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Alejandra Pizarnik, la poeta genial que quería escribir una novela



Alejandra Pizarnik, en Buenos Aires.

El teléfono sonaba a las dos de la mañana. Un día. Y otro más. Julio Cortázar sabía que su amiga Alejandra Pizarnik era noctámbula e insistía “persona a persona” de París a Buenos Aires. “Decile que no estoy, que salí, que ahora vuelvo…”, era obligado a mentir el poeta Fernando Noy, médium ocasional entre esos dos monstruos sagrados, porque Pizarnik no encontraba el original de Rayuela (1963), que había mecanografiado años antes en la Ciudad de la Luz, agradecida porque Cortázar le consiguió un departamento para vivir en la rue de Luynes. El manuscrito de la novela finalmente se encontró y la amistad volvió a su cauce.

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Escenas como esta pueblan Alejandra Pizarnik, biografía de un mito, de Cristina Piña y Patricia Venti, que Lumen distribuye desde el 27 de enero en España como pistoletazo de salida de los homenajes que conmemorarán medio siglo de la muerte de la autora de Árbol de Diana. Aquel libro prologado por Octavio Paz convirtió a Pizarnik en 1962 en un nombre insoslayable de la poesía del siglo XX.

Educada sentimentalmente en el surrealismo, Alejandra Pizarnik murió en Buenos Aires a los 36 años, el 25 de septiembre de 1972, por una sobredosis de 50 pastillas de Seconal sódico. El final trágico la inscribió en el linaje de los poetas malditos que fusionaron vida y escritura, esgrimiendo la muerte real o metafórica como gesto extremo (Nerval, Rimbaud, Artaud…). A ese mito —exceso, rebeldía, ruptura con los presupuestos burgueses, genio, desquicio y fatalidad— alude el título de la nueva biografía.

La fascinación por los escritores de culto puede llegar al vandalismo. “Siete veces han robado la fotografía de Pizarnik de su lápida en el cementerio judío de La Tablada [Buenos Aires]. Ella despierta ese deseo de apropiación; ejerce ese magnetismo”, subraya por teléfono Cristina Piña, académica y coautora de este libro que dialoga con la poesía, prosa y diarios de Pizarnik, publicados por el mismo sello desde 2000, al cuidado de su albacea, la poeta Ana Becciu.

Advertimos al lector fetichista que no encontrará más fotos de Pizarnik que la de la portada. Esa ausencia, que animamos a resolver en futuras reimpresiones, no menoscaba la minuciosa investigación de 432 páginas, que enriquece con documentos y fuentes entonces vedados la biografía pionera que Piña publicó en 1991.

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En aquel estudio se desandaba ya en cinco capítulos el camino que llevó a Flora (su nombre real, con el que firmó en 1955 su debut, La tierra más ajena, libro del que luego renegaría) a convertirse en Alejandra, que desde La última inocencia (1956), dedicado a León Ostrov, su primer analista, perfila los temas que recorrerán su obra: la reflexión sobre la escritura poética, el miedo, la atracción por la muerte y la noche convertida en emblema. A los que con los años se agregarán la infancia, la noción del espacio y del propio cuerpo, el erotismo, el doble, el poema en prosa y el humor, entre otros.

Los papeles de Princeton

El retrato enriquecido de Pizarnik es posible ahora gracias a los papeles privados de la escritora, que la familia vendió a la Universidad de Princeton en 1999, los nuevos testimonios de los parientes franceses que la alojaron en París en los años sesenta (de apellido Pozarnik, que un funcionario cambió cuando sus padres, inmigrantes rusos de origen judío, llegaron a la Argentina) y el análisis de documentos aún hoy inéditos (borradores, cuadernos de trabajo, relatos, dibujos…).

“Nos extendemos sobre la bisexualidad de Alejandra porque está en el diario consultado en Princeton”, cuenta Piña. “Antes de acceder a ese material, mucho se contaba off the record. Hemos abierto todo el diario, incluso las libretas finales de 1971 y 1972, que son desgarradoras y siguen inéditas”, precisa. Está, pues, la artista genial y obsesiva que siempre se sentirá una extranjera en su idioma y trabaja 14 horas seguidas para llevar el lenguaje más allá. Pero también la depresión, las pastillas incontables que comienzan muy temprano en su vida (medicación contra el asma, anfetaminas para controlar el peso, barbitúricos…), las desilusiones amorosas y las crisis, las internaciones, la violencia y los intentos de suicidio.

Aunque se apunta una clara “determinación de casarse con la literatura”, entre sus novedades la biografía ahonda en el romance con el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, fundador de la revista Mito, a quien Pizarnik conoció en París, donde vivió entre 1960 y 1964. Admirador de Sade (que deslumbraba también a Pizarnik), Gaitán falleció en un accidente de avión en 1962. Myriam, hermana de la poeta, testimonia que Alejandra había fantaseado contraer matrimonio con Gaitán, algo que reafirma su correspondencia. “Tenía 35 años, era muy bello e hicimos, antes de su partida, planes maravillosos y posibles que me hubieran sacado de mi miseria. Su muerte me afectó horriblemente”, le escribe a Ostrov.

En esos años ambivalentes de experimentación, estrechez económica y angustia, Pizarnik conoció a algunos de sus amigos indelebles (entre ellos, Ivonne Bordelois, quien comenzaría a rescatar su correspondencia en 1998). Escribía poemas y artículos, mientras alternaba fiestas fastuosas y cotilleos en casa de Octavio Paz con trabajos variopintos para sobrevivir (fue camarera, traductora, correctora, empaquetadora e incluso niñera).

También en París, que abandonará por la enfermedad de su madre, Pizarnik empezó a escribir directamente en francés poemas centrados en el puro juego con el significante (antesala de La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, publicado póstumamente) y trabajó poemas extensos en prosa (formato que en castellano se vería en Extracción de la piedra de la locura, de 1968).

Otra fuente capital revisitada en la biografía es su correspondencia con escritores: Silvina Ocampo, a quien amó profundamente (”…sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido”); Manuel Mujica Lainez, cuya prosa admiraba y que la llenó de alegría al ponderar su ensayo La condesa sangrienta (un texto sobre erotismo y muerte escrito a partir de la novela gótica de Valentine Penrose); y la estadounidense Djuna Barnes, por la que Alejandra sentía atracción literaria y sensual.

Alejandra Pizarnik en uno de los retratos reunidos en ‘Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces’ (Huso, 2021).Editorial HusoTodo es literatura

“Has construido tu casa / has emplumado tus pájaros / has golpeado al viento / con tus propios huesos / has terminado sola / lo que nadie comenzó “, escribió en uno de los 38 brevísimos poemas de Árbol de Diana, su cuarto libro y el título de su consagración. El empeño por convertirlo todo en literatura —”hacer el cuerpo del poema con mi cuerpo”— fue precoz y decisivo en su vida.

El análisis de ese “destino textual” vertebra el libro de Piña y Venti, que acierta al presentar a Pizarnik en toda su complejidad y desamparo, reflejando tanto la excepcionalidad de su obra —admirada, imitada y temida por su capacidad de imantar— como su fragilidad emocional y la “inadecuación radical ante la realidad” (no podía cumplir horarios, le asustaban los espacios públicos…) que la llevó, salvo situaciones excepcionales como la beca Guggenheim que le concedieron en 1968, a depender económicamente de sus padres, dedicados al comercio. “Todo me resulta difícil. Aun volverme loca”, registra en su diario de 1962.

La biografía integra dos facetas divorciadas durante largo tiempo para crítica y lectores: la poeta exquisita de las “palabras como piedras preciosas” y la escritora perturbadora de “los textos de sombra”, pura transgresión, que empezaron a conocerse una década después del suicidio de Pizarnik, gracias a la antología preparada por las poetas Olga Orozco y Ana Becciu.

Desde su regreso a Buenos Aires, Pizarnik se convirtió en la poeta mimada del Grupo Sur, alrededor de la revista homónima fundada por Victoria Ocampo. Ganará el premio municipal por Los trabajos y las noches (1965), le concederán las becas Guggenheim (cuya dotación gastó en lápices y papeles, afirman sus allegados) y la Fulbright, que rechazó por sentirse incapaz de viajar y permanecer en Iowa (sí partió a Estados Unidos, en 1972, Martha I. Moia, su último gran amor, una ausencia que sufrirá como un abandono).

Las libretas inéditas registran el aumento de sus adicciones y angustia (alcohol, estimulantes). Publicado en 2000, Sala de psicopatología (1971), un poema desolador escrito durante una internación en el hospital Pirovano, da cuenta de Pizarnik en caída libre (“…abrir se abre / pero ¿cómo cerrar la herida?”).

Pero escribe siempre. Recorta, copia, monta. “En la Biblioteca del Maestro de Buenos Aires, donde se halla una parte de sus libros, estudié su práctica de la intertextualidad, su cuidadoso trabajo con la palabra ajena. Alejandra le roba a todo el mundo, pero recrea, y lo que hace es puro Pizarnik. En eso parece borgeana, pero no lo es: sigue a André Gide y al Pedro Salinas de Jorge Manrique o tradición y originalidad”, afirma Piña.

Todos estos rostros de Pizarnik se exploran en el libro, que destaca su amistad generosa con poetas jóvenes y su sed por escribir una novela, que aparece en 1955 y aunque muta, persiste. “Deseo hondo, inenarrable (!) de escribir en prosa un pequeño libro. Hablo de una prosa sumamente bella, de un libro muy bien escrito”, asienta en una entrada del diario de 1966. Tenía en mente Aurelia de Nerval y resulta conmovedor que una poeta de su talento viviera la poesía como una introducción a otra cosa. Baste como prueba de su influencia, la antología-homenaje publicada por Huso en España en 2021, que reunió a 85 autoras al cumplirse 85 años de su nacimiento.

La novela no fue. Pero Pizarnik prosista deparará sorpresas. De lo inédito no todo tiene valor literario, opina Piña, pero destaca Otoño o los de arriba y La pequeña marioneta verde. “Es brutal lo que hay”, subraya. “Sus Récits-Proses, crónicas autobiográficas escritas en París entre 1960 y 1962, también están por descubrir”.

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