Una densa masa de humo se ha mezclado con la nata tradicional del estiércol flotante, neblumo contaminante y desasosiego de costumbre para cerrar los pulmones de la Ciudad de México. Bajo la inmensa nube, han cerrado escuelas, limitado circulación vehicular y declarado oficialmente eso que llaman doble contingencia. Miles –si no es que millones—de almas asfixiadas claman por el alivio de la lluvia: un chubasco que limpie de este pecado el alma de la ciudad más grande del mundo, no una simple llovizna de placebo, sino un cántaro de Tláloc encarnado que absuelva de tos y lágrimas el rostro de la otrora ojerosa y pintada ciudad de la transparencia del aire.
Dicen que te dan aire cuando te desmayas para que recuperes los sentidos y que también te dan aire cuando te mandan a volar, irónicamente cortándote las alas y deseándote un naufragio si no temporal, eterno y renovable en cada respiración con la que intentas a leves bocanadas evitar ahogarte en medio del valle de lágrimas. Aire le falta al energúmeno intolerante que va insultando como taquicardia el tráfago insoportable del tránsito en medio del tráfico y aire le falta a la feliz pareja que intentó besarse en medio de una calzada inexistente, entre una fila de árboles inmensos que alguien ha desaparecido de la calzada y aire le falta a los niños que han perdido el recreo de todos los días por culpa de esa nata entrañable y ocre que no pocos viajeros celebran desde la ventanilla del avión que vuelve de una aventura trasatlántica y aire respiran los muertos más queridos que han sido ya sepultados en el silencio de una ciudad que aunque no lo parezca se reinventa todas las madrugadas que saludar al alba con una inexplicable resiliencia constante.
El ombligo de la Luna, epicentro del Zócalo de la megalópolis que conocimos varias generaciones como Distrito Federal, reúne en su destino la rara dicotomía de izarse sobre dos lagos de agua utópica al filo de morir algún día de sed, y ser el ojo de obsidiana de un fuego incandescente a riesgo de incendiarse a sí misma con el calor cada día más intenso o bien, el ecuménico amasijo de toda la tierra, aquí donde se combina el rojo tezontle volcánico con la gris cantera llamada chiluca en la paleta de los albañiles que sortean el viento en los andamios a falta de aire puro que les ayude a respirar el infinito enigma de vivir en una ciudad que habiendo sido sueño quizá no sea más que inmensa nube flotante en la imaginación distraída de un sonámbulo poeta que hace siete siglos miró volar huyendo las alas del águila que llevaba entre sus garras la serpiente de todas las virtudes y casi todas las desgracias de un espacio marcado por las estrellas, visto desde una galaxia llamada Eternidad, aunque en realidad no podamos ver más que el grisáceo algodón de una desesperación a la que le urge que sople el aire.
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