Uno de los artistas más famosos del mundo viene de un hoyo. Durante cinco años, Ai Weiwei convivió con su padre, Ai Qing, en un búnker subterráneo en un lugar conocido como la pequeña Siberia. Cuando los guardianes vieron que su padre disfrutaba con los trabajos forestales que le habían encomendado para aislarle, elevaron la ignominia y le convirtieron en el limpiador de las letrinas comunales del campo. En invierno, el padre de Ai Weiwei perforaba las heces congeladas con una barrena de acero. Era meticuloso, era el poeta que escribía cosas así: “Amamos este día / no porque no veamos / su dificultad, / no porque no veamos / el hambre y la muerte. / Amamos este día / porque nos ha traído hasta aquí”.
Para entender algo del hombre que ha convertido el arte en una airada protesta y el activismo en una forma de arte, es necesario retroceder hasta el hoyo y otros lugares donde creció y que nadie se atrevería a llamar hogar. Sentado este sábado de otoño en un patio al aire libre de la Cordoaria Nacional de Lisboa, donde se expone hasta noviembre una retrospectiva de su obra, Rapture, Ai Weiwei (Pekín, 64 años) muestra en su móvil la foto de ese hoyo. Ahí vivió los momentos más extremos del exilio de su padre, acaso el poeta chino más conocido de su generación y uno de tantos del medio millón de intelectuales que Mao Zedong quiso reeducar por la vía del trabajo forzado. Weiwei evocó aquel destierro a menudo durante su propia detención en 2011. En aquellos días en los que nadie supo si estaba vivo o muerto, reflexionó mucho sobre su padre. “Me di cuenta”, evoca ahora en Lisboa, “de que mis recuerdos sobre él eran incompletos y borrosos, no solo porque hay pocas verdades y hechos que se conozcan bajo control comunista, también porque la gente prefiere borrar los recuerdos. La memoria es peligrosa y borrarla es el mayor castigo político y la humillación humana más severa”. Concluyó que recordar es un arma de resistencia que debería traspasar a su hijo, Ai Lao. Ese legado se recoge en el libro 1.000 años de alegrías y penas, que en España publica Debate, con traducción de Abraham Gragera, el 4 de noviembre. Ese día se lanza simultáneamente en 13 idiomas y decenas de países. Por supuesto, China no está entre ellos. “La memoria es tan importante para las personas como para el Estado, por eso el Gobierno chino no puede enfrentarse a su propia historia. El fundamento del poder autoritario se basa en distorsionar la verdad, así que, si la verdad se revela totalmente, el régimen autoritario simplemente desaparece como humo. Mi libro no podrá publicarse en China, pero podré publicarlo en Taiwán, se habla el mismo idioma. Si China acepta mi libro algún día, significará que es el día de la liberación”, afirma durante la entrevista.
En 2020 Ai Weiwei fue declarado el artista más popular del mundo por The Art Newspaper. En la última estadística que la revista realizó del mundo anterior a la pandemia, el disidente chino se había coronado gracias a una exposición en Brasil visitada por 1,1 millones de personas. Habían pasado casi cuatro décadas desde que le hizo una provocadora promesa a su madre antes de irse a Nueva York: ser el nuevo Picasso en 10 años. Hoy, su fama es mundial y más irritante para la dictadura de su país de lo que fue la de Picasso para el franquismo. Sin embargo, es difícil encontrar un creador con una biografía como la que Weiwei narra en sus memorias. Desde la infancia, su vida es una sucesión de excepcionalidades extremas. Creció en el destierro, fue un inmigrante indocumentado en Nueva York y un preso político en su país. Tiene éxito, sí, pero no deja de sentirse un outsider, un eterno forastero, un hombre sin hogar.
1. Exilio
El año en que nació Ai Weiwei, 1957, se desató una gran purga de intelectuales. Su padre, Ai Qing, no se libra a pesar de que había tenido una relación directa con Mao Zedong. Ai Qing era un poeta conocido que había roto con la tradición literaria clásica y había estado en la cárcel como sospechoso comunista. También había defraudado las expectativas de su familia de terratenientes, había orinado sobre una estatua de Buda y había sido feliz en París. Al finalizar la guerra civil, en 1949, gozó un tiempo de reconocimiento oficial: presidió el comité que seleccionó la bandera, el sello y el himno de la nueva República Popular China. En julio de 1957 acompañó a Pablo Neruda y Jorge Amado durante su viaje por el país. Poco después pasó a ser un apestado. Ai Weiwei era un bebé cuando empieza esta primera deportación de la familia, que concluye en 1961. El espejismo duró un lustro. En 1966 echa a rodar aquella teoría de Mao de expandir el caos para fundar un mundo nuevo (la Revolución Cultural, el terror rojo en su cénit). Una mañana Ai Weiwei ve una multitud en la calle con carteles contra su padre, portados algunos por antiguos camaradas. El padre y el hijo acaban quemando libros, incluida poesía de Lorca. El hijo asiste a las humillaciones públicas del padre. Una vez le colocan orejas de burro, otra le bañan en tinta negra. Le deportan a la pequeña Siberia. “Nuestra vida parecía un curso de supervivencia en la naturaleza”, escribe en sus memorias. Son los días de las ratas, los piojos, el hoyo. Pero no días de tristeza. “Yo no tengo años malos”, aclara durante la conversación, “tengo un montón de momentos felices, incluso viviendo en ese agujero negro, la vida es un regalo, cada momento lo es si tienes consciencia, incluso si es doloroso, pero yo estoy agradecido a la vida, a la personal y también a la colectiva como sociedad. La humanidad ha superado y conquistado cosas impensables en el pasado, aunque ahora afronte grandes retos”. Este segundo destierro se prolonga una década. Cuando acaba, en 1971, Ai Weiwei es un adolescente que ha aprendido sobre hierbas, acupuntura y fortaleza mental. “Tuve una niñez muy difícil, pero sin esa infancia no podría haberme convertido en quien soy. La niñez es como el ancla de un barco, de alguna manera me ayudó y me instruyó sobre cómo debería funcionar la vida humana. Es un tesoro incluso aunque haya sido difícil”, expone.
2. Emigración
En 1976 muere Mao. Lo evoca así en su libro: “Se llevó consigo una era empapada de maldad, dejándonos tan solo el hábito de aferrarnos innoblemente a la vida”. Con la subida al poder de Deng Xiaoping, se rehabilita a los perseguidos de la Revolución Cultural. Su padre vuelve a la poesía —además de imponerle trabajos penosos, le habían prohibido escribir— y a decir lo que piensa: “Sin democracia política es imposible hablar de democracia artística”. Weiwei recibe clases de dibujo y se matricula en la Academia de Cine de Pekín. Siente que no encaja. En 1981 le autorizan a estudiar en Estados Unidos. Su primer empleo en Nueva York fue limpiando una casa. También se ganó la vida haciendo retratos en la calle y montó una exposición. Si nadie se interesaba por sus obras, las tiraba a los cubos de basura. Descubre a Andy Warhol y Marcel Duchamp, pero no conecta con la fiebre por el arte contemporáneo que inunda Nueva York. Deambula, le expulsan de la Liga de Estudiantes de Arte y se convierte en un indocumentado más. “La libertad para mí, en aquellos días, consistía solamente en no tener preocupaciones ni responsabilidades”, escribe.
Conoce a Allen Ginsberg en un recital donde el americano lee poemas de Ai Qing. Se hacen amigos, pese a que un día Ginsberg le espeta: “No se me ocurre a quién puede interesarle un artista chino”. Pero Weiwei no está interesado en seguir el gran sueño americano. “Fui incapaz”, expone durante la entrevista, “crecí en una sociedad comunista, donde nada pertenece a la persona particular. Siempre tienes la idea de lo común y compartido y se desincentiva el individualismo. Cuando éramos pequeños no celebrábamos el cumpleaños de nadie porque se consideraba una idea burguesa de autocomplacencia, solo celebramos el Día de la Nación o el cumpleaños del Partido [PCCh]”.
Ajeno a aquella cultura que llevaba el capitalismo y el materialismo al extremo, recuperó una sensación ya conocida. “Fue una especie de shock cultural”, explica, “en Nueva York de nuevo me convertí en un outsider, era un estudiante extranjero, tenía que ganarme la vida. Yo he sido un outsider incluso en mi propio país, siento que soy un outsider desde que nací porque mi padre era un enemigo del Estado”.
Su última etapa en Nueva York le sacude la pasividad y el individualismo. Hace fotos de la represión policial durante unas protestas, asiste conmocionado desde la distancia a las movilizaciones en Tiananmen. Cuando su padre enferma, vuelve a Pekín en 1993. “Yo nunca había regresado en 12 años, ni siquiera había escrito una carta, así que volví y percibí algunos cambios en China, como más carreteras y más coches, pero no había cambios en el sistema”, evoca en Lisboa.
3. Desaparición
A su retorno, documenta la transformación urbana de Pekín y la vida familiar alrededor de Ai Qing, que fallece en 1996. Weiwei encuentra un lenguaje artístico multidisciplinar, que va de la performance a la fotografía, la artesanía, la escultura, el cine o la arquitectura. En 2005 abre su primer blog. Le dedica entre ocho y doce horas al día. “Yo nunca había tocado un ordenador, nunca había escrito a máquina, aprendí cómo escribir y me di cuenta de que había mucho sobre lo que podría escribir, así que en los años siguientes me volqué en internet, casi criticándolo todo, con opiniones contundentes”, cuenta durante la charla. Su blog se sigue masivamente. Denuncia, entre otras cosas, la explotación laboral sobre la que asienta sus pies el milagro económico del capitalismo de Estado. Explora un camino de dos sentidos: arte y activismo. “El arte”, reflexiona en este sábado otoñal, “es un signo de libertad y esa libertad pertenece a cada individuo. Incluso las sociedades más primitivas crearon arte, tuvieron la imaginación para dibujar en las rocas y hacer utensilios. El arte siempre ha estado ahí. Hoy se ha convertido en una profesión, lo cual es engañoso, todas esas escuelas enseñando habilidades para ser artista, no, yo creo que el arte no puede enseñarse, es una llamada de libertad, lucha, pasión e imaginación, y cada uno tiene que encontrar su propio lenguaje”.
Se involucra en investigaciones incómodas para las autoridades chinas, como los niños muertos en el terremoto de Sichuan debido a la mala calidad de construcción de las escuelas y logra identificar 5.196 fallecidos gracias a voluntarios reclutados desde su blog. Su hijo nace por esas fechas, en 2009, de la relación con Wang Fen, una editora de cine a la que conoce cuando trabaja en Fairytale para la Documenta de Kassel. La policía comienza a vigilarlo 24 horas al día. Lo eliminan en internet. Mientras se expande su reputación internacional (en 2010 asombra con la famosa instalación Sunflowers Seeds en la Tate Modern), disminuye su libertad en China. Derriban su nuevo estudio y el 3 de abril de 2011 le detienen. Le encierran 81 días en una celda de 26 metros cuadrados. Más pulcro, sí, pero de nuevo otro hoyo. Dos guardias se turnan para acompañarle mientras se ducha, duerme o va al retrete, como se puede observar en la obra S.A.C.R.E.D., donde recreó seis escenas cotidianas de su prisión. “Nunca pensé que ocurriría, o no de ese modo. Tú puedes arrestarme, pero no de forma clandestina sin poder avisar a un abogado o a mi familia, yo les había subestimado, ahí entendí que el Estado es muy poderoso y que puede hacer cualquier cosa, pero entendí también que la libertad de expresión es una amenaza para la estabilidad de este poderoso país”, dice.
Lo ocurrido después es mucho más conocido. Ai Weiwei se había convertido en una causa mundial y finalmente las autoridades le liberan, aunque le acusan de evasión fiscal y le colocan bajo arresto domiciliario hasta 2015. Ese año abandona su país y emprende una vida errante que le ha llevado a Alemania, Reino Unido y, ahora, Portugal. “He vivido siempre como un outsider y nunca tuve un lugar que pudiera llamar hogar ni esos sentimientos de añoranza de un hogar. No hay un árbol, una calle o un barrio que yo pueda recordar porque todo cambiaba radicalmente muy deprisa, te decían: ‘Mañana te vas’. Tampoco teníamos muebles ni objetos personales, habían rasgado nuestras fotos y cartas, habíamos quemado los libros de mi padre…, pero yo no tengo problema, me siento liberado, sigo mi instinto”, concluye con media sonrisa.
Cada nuevo proyecto cambia y, al mismo tiempo, es una vuelta de tuerca a su defensa de los derechos humanos y el combate de manipulaciones, ya sea durante la crisis del coronavirus en Wuhan, la desaparición de 43 estudiantes en el Estado mexicano de Guerrero, la crisis de los rohinyás en el mayor campo de refugiados del mundo (Cox’s Bazar, en Bangladés) o los efectos del cambio climático.
—¿Cree que regresará a China?
—Si eso ocurriese algún día, me haría feliz, pero no ahora. Cada semana hablo con mi madre [Gao Ying]. A pesar de que tiene casi 90 años y me añora mucho, siempre me dice que no vuelva.
Ve a China como un río que fluye sosegado hasta que un día se desborda. “China está cambiando, guste o no guste, quieras o no quieras, pero nadie sabe cuál es la dirección y el resultado de ese cambio”. De momento, el control político no afloja. “Cualquiera puede ser encarcelado”, sostiene antes de desvelar que Fu Zhengua, el anterior viceministro de Seguridad Pública, que estuvo directamente involucrado en su detención secreta en 2011, acaba de ser arrestado.
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