Al rescate de animales domésticos cercados por la lava entre plataneras


La misión de Cecilia y Lara, ambas de 28 años, es encontrar a un podenco “salvaje” que lleva días merodeando por una finca de plátanos ya evacuada en la zona de La Laguna. Ambas son voluntarias de la protectora Siacan desde que explosionó el volcán. “Si lo ven, no le den de comer, retoma energías y es imposible pillarlo”, le dice Cecilia a uno de los policías del primer puesto de control de un barrio que fue desalojado hace ya más de una semana. Van subidas en una camioneta provista de diferentes tipos de pienso para animales, agua, trasportines de diversos tamaños y hasta uno específico para gallinas. A la irradiación del sol se suma el calor que desprende la lava, a poca distancia. Visten ropa deportiva y ambas llevan el pelo recogido en una coleta alta, que se deshacen a ratos. “Bueno, aquí está Lara animalitos”, le dice uno de los operarios de protección civil en el segundo de los controles. Ellas no piensan en el peligro del volcán, solo tienen en la cabeza ser rápidas y rescatar al máximo número de animales.

En el camino hacia la finca, surgen imprevistos. Uno de los agentes les informa de que una mujer tiene gallinas y gatos en una propiedad cercana. En el trayecto pasan despacio por un canal de cemento entre pequeños embalses secos donde varios hombres alimentan a unos perros. Paran y bajan la ventanilla. “Somos de la protectora, ¿tienen donde dejar a los animales?”. Sube un chico joven, con la piel oscurecida por la ceniza, y les pide su móvil, parece que no tiene un lugar en el que tenerlos. El escenario es aterrador. Retumban los rugidos del volcán y el viento levanta la arena y agita con fuerza las plataneras, que lo envuelven todo. Lo que antes era un paisaje paradisíaco se ha tornado en una escena que recuerda a Mad Max.

En la isla hay cuatro protectoras de animales activas. Algunas ya contaban con refugio para animales y otras, como Siacan ―donde colaboran Celia y Lara―, lo crearon a raíz de la explosión y la marcha rápida de agricultores y vecinos. Es un espacio improvisado, con un gallinero hecho de palés, y varias salas para perros, gatos y pollitos. El Cabildo de La Palma no tiene un número oficial del total de animales rescatados. Solo ofrece un dato: 1.500 cabras procedentes de 10 granjas. A la pregunta de si fueron abandonados deliberadamente, Cecilia contesta que no, que muchas son personas mayores que levantaron su casa entre cultivos y, desnortadas, dejaron allí a sus animales cuando fueron evacuadas. Algunos dueños se acercan en los horarios habilitados por las autoridades a alimentarlos. Ese también es parte del trabajo de los voluntarios, dirimir si están o no en situación de abandono.

Al llegar al terreno, se ve una casa amarilla y varios efectivos de las Brigadas de Refuerzo de Incendios Forestales (BRIF) esperan a las voluntarias en la puerta. Se escuchan los sollozos de una mujer. Está en el patio trasero, que da acceso a una platanera inmensa. Tiene unos 70 años, conserva una figura atlética, pero está empequeñecida. Ha ido a ver su casa casi vacía en el horario permitido, pero no quería ir sola. Los tres agentes que la acompañan hablan por ella: hay que atrapar a tres gallinas y dos gatos que circulan libremente por el terreno.

Javi, de la BRIF, observa el humo que sale en la parte delantera de la casa procedente de los destrozos del volcán. “Estamos acostumbrados a ver de todo, pero hay situaciones que te sobrepasan. ¿Qué le dices a esta mujer?”. Cuenta cómo estos días, cuando acompañan a vecinos de la zona a sus tierras, se quedan parados al abrir la puerta, mirando hacia dentro sin saber qué hacer. “Tendríamos que venir siempre con psicólogo, la Cruz Roja tiene, pero son insuficientes”, lamenta. En esta casa solo queda una cama con somier y una mesita. La intervención se ha realizado con éxito, solo ha faltado encontrar a uno de los gatos. “Lara ya es experta en atrapar gallinas”, comenta Cecilia. La señora cierra con llave, se dirige a su coche y da las gracias varias veces. Le toman sus datos y le informan del destino de los animales, un espacio cedido por el Ayuntamiento de El Paso.

Cecilia y Lara cuentan cómo al principio llegaron a ser hasta 80 voluntarios. “La mayoría venía a acariciar a los perros y eso no nos hace falta, hay que limpiar las jaulas”. Desde hace una semana solo son una veintena, pero se organizan para salir cada día con la camioneta que les ha prestado un concejal del municipio. Van hablando del perro “complicado”, no confían en que hoy puedan atraparlo y no saben cuántos días más podrán volver. La lava se extiende y es cada vez más agresiva. Los caminos laberínticos las desorientan, aunque van siguiendo GoogleMaps. De pronto dan a parar a una calle colapsada por la lava. Una vez que se pasa el control policial, la cercanía a la montaña negra de magma, de unos tres metros, es responsabilidad de cada uno.

Tras varias equivocaciones, dan con la finca. El podenco se mueve por una montaña a pocos metros y desaparece. Le dejan una lata de carne para perros y le rellenan un cacharro con agua. “Vamos a dejarle comida, así si llega la lava esta noche podrá correr”, dice Cecilia. “Esto se está poniendo feo”, le contesta su compañera.


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