Adicciones poco sustanciosas


Yo imagino que toda la vida ha habido adictos, aunque los placeres prohibidos y las sustancias estimulantes hayan variado por épocas. Pero la palabra ‘adicción’ no entró en nuestros diccionarios con el sentido que hoy le damos hasta ¡1983! Cuando ingresó en ese libro de las palabras que es el diccionario académico, la adicción se definió como la afición desmedida a “algunas drogas tóxicas” y el ejemplo que se dio (muy triste, muy de los ochenta) fue el de la “adicción a la heroína”. En cambio, por una de esas singularidades de la historia de la lengua, la palabra ‘adicto’ (su adjetivo) es bastante más vieja: hay adictos en nuestros diccionarios desde fines del XVIII. Y la palabra se puso de moda y se popularizó como expresión politizada unos años más tarde, en el tiempo de guerra contra los franceses y en los vaivenes políticos de la España posterior, debatida entre partidarios de la Constitución de Cádiz y partidarios de Fernando VII. Había entonces adictos a Godoy, adictos a la causa, adictos a la Inquisición… Addicere era en latín “dedicar”, y el adicto era el muy dedicado y devoto de algo. En los periódicos de inicios del siglo XIX, los cronistas se quejaban de la pesadez de que se usara tanto el adjetivo ‘adicto’.

Estas semanas nos han dejado congresos de partidos de varios colores: el PSOE andaluz aclamó a su candidato, el PP celebró su convención nacional. No quiero caer en el error de criticar de forma generalizada a la clase política, pero creo que hay expresiones públicas de adhesión que más bien parecen de adicción. Pocas letras separan las dos voces, pero son bien distintas las actitudes de adhesión y las de adicción. La adhesión es neutra, la adicción no lo es; los adheridos son libres y los adictos, esclavos. Yo sugiero que en los mítines, los congresos, las alocuciones públicas, nuestros políticos parezcan menos adictos; que cuando hablen a cámara y digan que Juan o Yolanda o Isabel o Pablo es la persona de confianza que nos va a salvar los muebles, reflexionen sobre qué los movió a militar en un partido, si las ideas o una persona. Porque son tan personalistas las declaraciones de los políticos que, si hay conflicto interno, los grupos surgidos se reparten entre los nombres de sus candidatos: hace un lustro hubo susanistas, antes felipistas, hoy hay pablistas o ayusistas. Hemos normalizado tanto esa personalización que no nos damos cuenta de la ausencia de ideas en el conflicto. Estos parecen bandos como los que hubo en las regencias de Castilla tras la muerte de Enrique IV. Allí hubo isabelinos (por Isabel, luego la Católica) y juanistas (por Juana, luego la Beltraneja), bandos con nombre porque en una monarquía antigua no había nada ideológico visible en la liza más allá de la persona que se llevaría la victoria acabado el conflicto.

Comprendo, aunque no justifico, las adicciones, los turbios procesos físicos y psíquicos que llevan a engancharse a una sustancia, pero se me hace difícil entender esa adicción política, esa dedicación rendida al candidato que han elegido en un partido o al líder que manda en él. No hay sustancia alguna en esa adicción. A ver si va a ser que quienes proclaman esa devoción son adictos al paraguas del poder y no a la persona que lo detenta.

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