siquiera las rodajas de fruta escarchada, aunque las verdes fueran las más asquerosas. Viva el Rey de España.

Por más poder que tuviera, sabía que la suya no era la opinión mayoritaria en el seno de la organización, así que tenía que convivir con las de los demás y aprender a doblegarlas. Siempre había sido posible hacer de la diversidad ideológica una virtud organizativa. La Capitana lo repetía insistentemente: poco importa de donde vengamos si nuestros objetivos son los mismos. ¿Con quién, sin contarla a ella, tenía confianza? Sabía que sus tres Reyes Magos eran la Nación, la República y la Socialización; la patria, el trabajo, el pan. En otra época habrían empuñado juntos espadas y martillos. Ocultaban las muestras demasiado evidentes de ideología y se deshacían de los símbolos habituales. ¿Quién había dicho esto? No haremos nuestra propaganda ni alcanzaremos nuestra victoria al grito de lo desfasado. Había que aprender a vivir en territorio hostil: cuando la reacción ante algo aparece antes que la semilla de la cosa en sí misma. Ser sentido común y ser sentido común del pueblo. ¡Adelante, pueblo de la libertad! ¡Vivan los mitos uniformes que sólo pueden sustentarse en la guerra, en la violencia! No hay violencia en entregar pan a quien llega con las manos vacías, pero sí que hay construcción mitológica, y hay amor. Estamos estableciendo comunidad, diría ella, y escogiendo a quienes a ella (a la comunidad, que no a ella: importante el matiz) pertenecen. Nos rebelamos contra quienes van al centro comercial a comprar patatas de Israel, cebollas venidas de la otra punta del mundo —literalmente: de Nueva Zelanda— cuando otrora podíamos cultivarlas localmente. Detestamos la nutrición de res proveniente de la Amazonia brasileña, que ya no es ni pulmón, algún día no será nada, sólo barbecho y muerte. Soñamos con otro mundo en el que nos queremos, nos amamos y luchamos todos juntos. Todos tenían algunas cosas mínimas en común, unos cuantos factores: odiaban espectros poblacionales parecidos, vivían rutinas más o menos semejantes, elegían los mismos animales de compañía. Nadie en toda la organización tenía gato.

La presencia de los gatos —que ya tienen la consideración de peste o invasión en lugares como Chipre— era vista como primer síntoma de la degeneración. Sus chucherías contienen cereales, carnes y subproductos animales, aceites y grasas, sustancias minerales, subproductos de origen vegetal, aceite de palma, aceite de muerte. Los perros, en cambio, protegen de algo: no son mascotas o sumisos, son camaradas, herramientas, escudos o armas; exactamente iguales a los pobres, los parias, los famélicos, quienes llegaban entonces con sus hijos y veían en el edificio regalos, comida y un oasis. La caridad cristiana era una inspiración, pero la importancia no era neocatólica: si controlamos el flujo de aquello que se llevan a la boca, decía la Capitana, controlaremos también sus aspiraciones, sus deseos, sus metas y objetivos, su visión colectiva del mundo y de las cosas. Quien maneja lo que alguien se lleva a la boca maneja también sus dedos, los dientes, las encías, el hueso maxilar y la mandíbula.

Habría añadido: tienen incluso más poder aquellos que llegan a dominar los sueños, el vínculo que un niño puede desarrollar con los objetos. Había algo genuinamente emocionante en cómo la Capitana los cogía, en brazos o de la manita, para llevárselos a Melchor, es decir, a Juanma. Los demás no hacían demasiado ruido mientras ella gritaba —por turnos— el nombre de cada uno; recibían un regalo, posaban para cámara, escogían otro de entre todos los disponibles. Santiago se olvidaba durante unos instantes de la fuerza de repulsión que lo alejaba de muchos de los presentes. Emilio. Aitana. ¡Hola, Aitana! Vamos a hacernos una foto, una foto y un regalito, una foto y un regalito con nuestra bandera de fondo, nuestro logotipo tan bellamente diseñado, una fortaleza y un oso madrileño y español mientras tú te chupas el pulgar, o el índice, como quien no quiere la cosa. Las caras eran conocidas. Los pobres se multiplican, pero quienes ya lo eran siguen siéndolo. El mecanismo, una vez accionado, no puede detenerse sin intervención externa. ¡Hola, Gabriela! Supuso que todo había merecido la pena: ¿quién en aquel lugar no era momentáneamente feliz al contagiarse por la felicidad de los otros? Puedes coger el regalo que quieras, campeón… pero no vayas a coger una de esas mariconadas. Toma, Tristán, corre. ¿No quieres? No, no quiere. ¿Te gusta el caballito? ¡Adiós! ¿Cuántos años tiene Diego? Yo me voy al balcón a fumar. Daniela. ¿Te llamas Daniela? ¡Daniela! ¿Y cuántos años tienes? ¿Has sido buena este año? Has sido muy buena. La más buena de todas. ¿Cómo te llamas? Jorge. ¿De qué equipo eres? Del Real Madrid. ¡Ole! Pues puedes coger el que quieras.

Se dio cuenta de que también en su infancia él había sido un miserable: el capital inocula enfermedades así, convierte a los niños en desagradecidos, transforma la pobreza en una cuestión genética, prepara para el odio y lo peor y la tristeza. A los ocho años, un seis de enero, su padre le regaló un libro, y un libro no vale lo mismo que un juguete, un libro no vale nada, si se compra en el Carrefour ni siquiera es un signo distintivo de clase, se da la vuelta sobre sí mismo y se repliega y se convierte en una vergüenza: gritó y lloró por no tener regalos como los otros niños, por tener que ir a clase desclasado a «presumir» de un cuadernillo ridículo y verde. Un padre no tendría que limpiar el cementerio y oler a mierda. Pensó en si el olor también se hereda. Contempló la función un rato más; salió a fumar un cigarrillo mientras esperaba el final del paripé.

“Él hacía entonces lo que le habría gustado que alguien hubiera hecho por él, cuando era niño, y quería cuidar de los demás tal y como calculaba que ellos tendrían que haberlo cuidado”

Apuntemos algunos matices. Santiago no detestaba tanto a sus compañeros, no en exceso; sus discrepancias, aun con los matones, tenían que ver con pequeñas desavenencias ideológicas, diferencias formales, algún que otro desajuste en el cálculo. Sabía que él había sido detestable, pero allí y entonces, al ver en los niños caritas de alegría, supuso que aquel ingrato de espíritu que fue en su infancia podía quedar redimido por sus obras presentes. No se identificaba con el sentimiento más común de las miserias: aquel que lleva a alguien a decir que, ya que no poseyó algo, nadie más lo tendrá nunca, extendiendo sus carencias al mundo entero; recordaba siempre que la envidia era uno de los siete pecados capitales. Por ella los huesos se pudren. Él hacía entonces lo que le habría gustado que alguien hubiera hecho por él, cuando era niño, y quería cuidar de los demás tal y como calculaba que ellos tendrían que haberlo cuidado. Su proyecto no era angosto, sino extensivo: una ampliación generalizada del reino de los cielos, su grandísimo ensanche por toda la superficie.

Pasó un largo rato hasta que salió al balcón la Capitana. Santiago recordó sus interminables noches de conspiración, dos años atrás; los actos por encima de las palabras, las ideas en la medida exacta de sus efectos, la transformación radical del mundo siempre por delante del discurso y no al revés. Sus figuras vistas por la espalda: la gasa en el tobillo de ella, con su permanente herida imaginaria; las chaquetas escudo que llevaba él, la forma estirada y esbelta, la pisada territorial. Pensó en las pizarras y en los calendarios, en la matemática controlada de aquellos días, en los golpes de efecto, las revelaciones, la construcción narrativa del mundo. Aquella noche, mientras veía cómo el paseo de la Castellana se iluminaba con las luces de la cabalgata, mientras contemplaba el paso de unos Reyes aún más postizos que los suyos, supo por primera vez que todo el guion que él había escrito podría fracasar; contempló la posibilidad de que alguien le arrancara la batuta de las manos.

No llegaron a cruzar palabra, porque a la Capitana no le dio tiempo a saludar efusivamente; Santiago tiró la colilla, bien consumida, y volvió a entrar en el Castillo.

Elizabeth Duval.
Lengua de Trapo, 2021.
210 páginas, 17,50 euros.

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