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Alejandro Zambra: “Crecimos convencidos de que no había segundas oportunidades”


Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) pide que hablemos en un hotel. Café tras café, pasamos tres horas en la azotea del Habita de Ciudad de México. Puede parecer tímido, busca ser preciso. Contesta recurriendo a sus novelas —Formas de volver a casa, Bonsái, La vida privada de los árboles o, la más reciente, Poeta chileno—. Parece querer la entrevista y evitarla a la vez. Juega a las múltiples respuestas como hizo en su impresionante Facsímil, la prueba de acceso universitario en la que, entre posibles respuestas, uno aprende cómo podría haber sido la historia o cómo se puede manipular. Cuenta que vive junto al parque de Chapultepec con la escritora Jazmina Barrera y su hijo Silvestre, de tres años. Trabaja, como sus personajes, en un cuartito de su azotea. Bromea con ser él el entrevistador. “Me incomoda el supuesto de que deba uno decir cosas importantes”.

¿Todos tienen derecho a ser perdonados?

En teoría, sí. Odiar es un oficio del que no se puede salir. Pero conozco a mucha gente a la que sería absurdo perdonar. Estoy en contra de la pena de muerte, pero si nos enfrentamos a la maldad pura es muy difícil concebir la idea de perdón. No me parece que haya que pedirles a las víctimas que perdonen. Pero es importante lo que les sucede con ese perdón, la reparación surge de una liberación del trauma. Puedo odiar a Pinochet y dejarlo en una burbuja.

¿Para qué sirve odiar?

No sirve alimentar el odio con un sentimiento informulado y gallino. Has de hacer algo con eso. De lo contrario, daña a quien odia. En Poeta chileno, el abuelo embarazador compulsivo genera un desprecio vinculado al malestar de la madre, pero interpela también la idea de lo masculino. A los hombres nos cuesta mucho discutir desde el género porque nunca tuvimos que reflexionar como grupo y el momento actual equipara a hombres que no tienen nada que ver. Algunos reaccionaron imitando al padre y otros tomaron al padre como contramodelo, que es mi caso.

Sus protagonistas son poetas o profesores de literatura. ¿La gente no se cansará de leer historias sobre escritores?

Igual sí. La escritura es democrática. Es papel y lápiz. Parece no requerir ningún aprendizaje que claro que requiere. Pero hay novelas como Léxico familiar, de Natalia Ginzburg, o, en nuestro caso, Formas de volver a casa que todos podríamos haber escrito por vivencia, no por capacidad: los libros más fáciles son los más difíciles de escribir.

Se somete a una autoobservación minuciosa.

Al escribir aparece el deseo de recordar con precisión. Y a la vez la desconfianza en cada cosa que recuerdas. Eso, que puede sonar medio tortuoso, me parece precioso. El provecho que he podido lograr con la escritura tiene que ver con volver a pensar.

Su obra va de la perfección controladísima de los primeros relatos…

A la imperfección total de Poeta chileno.

¿Ve la autoexigencia? Es como si hubiera decidido humanizarse.

No es que me haya soltado, es que me entontecí.

¿”Crecer es aprender a contar tu historia como si no doliera”?

No creo en la madurez por lo que tiene de definitiva. Puede parecer que un libro congela el movimiento, pero a mí de la literatura me gusta lo que a Freud: que el relato nunca se agota.

Ha escrito con normalidad del Chile que prefirió no ver quién era Pinochet.

Para mí fue importante pasar de cuando tu historia era contada a través de la de tus padres al momento en que la relatas por ti mismo en relación con las personas que eliges como nueva familia, cuyo dolor haces tuyo a pesar de no haberlo sentido. Ese es un paso para el duelo colectivo porque existe el vicio de expresar la historia según la experiencia de uno.

“Mientras el país se caía a pedazos aprendíamos a doblar la servilleta en forma de barco”. ¿El que miró para otro lado fue el Chile más extendido?

Era un Chile reprimido de todas las formas imaginables. Un gran triunfo de la dictadura fue hacernos pensar que nosotros mismos no éramos víctimas cuando crecíamos en un mundo completamente intervenido. La obsesión de la dictadura de Pinochet era no parecer dictadura. Él mismo hablaba de “dictablanda”.

¿Cómo fue su infancia?

En la periferia de Santiago. En casas nuevas, en calles con nombres de fantasía. Yo vivía en Aladino con mi padre, mi hermana y mi madre. Mi impresión de los adultos era la de personas aburridas que hablaban poco y no parecían interesadas en construir vínculos con los demás.

¿Clase media?

Una clase emergente. Los gringos categorizan: los que van subiendo y los que van bajando. Ellos subían. Mi papá trabajó toda su infancia. Era pobre y su gran desafío fue acabar el colegio. Un reto autoimpuesto porque lo que él vivía en su comuna era que terminar el colegio era casi una excentricidad. Lo consiguió cuando se dio cuenta de que no podía ser futbolista profesional.

¿Era bueno?

Muy buen arquero. Lo vi jugar. Con 17 años se enteró de que existía una cosa que se llamaba computación y que había un instituto donde si un mes eras el mejor, el siguiente era gratuito. Él nunca había sido el mejor. Pero ahí había una oportunidad. Terminó su carrera y conoció a mi madre.

Si describe una infancia de silencio, ¿quién le ha contado esto?

No era un silencio permanente. La relativización de la posición política tiene que ver con eso: mañana hay que ir a trabajar igual. Ese es el silencio que yo conocí.

“Mi madre era un dispositivo que convertía canciones de izquierda en canciones de derecha”. ¿Sobrevivir era callar?

¿Qué significa que mi madre cantara una canción de Violeta Parra? Nada. Y todo. La música siempre estuvo ahí.

¿No sabía lo que cantaba?

Cantas sin saber. Billie Jean es una canción horrible que defiende la paternidad irresponsable. La bailamos y parecía que estaba bien. Ser niño era divertido. Yo estaba todo el día en la calle. Por algún motivo se sentía que la villa era un espacio seguro. Es paradójico a la luz de la revelación de miles de abusos perpetrados por la Iglesia católica.

¿Por qué creían que los niños estaban seguros?

Creo que porque jugábamos. Existía la inseguridad crónica del mundo desde siempre, pero nada específico. Siempre fue así, supongo horriblemente. Mis padres no hablaban con los padres de mis amigos. Se saludaban con prudencia para que el otro no supiera quién eras. La confianza estaba relacionada con lo familiar.

En Facsímil una pregunta de examen es: ¿qué es silencio?

Complicidad, prudencia, compañerismo. No vamos a llegar a una sola respuesta. Con los años empiezas a comprender que el silencio cumplía varias funciones. Y cuesta distinguir silencio de silenciamiento. Qué parte era el silencio con el que creían protegerte. Qué parte represión pura y qué parte una protección indirecta de no querer influir en lo que piensas. Nadie en mi familia estaba diciéndonos qué pensar. Ese no opinar tenía una huella, claro.

¿Cómo decidió de dónde era?

Por un deseo de independencia. Quería establecer víncu­los divertidos, reír. Siempre fui sociable.

¿Y tímido no?

No tanto. En el espacio literario me siento cómodo porque su origen es una introspección. Separo escribir de publicar. Publicar siempre es una decisión estratégica, vanidosa.

¿Qué le lleva a publicar?

Sentir que ya no es tan mío. O pensar que algo puede tener un interés de choque.

¿Qué ha aprendido siendo padre?

Me acuerdo de tenerlo en la mecedora, apoyado en el pecho, y pensar: hicieron esto por mí. Eso te lleva a fijarte en lo que olvidamos. Si no existiera la amnesia infantil, sería imposible cualquier forma de rebelión. ¿Cómo te vas a rebelar ante la persona que te cambió los pañales? Vas olvidando y va creciendo una injusticia al juzgar. Es muy necesaria porque, si no existiera, no habría manera de vivir.

“A los hombres nos cuesta mucho discutir desde el género porque nunca tuvimos que reflexionar como grupo”, dice Alejandro Zambra.Ana Hop

Ha sido padrastro y padre: “La abrumadora alegría de ser importante para alguien”.

No puedo decir algo inteligente sobre eso. Pero esa frase la expresa un personaje que deja de ser padre porque se separa de la madre del niño. No hay palabra para nombrar a un hijastro de padres que se divorcian. Respeto mucho la decisión de no ser padre. La paternidad adoptiva tiene todo el sentido, ¿pero la biológica qué es? ¿Tradición? En mi caso ha sido elegida y tardía, muy distinta de la de la generación de mis padres o abuelos, que era una cosa que sucedía. Me cuesta no vincularla a la recuperación de lo sagrado, algo que te cambia realmente.

¿Por qué quiso ser padre?

Tenía que ver con la recuperación del amor de pareja, con el deseo de lo colectivo. Y con enamorarse de la posibilidad de ir más allá de uno mismo.

Plantea: “Qué sentido tiene estar con alguien que no te cambia la vida”.

Más allá del amor, llevo una vida muy vinculada a mis amigos, personas que me van a escuchar y van a aceptar que diga tonterías igual que yo voy a admitir las suyas. Un encuentro contigo mismo hace que los encuentros con los demás sean más plenos. Cuando logras hablar contigo mismo un poquito, ya no les echas tanto la culpa a los demás de cuanto te sucede.

¿Cuándo lo consiguió?

Muy chico. En mi infancia también estaba mi abuela materna empeñada en que sus nietos escribiéramos. Había perdido a toda su familia en el terremoto del año 1939. Se había ido a Santiago y había conocido a un hombre guapo, el Chucheta.

Su abuelo, el seductor.

Que la había abandonado con tres hijos. Vendía de todo. Y yo la conocí como un personajazo: cantarina y contadora de historias difíciles de escuchar porque todos habían muerto en el terremoto de Chillán. En medio de un relato gracioso se acordaba de algo y se ponía a llorar. Nunca la vi con un libro en las manos.

¿Cuántos terremotos ha vivido?

Grandes, tres: 1985, 2010 y 2017 acá, en México. Y recuerdo todo. Desaparecen los problemas pequeños y vives lo que es la solidaridad. Es casi lo contrario a la pandemia. Tiene una inmediatez que se presta a dar lo mejor.

¿Su abuela tampoco hablaba de política?

Nunca. Eso te desorienta, tienes una información externa a la que no sabes cómo reaccionar.

“En mi familia no había ni muertos ni libros”.

Es muy jodido. Uno no puede adueñarse del dolor de los otros. Por eso mis primeros libros tienen que ver con la legitimidad del dolor.

¿Recriminó a sus padres que se hubieran callado?

De mayor. En una pelea te dirían que te protegían. Que no tienes idea de lo que era hacer colas para conseguir la leche y que qué bueno que eres tan libre como para juzgarlos. Uno al principio vuelve a contar su historia desde la necesidad de demostrar que su posición es distinta a la de ellos. Luego, cuando el personaje ya se ha divorciado y ha perdido una familia, ya no tiene tan claro que volver sea regresar a casa de sus padres.

Luego dice que no está en sus novelas.

No puedo negar que las escribí. Pero odio la arrogancia de la situación de la entrevista. Es un culto a la personalidad que no me interesa. Entiendo la contradicción. Pero como lector no me importa que los textos en primera persona hayan sucedido o no.

No busco aclarar sus libros. Busco entender quién es usted.

Hay poemas en los que sin entender de qué hablan sientes que dicen algo que necesitabas que fuera dicho.

Eso también se puede dar en una entrevista. Recriminó el silencio de sus padres. ¿Usted habló?

Escribir es eso. Mi resistencia a las entrevistas tiene que ver con que hay demasiado discurso autoflagelante y defensivo.

“Cuando logras hablar contigo mismo un poquito, ya no le echas tanto la culpa a los demás de cuanto te sucede”, dice el escritor chileno.
ANA HOP

“Consejos para ser poeta: mostrarse apasionado, interesante, quizá un poco frágil, sin miedo, alguien que apuesta por su lado femenino”.

El humor te permite una distancia saludable de ti mismo.

Siendo autoexigente hace una oda a la imperfección.

Claro, yo no era alguien que pudiera permitirse pensar en repetir curso.

Pero es un tipo de éxito. Muy pocos autores están traducidos en EE UU.

No me gusta cómo se enfrenta el triunfo en el discurso público porque en Chile, además, si te va bien no te preguntan. Constatan: te ha ido bien, eh… Como si fuera injusto. En España me parece que es lo mismo.

Me temo que parecido.

La satisfacción de escribir cuatro horas diarias es el logro que he conseguido. Partí como escritor de domingo. La escritura es algo que siempre tienes que estar justificando.

Habla de mentir para parecer mejor, por temor, para gustar, para ocultar. ¿Es mentiroso?

¿Quieres que te diga la verdad? Ante la duda mentí, escribió Borges. Creo que el deseo de verdad te lleva a pensar mucho en la impostura. Generacionalmente se fabricaron mentiras colectivas, como los que decían que habían leído a Proust. Es la dictadura de la experiencia. Todo el mundo tiene que haber vivido para poder hablar. Nuestros padres utilizaban esa descalificación: “No lo viviste, no sabes lo que fue aquello”. Y los que nos dedicamos a la literatura hacemos algo parecido: “No has leído a Proust, no leíste nada”. Por eso la gente inventa. Muchas veces se miente por el deseo de complacer a otro. Nadie lo ha leído todo. Fuimos una generación universitaria criada sin bibliotecas que se interesó por la literatura casi como una desviación. No escribíamos libros como los que había en casa porque en tu casa no había. Lo que no significa una desventaja. Yo no era lector de libros de librería. Leía poesía y clásicos de biblioteca.

En Chile tenían poeta y antipoeta.

Neruda y Parra, el yin y el yang: lo solemne y lo antisolemne.

¿Gabriela Mistral dónde quedaría?

Ahora en un lugar central. Cuando yo era chico, en el billete de 5.000 pesos y en poemas infantiles. Se revalorizó su obra, que es difícil. Pero ni siquiera se atrevían a decir que era lesbiana.

Tampoco decían que Neruda fue misógino.

Hoy sí. Lo sentimos como matar al tatarabuelo. Parra, en cambio, para mí es fundamental.

¿Algunos poetas han hecho daño?

Benedetti no me ha interesado nunca. Tal vez porque lo asocio a una pared. Hagamos un trato estaba en un pergamino de feria artesanal en mi casa.

Su método para estar en el mundo ha sido “aferrarse a dos o tres cosas que sabe y dejar para mañana la conquista de la verdadera sabiduría”.

Esa suficiencia estaba muy vinculada a la escuela donde estudié los últimos seis años, a un supuesto ascenso social que buscaba la excelencia académica con presión. Éramos niños cuyos padres no habían ido a la Universidad y, en teoría, nosotros íbamos a ir. Lo primero que aprendíamos era que el mundo era un lugar despiadado y había que salvarse. Crecimos convencidos de que no había segundas oportunidades. Luego me he dedicado a combatir eso en mí mismo. Escribir es construir un espacio medio utópico en el que tus relaciones son más divertidas, más intensas y no tienen tanto que ver con el dinero. La escritura en Latinoamérica es una búsqueda. En España, más un mercado. Mi manera de reconquistar la libertad fue escribir.


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