Su efigie es inconfundible: el cabello peinado hacia atrás, recogido en una pequeña coleta baja, las gafas de tamaño generoso y los cuellos de encaje o de colores llamativos sobre la toga. Se la puede ver silueteada o caricaturizada, en color o en blanco y negro, sobre tazas de desayuno, camisetas, libros infantiles y cómics de superhéroes. También en bolsas bandolera e incluso tatuada en los brazos de más de un millennial. Hay muñecas que la evocan y niñas que se disfrazan de ella por Halloween. Sus frases aparecen impresas en chapas, pegatinas y carteles en cualquier manifestación más o menos progresista que se precie. Le han escrito canciones y guiones de cine. Cada percance en su salud pone en vilo a la mitad de América.
Quien despierta esta fiebre en Estados Unidos no es una cantante, una deportista o una escritora superventas, es la juez del Tribunal Supremo Ruth Bader Ginsburg, de 85 años, una veterana defensora de la igualdad de los hombres y las mujeres que hace unos años, con el impulso de las redes sociales, se convirtió en un icono de la cultura popular especialmente adorado por los jóvenes. Se ganó el apodo ‘Notorious BRG’, como un rapero que se hacía llamar ‘Notorious BIG’. Ahora, tras el 25 aniversario de su llegada a la más alta autoridad judicial del país, y con la salud quebradiza, está viviendo una nueva ola de popularidad. En el último año se ha estrenado RBG, un documental sobre su vida, nominado a los premios Oscar de este domingo; un ‘biopic’, On the basis of sex, que este viernes llegó a las pantallas españolas; y también una –otra- biografía.
En la era del MeToo y del feminismo desacomplejado, muchos estadounidenses celebran la vida y obra de una mujer menuda nacida en el Brooklyn de 1933 a la que se le deben muchas de las grandes sentencias contra la discriminación que sentaron norma en Estados Unidos. En 1973, como abogada de los derechos de las mujeres, Ginsburg llevó hasta un Supremo formado solo por hombres el caso que acabó con el doble rasero de las ayudas del Ejército. Fue la demanda de la teniente Sharon Frontiero, que había visto cómo los subsidios a la vivienda que sus compañeros y esposas recibían de forma automática, le eran negados a ella y su marido. Ganó.
Dos años después defendió a Stephen Wiesenfeld, un joven viudo que quedó a cargo de un bebé. Cuando este pidió ayudas a la Seguridad Social para criar a su hijo, se los negaron porque estaban destinadas solo a mujeres. Ginsburg lo llevó al Supremo y volvió a ganar y marcar un punto de inflexión legal. Mostró que la discriminación por género era una lacra social, tanto para hombres como para mujeres.
La había sentido en su propia piel. Entró en la Escuela de Derecho de Harvard en 1956, en un curso con nueve alumnas y 500 alumnos. Solo a ellas, a cada una de ellas, el entonces decano les preguntó en una cena por qué creían que debían estar allí, ocupando el lugar de un hombre. En su segundo año, se colocó entre los 25 mejores estudiantes. Cuando años después se graduó en la Universidad de Columbia con un expediente de oro, ni un solo despacho de abogados de Nueva York se planteaba ni de lejos fichar a una mujer. Tampoco pudo acceder a un puesto de asistente del Supremo.
Pero la joven abogada conocía un lugar en el mundo donde hombres y mujeres eran iguales, el hogar que había formado con el también abogado Marty Ginsburg, un tipo tallado en una madera también especial para la época. Se conocieron muy jóvenes en la Universidad de Cornell y fueron juntos a Harvard. Cuando tiempo después la carrera de ella despegó, y Jimmy Carter la nombró juez federal en Washington, él dejó su trabajo y siguió a su esposa con la misma naturalidad que ella le había seguido a él a Nueva York cuando encontró empleo en un bufete.
Cuando las jornadas de la juez se volvieron maratonianas, él se ocupó de los hijos y del hogar con la misma normalidad que ella cuando, siendo alumnos de Harvard, él enfermó de cáncer. La joven Ruth seguía sus propias clases, cuidaba de la casa, atendía a la primera a sus dos hijos y, por las noches, mecanografiaba los apuntes que le pasaban los compañeros de Marty para que no perdiera el curso. Dormía, recuerda, un par de horas al día.
La juez cuenta en el documental que el día que conoció a su marido, fallecido en 2010, fue el más afortunado de su vida. También recuerda las lecciones que le había dado su madre, a la que perdió cuando solo tenía 17 años. “Sé una señora y sé independiente”. Con lo primero, quería decir que nunca se dejase dominar por emociones inútiles. Con lo segundo, que por más príncipe azul que se encontrase, jamás renunciara a su autonomía. Rechazada por las firmas privadas, en el 63 comenzó a dar clases en la universidad y creó un curso sobre género o derecho. En los 70 la gran organización de derechos civiles de EE UU (ACLU, en sus siglas en inglés) la fichó junto a otras juristas para lanzar el Women’s Rights Projects con el que el feminismo quería replicar en los 70 la lucha de los afroamericanos en los 60. Fue la época del caso Fronitero, el Wiesenfeld y otros. Ganó cinco de los seis casos que llevó hasta el Supremo con los que cambió la vida de los estadounidenses.
En 1993, nominada por Bill Clinton, se convirtió en la segunda mujer de la historia en ocupar un puesto en el Supremo de EE UU. Allí se encontraría con Sandra Day O’Connor, a la que no le unía casi nada, y le unía casi todo. Una era neoyorquina y la otra procedía de la rural Arizona, una era judía y la otra de la iglesia episcopal, una era progresista y la otra conservadora moderada, pero entendieron lo transversal de muchos problemas sociales, también lo transversal de sus soluciones. Un libro titulado Hermanas de ley, de Linda Hirshman, repasa la trayectoria de ambas y describe cómo crearon un marco legal igualitario. En un tiempo de una altura política muy diferente de la actual, O’Connor había sido confirmada por unanimidad en el Senado (1981) y Ginsburg lo sería por 96 votos por tres en contra. El primer gran caso por discriminación como juez del Supremo llegó en 1996, cuando una joven demandó poder entrar en la prestigiosa escuela militar de Virginia, que hasta entonces solo admitía varones. Ginsburg argumentó que todas las mujeres que cumplieran los requisitos tenían derecho a asistir.
Es tan amante de la ópera que ha aparecido en más de una ocasión en escena, vestida de época, e incluso interpretando un texto hablado. Un acompañante habitual –y sorprendente-, hasta que murió, fue el magistrado conservador del Supremo Antonin Scalia, con quien labró una estrecha y fraternal amistad.
Sus opiniones en la Corte, como si aquel viejo consejo de su madre se repitiese en su cabeza –“Sé una dama”-, suelen ser discrepantes, en un Tribunal ahora de mayoría conservadora, pero muy serenos y cargados de profundidad. Fue a partir de la Administración de George W. Bush cuando el órgano judicial fue escorándose hacia la derecha y ella optó por adoptar una voz cada vez más liberal.
En 2013 escribió la opinión discordante de la decisión del Supremo que tumbaba el artículo de una ley con la que se buscaba evitar la discriminación racial en el voto. Se trataba de la ley de Derecho a Voto de 1965, según la cual, establece que aquellos Estados y condados que participaron en la segregación racial o donde se hayan producido casos de discriminación contra votantes en unas elecciones, deben someter cualquier cambio a sus normativas electorales a la aprobación del Gobierno federal. Alabama recurrió y ganó. Pero fue con su discurso cuando su fama se disparó en las redes. Una estudiante de derecho creó un blog sobre su vida y empezó a convertirse en leyenda para los jóvenes. “La discriminación racial en el voto aún existe. La decisión del Supremo es deshacerte del paraguas en medio de una tormenta porque tú no te estás mojando”, escribió, en una opinión que se convirtió en viral y se estudia en facultades. “La frontera de género no busca mantener a la mujer en un pedestal, sino en una jaula”, apuntó en otra intervención famosa.
Cuando comenzó su etapa discrepante contó que, cuando sabía que iba a oponerse a la mayoría, se ponía un collar muy específico, el luego conocido como “collar de la disidencia”, del que la cadena Banana Republic ha lanzado varias ediciones. Fue también, en junio de 2017, voz discordante en uno de los casos parteaguas de EE UU: el del pastelero que no quería hacer tartas nupciales para gays por sus creencias religiosas. “Cuando una pareja contacta a una pastelería para un pastel de boda, lo que buscan es un pastel para celebrar su boda, no un para celebrar bodas gay o bodas heterosexuales. Y ese servicio les fue negado”.
En la campaña presidencial, se traicionó a sí misma y cometió el error de atacar al entonces candidato Donald Trump, tachándolo de “fraude”, algo que un magistrado del Supremo no debe hacer. Se disculpó. Ahora es una de los cuatro jueces considerados progresistas, frente a cinco conservadores. Al tratarse de puestos vitalicios, su nominación supone uno de las grandes decisiones presidenciales. Trump ha podido nombrar a dos en sus dos años de mandato, por eso cada vez que la ya octogenaria tiene un problema de salud y se empieza a especular con su retirada, los progresistas se echan a temblar y en las redes sociales claman porque aguante hasta que no pueda más. Es algo que ha ocurrido mucho últimamente.
El pasado noviembre sufrió una caída y se fracturó tres costillas. El accidente permitió a los médicos detectarle uno nódulos cancerosos en los pulmones, de los que se operó en diciembre. Hace un par de semanas volvió al trabajo. No colgará la toga, dice, mientras considere que puede desempeñar su papel. Un día le preguntaron si se sentía incómoda por compartir apodo con el rapero Notorious BIG. “¿Por qué? Los dos somos de Brooklyn”.
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