La muerte de Agustí Villaronga, inesperada pese al cáncer que le acechaba, ha dejado huérfano al cine de autor español. Así de claro. Nadie como él se mostraba tan personal y tan singular en el recorrido de su obra, siempre fiel a sí mismo y siempre fiel a una imaginación desbordante que no encuentra paralelismo alguno en sus compañeros de generación.
Con su desaparición, se pierde la figura clave de lo que cabe definir como el cine independiente español. No es necesario mencionar título alguno de su filmografía para ser conscientes de que era sencillamente único. Su universo creativo, basado en imágenes profundamente oníricas, no tenía comparación alguna con el resto de cineastas nacidos con la transición y en su caso tan próximo a la Escuela de Barcelona, que es en la práctica contemporánea a sus primeros pasos.
Fuimos compañeros de estudios en el colegio de los jesuitas, sólo que él iba dos cursos por detrás del mío en Montesión. Así pues, dudo que el contacto compartido se relacione con aquellos lejanos momentos de adolescencia, si bien es cierto que los pasados días el grupo de WhatsApp de compañeros bachilleres ofrecía imágenes suyas que de alguna manera nos relacionan.
Cuando se habla de Agustí Villaronga invariablemente los obituarios entran en su filmografía mencionando Tras el cristal (1987), primer largometraje dirigido por él. En absoluto se menciona su etapa entre 1976 y 1980, que es precisamente en la que mantuvimos un cierto contacto. Soy bachiller del 68 y como él estudié en la universidad los primeros años 70. Yo en Madrid y él en Barcelona. Él entró en la universidad porque al escribir a Rossellini y explicar que le gustaría ser cineasta le recomendaron que primero fuese a la universidad, y así lo hizo, hasta licenciarse en Historia del Arte.
En aquel lejano tiempo para entrar en la Escuela Oficial de Cinematografía o en la Escuela Oficial de Periodismo (aquí y en Roma), era un imperativo el haber estudiado una carrera universitaria. Mi caso fue distinto. Empecé Ciencias Físicas en Barcelona, hasta que descubrí el cine y mi deseo de ir a estudiar en la Escuela Oficial de Cinematografía. Y así intenté hacerlo, con la mala suerte de que cuando llegué la Escuela acababa de cerrarse debido a tanto rojo matriculado, abriéndose entonces la Facultad de Ciencias de la Información que solo contemplaba en Madrid (la otra estaba en Barcelona) la especialidad de Ciencias de la Imagen Visual y Auditiva, habilitándote al acabar los estudios como realizador de televisión y director de cine.
Durante mis años universitarios estudié en la antigua Escuela al no haberse construido la Facultad, conocida como el búnker, y levantada justo frente a la Facultad de Farmacia en el campus de la Complutense. De manera que, las prácticas, las hacía en el funcional plató de la Escuela dotado de toda la infraestructura necesaria. Cuando me licencié en 1976, Agustí Villaronga ya era licenciado en Historia del Arte y se disponía a dar los primeros pasos como autor. Y lo hizo en Palma, mira por dónde, yo recién llegado como el primer licenciado en Ciencias de la Imagen aterrizado en la isla.
Eran tiempos, aquellos, en que no abundaban titulaciones tan singulares, de ahí que entrásemos en contacto con cierta vocación profesional. Conocía bien el método de rodaje, porque lo había estudiado y eso fue lo que acabó por convertirme en script (responsable del racord de continuidad), tanto en Anta Mujer (1976) y también en Al Mayurka (1980). Sólo alcanzo a recordar así a bote pronto, el rodaje en las canteras de Muro con la inmensa tela negra que bajaba por una ladera, y allá arriba una banda de música, la representación en negro también de la Mallorca profunda y un grupo de los turistas de sol y playa, además de la protagonista convertida en una gran giganta. Ya su narrativa apuntaba maneras de una singularidad memorable.
La verdad es que no recuerdo nada de Laberint (1980), aunque también la producción era de Xisco Rul·lan, compañero del colegio, y una parte de las imágenes se habían rodado en el claustro de San Francisco de Palma, de tal manera que cabe considerar este corto -el tercero- como parte de la etapa mallorquina de Agustí Villaronga. Trabajos que muestran la evolución de su estilo que acabará manifestado abiertamente a partir de Tras el cristal.
En Anta Mujer, su auténtico debut, encontramos a Núria Espert en la voz en off y por coincidencias temporales de la gira de Yerma (1971-1976) en la que Villaronga intervino puntualmente como actor secundario, es fácil concluir que fue una petición aceptada de buen grado por la actriz catalana. Anta Mujer viene a ser anticipo de sus trazos: paisajes ásperos, desolados y la danza a caballo de la ensoñación y profundo simbolismo, en este caso con el Carmina Burana, de Carl Orff, como leitmotiv.
Ya he dicho que nada retiene mi memoria de Laberint, aunque debo decir que en este segundo trabajo la danza adquiere gran papel protagonista hasta el extremo de mimetizarse con un cuadro de Antoni Tàpies, creando series que evocan cuerpos fundidos en formas autómatas que comienzan a ras de suelo hasta elevarse despojadas ya de ataduras y convenciones.
Al Mayurka, su tercer cortometraje, lo que nos muestra es que Villaronga estaba preparado para abordar historias compatibles con esa mirada única e ensimismada que le caracterizaba. El argumento es la contraposición de la Mallorca profunda y el furiosamente emergente turismo de sol y playa, si bien compatibles, ambas cosas, con el sello personal y tal vez insondable, dejando que en la banda sonora convivan las tonadas populares y Maria del Mar Bonet apelando a El Jorn del Judici y Sor Tomasseta.
Esta vez sí hay diálogos, relatados en un exquisito mallorquín, y entre los protagonistas detectamos algunos jóvenes que con el devenir del tiempo acabarían siendo personas relevantes. Es lo que tenían los años 80: que sí éramos demasiado jóvenes para aventurarnos en nuestras biografías.
Aquí se acaba hasta donde recuerdo la historia compartida en unos tiempos en los que todo estaba por hacer. Él siguió su carrera de cineasta y yo tuve que conformarme con ejercer la crítica durante una larga década hasta que Pedro J Ramírez llamó al director de El Día 16 de Baleares y desautorizó la crítica que yo había escrito de El Dorado (1988) de Carlos Saura, y adiós a todo aquello, para centrarme a partir de entonces en las artes escénicas.
Lo que nunca varió fue el cariño que me mostraba Agustí Villaronga cada vez que nos veíamos, por lo general en relaciones del periodista (yo) y el autor (él). Era próximo, y como recordando nuestros primeros pasos, una vez inaugurada nuestra juventud. La última vez que coincidimos fue el mes de abril de 2022 en el Teatre de Lloseta durante el estreno de Medea, una maravillosa producción por cierto. Quiso el azar que compartiésemos los asientos vecinos y después de hablar de El vientre del mar, nos dijimos adiós, aún sin saberlo. Buen viaje al más allá, Agustí, si es que lo hay, y espero que así sea, porque tienes mucho, mucho que contarme.
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