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Aislar a los humanos, erradicar el trabajo: un plan salvaje para evitar el colapso

Imaginemos lo siguiente, en un futuro no muy lejano. Más de la mitad de la Tierra está cubierta por árboles y vegetación. En medio de estos bosques, extrañamente simétricos, sobresalen ciudades verticales, megalópolis en las que viven millones de personas. Los edificios están recubiertos con placas solares móviles y son energéticamente autosuficientes, pero en los bajos apenas hay luz: ahí se encuentran millones de fábricas y almacenes completamente a oscuras, donde un ejército de cíborgs trabaja sin descanso. El único medio de transporte urbano que existe son los drones, pilotados por una inteligencia artificial autónoma, que conectan las viviendas entre sí. En las afueras se encuentra una Zona de Exclusión Humana, reservada a los robots de trabajo, donde están situadas varias decenas de centrales nucleares, un parque de árboles artificiales de descarbonización, granjas de servidores y un puerto espacial que conecta la Tierra con las minas de hierro, níquel, oro y platino del cinturón de asteroides NEA.

En este nuevo mundo, el trabajo ha sido automatizado y, por lo tanto, abolido para los humanos. No hay escasez energética. No hay escasez de alimentos. Animales humanos, no-humanos y cíborgs viven bajo un mismo régimen comunista de lujo, luchando para mantener frío el planeta. Los gobiernos de las siete ciudades-Estado que agrupan a toda la población de la Tierra trabajan bajo un mismo plan tecnocientífico para seguir recabando datos que aseguren su supervivencia. No hay guerras.

Esa civilización posible, que hoy apenas podemos imaginar sin soltar una sonrisa burlona, no procede de un cuento de ciencia ficción. En términos estrictos, ni tan siquiera puede decirse que sea una utopía. O, por lo menos, no lo es para un grupo de pensadores, cada vez más numeroso y con mayor influencia, que se ha propuesto abordar la crisis climática desde una perspectiva poco habitual dentro de los movimientos de izquierda, etiquetada como realismo salvaje: la geoingeniería o ingeniería climática, es decir, la intervención a gran escala sobre la ecosistemas para mantener habitable la Tierra.

Elon Musk, magnate sudafricano y director general de SpaceX.pixabay

Estamos acostumbrados a que los debates en torno al calentamiento global estén extremadamente polarizados. Tenemos a quienes creen que la solución debe dejarse en manos de los expertos porque consideran que el desarrollo tecnocientífico es suficiente para evitar la extinción de la humanidad y que, más que acabar con las dinámicas extractivistas del capitalismo, lo que hace falta es acelerarlas. Ahí están los sueños intergalácticos de grandes empresarios como Elon Musk, cuyo objetivo es colonizar Marte, o las teorías transhumanistas apoyadas por Google, que aspiran a trascender los límites de la biología humana a través de la ciencia y la tecnología. Desde los defensores de un capitalismo verde hasta la idea de una migración masiva a otros planetas, son muchos quienes frente a la amenaza de un colapso planetario solo contemplan una huida hacia adelante.

Por otro lado, están los movimientos ecologistas que, de forma más o menos radical, apuestan por un ciclo de decrecimiento. Para ellos, las medidas de transición hacia energías renovables y la descarbonización son más una consecuencia que el motor de sus ideas. Su propósito es cambiar el modo de vida capitalista y dejar de ver el planeta como una fuente ilimitada de recursos, reconociendo nuestra responsabilidad para con los otros seres vivos en aras de preservar la biodiversidad. Así, desde las calculadas medidas de la Agenda 2030 hasta los movimientos emancipatorios como Extinction Rebellion, el objetivo es despertar la conciencia de las sociedades actuando a escala local, desde la transformación en el consumo hasta los cambios en las leyes nacionales e internacionales.

Sin embargo, en los últimos años ha ido ganando fuerza una suerte de tercera vía que nos invita a abandonar los marcos de pensamiento preestablecidos y que va más allá del dualismo aceleración/decrecimeinto. Sus hipótesis son inquietantes, por no decir peligrosas, pero por ello mismo deben ser leídas, debatidas y criticadas. Ni tan solo puede decirse que constituyan un movimiento unitario, y las diferencias entre algunos de sus representantes son enormes. De hecho, en la descripción de un futuro posible con la que empieza este artículo, aparecen mezcladas ideas distintas de varios pensadores, con el objetivo de ofrecer una panorámica más amplia y contraintuitiva, así como descubrir que tienen en común defensores de una geoingeniería anticapitalista como pueden ser Benjamin Bratton, James Lovelock, Holly Jean Buck, McKenzie Wark o Aaron Bastani.

Una imagen de una Nueva York futurista en la película de 1930 ‘Just Imagine’.George Rinhart / Corbis via Getty Images

En primer lugar, todos ellos comparten cálculos muy poco optimistas sobre el futuro: parten de la premisa que para evitar el colapso climático no bastará con bajar las emisiones de CO2. Consideran que impedir que la temperatura del planeta no suba más de 3ºC requiere instalar tecnologías de emisiones negativas para secuestrar el carbono de la atmósfera. Y lo mismo ha de aplicarse a otros problemas urgentes, como la extinción de especies o la acidificación oceánica: no bastará con abandonar las prácticas actuales, sino que será necesario planificar formas de intervención para revertir activamente el daño. En segundo lugar, apuestan por romper con el dualismo filosófico entre lo natural y lo artificial: independientemente de si preferimos hablar de Antropoceno, Capitaloceno o Petroceno para referirnos a la era geológica actual, resulta evidente que la acción humana ha alterado el ecosistema planetario y lo seguirá haciendo en el futuro.

Por ello, en vez de negar la responsabilidad de los humanos apelando a un retorno a lo natural y proponiendo un programa de no intervención, la idea de estos autores es que nos hagamos cargo de las consecuencias de nuestras acciones. Como la mayoría de ellos considera que el cambio político y el cambio tecnológico deben ir de la mano, defienden que acabar con el capitalismo neoliberal –es decir, acabar con el actual modelo de explotación del territorio para la hiperproducción y el hiperconsumo– es una de las medidas prioritarias en geoingeniería. Quizá el proyecto más importante a este respecto es el que lidera Benjamin Bratton desde el Instituto Strelka de Moscú, un think tank desde el que dirige un programa de posgrado sobre geoingeniería. Su libro La terraformación. Programa para el diseño de una planetariedad viable, que acaba de ser publicado en lengua castellana por la editorial Caja Negra, aspira a servir de manifiesto para impulsar un nuevo sentido común.

El concepto de terraformación, utilizado por Bratton, hace referencia a “la transformación de los ecosistemas de otros planetas para que sean capaces de soportar vida similar a la de la Tierra, pero las inminentes consecuencias ecológicas de lo que se ha denominado Antropoceno [término usado para designar los daños irreversibles ocasionados por el consumo excesivo de recursos naturales] sugieren que, en las próximas décadas, necesitaremos terraformar la Tierra si queremos que siga siendo una anfitriona viable para sus propias formas de vida”.

La idea es simple. Del mismo modo que se están desarrollando tecnologías que permitirían vivir a los humanos en otros planetas o satélites, ha llegado el momento de aplicarlas a la Tierra y tratar de asegurar nuestra supervivencia. Lo queramos o no, dice Bratton, ya somos una colonia alienígena en un planeta cada vez más hostil para la especie: “Estar en el espacio es nuestra condición actual de hogar”.

El futuro envuelto en trajes espaciales color aluminio.John Springer Collection / Corbis via Getty Images

Tomando 2030 como fecha en la que los efectos del colapso climático podrían ser irreversibles, Bratton propone un plan para “prevenir el futuro” que pasa por el desarrollo de las tecnologías de emisiones negativas, la defensa de la energía nuclear como la más limpia para el planeta o por establecer zonas de exclusión humana: “El cercado y la exclusión entre zonas urbanas y las deshabitadas puede ser más bien una cuestión de asegurar la supervivencia y la continuidad de los ecosistemas viables y sus habitantes, incluidos nosotros. La tipología territorial de las zonas de exclusión humana se extiende desde el interior de las fábricas hasta el llamamiento del biólogo E. O. Wilson para concentrar la industria humana en megaciudades más densas y reservar la mitad de la Tierra para la reparación, la resalvajización y el restablecimiento”.

Aunque el pensamiento de Bratton puede verse como heredero del modernismo soviético, sus planteamientos están lejos de ser utópicos. La idea de planificar la ecología no debería parecer descabellada, al menos para aquellos que no han aceptado el credo neoliberal de la desregulación y el Estado mínimo. Según Bratton, la economía y la ecología ya están siendo planificadas a través de la arquitectura de las grandes plataformas (Amazon, Samsung, Huawei, Walmart) “que generan precios, imperativos logísticos, ensamblaje de materiales, mercados de extracción, lógicas de distribución y planes planificados y no planificados”. En consecuencia, el proyecto de terraformación va contra el capitalismo neoliberal en tanto que implica acabar con los privilegios de unos pocos para garantizar la libertad y la supervivencia de la mayoría: “el capitalismo”, concluye Bratton, “es tanto lo que hace posible las tecnologías extraordinarias como lo que impide que alcancen su pleno potencial social”.

Quizá Aaron Bastani es quien mejor ha expuesto la perspectiva anticapitalista aplicada a la geoingeniería. En su libro Comunismo de lujo totalmente automatizado (publicado en castellano por Antipersona) argumenta que a pesar de que hoy los desarrollos tecnocientíficos están en manos de los grandes empresarios, las transformaciones que causarán estos avances acabarán por socavar las bases mismas del capitalismo: en un futuro de recursos ilimitados, sin escasez de energía, materiales ni alimentos, la acumulación capitalista dejará de tener sentido, igual que la especulación con los precios. Más que defender una economía y una ecología planificadas, como hace Bratton, Comunismo de lujo totalmente automatizado confía en que la aceleración tecnológica exponencial hará estallar las contradicciones internas del capitalismo: “el cambio hacia la energía renovable no sólo mitiga los efectos de unos sistemas climáticos cada vez más caóticos, sino que también proporciona una mayor prosperidad para todos”.

Dejad que los niños se acerquen a los robots.Bettmann / Bettmann Archive

La propuesta es atractiva por la capacidad que tiene el libro de plantear escenarios futuros en los que la alimentación sintética o la minería espacial no forman parte de una distopía tecnofeudalista al estilo Mad Max, a la vez que no se abandona a un optimismo ciego sobre las condiciones para que este cambio sea posible. De hecho, Bastani propone una estrategia a corto plazo para favorecer la llegada de este nuevo mundo: “relocalización empresarial a través de adquisiciones progresivas y proteccionismo municipal; socialización de las finanzas y creación de una red de bancos regionales y locales y, finalmente, la introducción de un conjunto de servicios básicos universales que conviertan gran parte de la economía mundial en propiedad pública”.

Por último, acaba de publicarse un sorprendente ensayo titulado Novaceno. La próxima era de la hiperinteligencia (Paidós), del científico e inventor James Lovelock. El libro llega 40 años después de que desarrollara su influyente teoría sobre Gaia, que sostiene que en el momento en el que apareció vida en la Tierra ésta transformó las condiciones de su entorno para perpetuarse; es decir, que la biosfera posee sus propios valores de supervivencia, que son independientes de la especie humana y de los valores humanistas. Lovelock parte de esta perspectiva no antropocéntrica para tratar de entender y dar respuesta a la crisis climática, pero su respuesta es contundente: estamos entrando en el Novaceno, una era en la que los cíborgs, entendidos como una forma de vida y pensamiento nacidos de Gaia, serán necesarios para conseguir que el nuestro siga siendo un planeta viviente.

Lovelock utiliza la palabra cíborg para referirse a cualquier ser electrónico inteligente, y los entiende como producto de la selección darwiniana, pero en la descripción que da de ellos los imagina como esferas hiperinteligentes, autónomas, capaces de escribir su propio código, que se comunican telepáticamente y pueden teletransportarse. Sin embargo, lejos de anticipar una guerra entre robots y humanos, la hipótesis de Novaceno es que la alianza entre humanos y cíborgs será imprescindible para detener el cambio climático y evitar, en el corto plazo, la extinción de los humanos. “La existencia continuada de nuestra especie dependerá de la aceptación de Gaia por parte de los cíborgs”, escribe. “Por su propio interés, estarán obligados a sumarse a nuestro interés de mantener frío el planeta. También se percatarán de que el mecanismo disponible para lograr ese objetivo es la vida orgánica. Por eso, se me antoja sumamente improbable la idea de una guerra entre los humanos y las máquinas, o simplemente que estas lleguen a exterminarnos. No por nuestras reglas impuestas, sino por su propio interés, estarán deseosas de mantenernos como una especie colaboradora”.

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